Los tigres de Mompracem/Capítulo 07
Lady Mariana Guillonk había nacido bajo el hermoso cielo de Italia, en las orillas del golfo de Nápoles, de madre italiana y padre inglés.
Huérfana a los once años y heredera de una sólida fortuna, la recogió su tío James, su único pariente.
En ese entonces James Guillonk era uno de los más intrépidos lobos de mar de Europa y Asia, que cooperaba con James Broocke, el rajá de Sarawack, en el exterminio de piratas malayos.
Aunque no tenía gran cariño por su sobrina, decidió embarcarla en su propia nave y llevarla con él a Borneo.
Durante tres años la muchacha fue testigo de sangrientas batallas donde perecieron miles de piratas y que dieron a Broocke una triste celebridad.
Un día lord Guillonk se cansó de matanzas y peligros, abandonó el mar y se estableció en Labuán.
Lady Mariana había adquirido una fiereza y una energía sin igual. Obligada ahora a vivir en tan extraño lugar, se dedicó a completar su propia educación. Poseía una voluntad muy firme y poco a poco fue modificando la feroz rudeza adquirida en su contacto con la gente de mar. Se convirtió en una apasionada cultivadora de la música, de las flores, de las bellas artes, gracias a las enseñanzas de una antigua amiga de su madre, muerta más tarde bajo la inclemencia del clima tropical.
No perdió su pasión por las armas y por los ejercicios violentos y recorría a caballo los bosques persiguiendo tigres, o se arrojaba intrépidamente en las azules olas del mar malayo. Con mucha frecuencia se la veía en los lugares donde reinaban el infortunio y la miseria, socorriendo a todos los indígenas de los alrededores.
Y de este modo conquistó el sobrenombre de Perla de Labuán, que hizo latir el corazón del Tigre de la Malasia. Pero la niña, alejada por completo de la civilización, se convirtió en mujer sin darse cuenta, hasta que al ver al fiero pirata experimentó sin saber por qué, una extraña turbación.
Veía siempre ante sus ojos al herido, se le aparecía en sueños su altivo rostro en que se transparentaba un valor indomable.
Después de fascinarlo con sus ojos, su voz y su belleza, a su vez ella quedó fascinada y vencida.
En un principio procuró reaccionar contra aquellos latidos de su corazón, nuevos para ella como eran nuevos para Sandokán. Pero fue en vano. Sentía que una fuerza irresistible la empujaba hacia ese hombre; sólo era feliz cuando estaba junto a su lecho calmando los agudos dolores de su herida.
Cuando ella cantaba las dulces canciones de su país natal, él no era ya más el pirata sanguinario. Conteniendo la respiración, bañado en sudor, escuchaba como en un ensueño, y al morir la nota final de la mandolina, permanecía con los ojos fijos en la joven, olvidado de Mompracem, de sus tigrecitos, y de sus batallas.
Los días pasaron rápidamente y la curación, ayudada por el amor que le devoraba la sangre, marchaba a toda prisa.
Un día el lord encontró al pirata en pie y dispuesto para salir.
—¡Cuánto me alegro de verlo así, amigo mío! —dijo.
—Me siento tan fuerte que lucharía con un tigre —contestó Sandokán.
—Entonces lo pondré a prueba. He invitado a algunos amigos a cazar un tigre que ronda a menudo los muros de mi parque, y ya que está sano, daremos la batida mañana por la mañana.
—Seré de la partida, milord.
—Bien. Además, creo que será usted mi huésped durante algún tiempo más.
—Debo marcharme pronto, milord; me llaman asuntos graves.
—Para los negocios siempre hay tiempo. No lo dejaré marchar antes de algunos meses. Déme su palabra de que se quedará.
Para Sandokán quedarse en la quinta, cerca de la joven que lo fascinaba, era la vida, era todo. No pedía más por el momento.
¿Qué le importaba que en Mompracem lo lloraran por muerto? ¿Qué le importaba su fiel Yáñez, cuando Mariana comenzaba a corresponderle? ¿Qué le importaba no experimentar las emociones terribles de las batallas, si ella le hacía sentir emociones mucho más sublimes? ¿Qué le importaba que lo descubrieran y que lo mataran, si todavía respiraba el mismo aire que respiraba Mariana?
—Sí, milord, me quedaré el tiempo que usted quiera —contestó—. Acepto su hospitalidad y si algún día, no olvide estas palabras, milord, nos encontramos con las armas en la mano como valientes enemigos, recordaré cuánto agradecimiento le debo.
El inglés lo miró estupefacto.
—¿Por qué habla así?
—Quizás lo sepa algún día.
El lord antes de salir se volvió al pirata y le dijo:
—Si quiere bajar al parque, encontrará en él a mi sobrina, cuya compañía espero que le hará más agradable el tiempo.
—¡Gracias, milord!
Era lo que deseaba Sandokán, poder encontrarse a solas con ella para revelarle la pasión que lo devoraba.
Se asomó a la ventana. Allá, debajo de un magnolio en flor, estaba sentada la joven lady en actitud pensativa. Le pareció una visión celestial.
De pronto se hizo atrás con un grito ahogado, semejante a un rugido.
—¡Qué iba a hacer! —exclamó con voz ronca—. Pero, ¿será verdad que amo a esa muchacha? ¿No es esto una locura? No soy ya el pirata de Mompracem, pues me siento arrastrado por una pasión irresistible hacia esa hija de una raza que odio. ¿Olvido a mi salvaje Mompracem, a mis fieles tigrecitos, a mi buen Yáñez? ¿Olvido que los compatriotas de ella no esperan más que el momento oportuno para destruir mi poder? ¡Apaguemos este volcán que arde en mi corazón, indigno del Tigre de la Malasia! ¡Haz oír tu rugido, Tigre; destierra de tu pecho el reconocimiento que debes a estas gentes que te han curado la herida y huye de estos sitios! ¡Vuelve al mar; vuelve a ser el terrible pirata de Mompracem!
Apretaba los puños y los dientes, tembloroso de cólera. Sin embargo, permaneció con los ojos ardientes fijos en la joven.
—¡Mariana! —exclamó al cabo de unos minutos—. ¡Mariana!
Con un movimiento rápido abrió la ventana. Estuvo mucho tiempo absorto, y cuando volvió a la realidad ya no estaba Mariana en el parque. Comenzó a pasearse a lo largo de la habitación, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, sumido en sombríos pensamientos.
Se asomó nuevamente a la ventana para que la fresca brisa le secara la frente sudorosa.
—¡Aquí —dijo—, la felicidad, una nueva vida, una nueva embriaguez, dulce y tranquila. Allá en Mompracem, una vida tempestuosa, tronar de cañones, carnicería sangrienta, mis rápidos paraos, Yáñez. ¿Cuál de estas dos vidas preferiré? Toda mi sangre arde cuando pienso en Mariana. Se diría que la antepongo a mis tigrecitos y a mi venganza. ¡Siento vergüenza de mí mismo al recordar que es hija de una raza que odio tan profundamente! ¿Y si la olvidara? ¡Mi corazón sangra, no quiere olvidarla! Pero es preciso que huya.
Salió al parque y se puso en marcha a paso rápido. Llegaba ya a la empalizada e iba a tomar carrera para saltar, cuando retrocedió vivamente, con las manos en la cabeza, la mirada torva, casi sollozando.
—¡No puedo! —exclamó desesperado—. ¡Que se hunda Mompracem, que maten a mis tigres, que desaparezca mi poderío; yo permaneceré aquí!
Echó a correr por el parque como si temiera estar cerca de la empalizada y no se detuvo hasta llegar debajo de la ventana de su habitación. De un salto subió a las ramas de un árbol y de allí pasó al alféizar. Al encontrarse en aquella casa que había abandonado con la firme decisión de no volver a ella, un segundo sollozo se le escapó de la garganta.
—¡Ah! —exclamó—. ¡El Tigre de la Malasia está a punto de desaparecer!