La vida de los insectos/IX
IX
Los Geotrupes.
Privilegio bien excepcional es en el mundo de los insectos acabar el cicio del año en forma adulta, verse rodeado de los hijos en las fiestas de la primavera, duplicar y aun triplicar la familia. El ápido, aristócrata del instinto, perece en cuanto llena el pote de miel; la mariposa, otra aristócrata, no del instinto, sino del adorno, muere en cuanto fija en lugar propicio el paquete de sus huevos; el Carabus, ricamente acorazado, sucumbe en cuanto disemina bajo el cascajo los gérmenes de su posteridad.
Y así otros muchos, salvo los insectos sociables, cuya madre sobrevive, sola o acompañada de servidores. La ley es general: el insecto es, de nacimiento, huérfano de padre y madre. Pues bien; por un cambio inesperado, el humilde removedor de estiércol se libra de las severidades que siegan a los soberbios. El escarabajo pelotero, harto de días, se convierte en patriarca, y lo merece, verdaderamente, en consideración a los servicios prestados.
Hay una higiene general que reclama la desaparición de toda cosa corrompida en el plazo más breve posible. París no ha resuelto todavía el formidable problema de sus inmundicias, tarde o temprano cuestión de vida o muerte para la monstruosa ciudad. Es cosa de preguntarse si el centro de las luces no estará destinado a extinguirse algún día en los miasmas de un suelo saturado de podredumbre. Lo que la aglomeración de algunos millones de hombres no puede obtener con todos sus tesoros de riquezas y talentos, la choza más pequeña lo posee sin gastos y aun sin preocuparse por ello.
La Naturaleza, pródiga en cuidados en cuanto a la salubridad rural, es indiferente al bienestar de las ciudades, cuando no le es hostil. Ha creado para los campos dos categorías de saneadores, a los que nada cansa ni nada desalienta. Unos, moscas, Sylpha, Dermestes y necrófagos, están consagrados a la disección de los cadáveres. Cortan y despedazan y alambican en sus estómagos los residuos de la muerte para entregarlos a la vida.
Un topo reventado por los instrumentos de labranza mancha el sendero con sus entrañas ya violáceas; una culebra yace en el césped, aplastada por el pie de un transeúnte que neciamente creía hacer una buena obra; un pajarillo sin plumas, caído del nido, se ha aplastado lamentablemente al pie del árbol que lo sostenía; otras mil y mil reliquias análogas, de toda procedencia, se encuentran por doquiera diseminadas, comprometedoras por sus miasmas si no hubiese quien pusiera orden. Pero no temamos: en cuanto se señala un cadáver en cualquier parte, acuden los menudos enterradores. Lo trabajan, lo vacían, lo consumen hasta los huesos, o, por lo menos, lo reducen a la aridez de una momia. En menos de veinticuatro horas, topo, culebra y pajarillo han desaparecido, y la higiene queda satisfecha.
El mismo ardor por la tarea se observa en la segunda categoría de saneadores. La aldea apenas conoce esos quioscos con olor de amoníaco, adonde van en las ciudades para aliviarse de nuestras miserias. Una tapia pequeña, un seto, un matorral, es todo lo que el aldeano pide como refugio en el momento en que desea estar solo. No hay que decir a qué clase de encuentros nos expone semejante desahogo. Seducidos por las rosetas de los líquenes, los almohadones de musgo, los manojos de siemprevivas y otras lindas cosas con que se embellecen las piedras viejas, nos acercamos a la pared que sostiene las tierras de una viña. ¡Uf! Al pie del abrigo tan coquetonamente adornado, ¡qué horror! Huímos de allí; ya no nos tientan liquenes, musgo ni siemprevivas. Pero volvamos al día siguiente. La cosa ha desaparecido; el sitio está limpio: los escarabajos peloteros han pasado por allí.
El menor de los oficios de estos valientes es preservar la mirada de encuentros ofensivos frecuentemente repetidos; pero se les ha concedido una misión más alta. La ciencia nos afirma que las plagas más formidables de la humanidad tienen sus agentes en ínfimos organismos, los microbios, parientes del moho en los extremos confines del reino vegetal. A miriadas pululan estos terribles gérmenes en las deyecciones en tiempo de epidemia. Contaminan el aire y el agua, primeros alimentos de la vida; se esparcen por nuestras ropas y nuestros víveres, y de esta manera propagan el contagio. Precisa destruir por el fuego, esterilizar con corrosivos, enterrar todo lo que está contaminado.
La prudencia exige también no dejar la basura mucho tiempo en la superficie del suelo. ¿Es inofensiva? ¿Es peligrosa? En la duda, lo mejor es que desaparezca. Así parece haberlo comprendido la sabiduría antigua, mucho antes de que el microbio nos hubiese explicado cuán necesaria es en esto la vigilancia. Los pueblos de Oriente, más expuestos que nosotros a epidemias, conocieron leyes formales respecto de tal objeto. Moisés, eco, al parecer, de la ciencia egipcia en esta circunstancia, codificó la manera de proceder, cuando su pueblo iba errante por los desiertos de Arabia. «Para tus necesidades naturales, dice, sal del campo, toma un palo puntiagudo, haz un agujero en el suelo, y cubre la basura con la tierra extraída» [1].
Ordenanza de grave interés en su sencillez. Es de creer que si el islamismo, en sus grandes peregrinaciones a la Kaaba, tomara semejante precaución y algunas otras similares, la Meca dejaría de ser anualmente un foco colérico y Europa no necesitaría establecer guardias en las orillas del mar Rojo para librarse del azote.
El aldeano provenzal, indiferente en cosas de higiene, como el árabe, uno de sus antepasados, no se da cuenta del peligro. Pero, felizmente, trabaja el escarabajo pelotero, fiel observador del precepto mosaico, al cual le corresponde hacer desaparecer y enterrar la materia con microbios. Provisto de herramientas para cavar, muy superiores al palo puntiagudo que el israelita debía llevar en el cinturón cuando asuntos urgentes le llamaban al campo, acude en cuanto el hombre se ha marchado, abre un pozo y allí hunde la infección, en lo sucesivo inofensiva.
Los servicios prestados por estos enterradores son de alta importancia en la higiene del campo; y nosotros, principales interesados en este incesante trabajo de depuración, apenas concedemos una mirada desdeñosa a estos valientes. El lenguaje popular los abruma con denominaciones malsonantes. Es la regla, según parece: haz bien, y serás desconocido, de mala fama, lapidado, aplastado bajo el pie como lo atestiguan el sapo, el murciélago, el erizo, la lechuza y otros auxiliares que, para servirnos tan sólo, piden un poco de tolerancia.
Pues bien; entre nuestros defensores contra los peligros de la inmundicia extendida descaradamente a los rayos del sol, los más notables, en nuestros climas, son los Geotrupes; y no porque sean más celosos que los otros, sino porque su tamaño los capacita para labores más grandes. Además, cuando se trata de su simple refección, se dirigen con preferencia a los materiales que para nosotros son más temibles.
Cuatro Geotrupes explotan mi vecindad... Dos (Geotrupes mutator Marsh, y Geotrupes sylvaticus Panz.) son rarezas con las cuales no conviene contar para estudios seguidos; en cambio, los otros dos (Geotrupes stercorarius Lin. y Geotrupes hypocrita Schneid.) son más frecuentes. De color negro de tinta por encima, el uno y el otro están magníficamente vestidos por debajo. Sorprende semejante estuche en tales seres dedicados a limpiar letrinas. El Geotrupes stercorarius es en su cara inferior de espléndido color violado de amatista; el Geotrupes hypocrita prodiga en el mismo sitio las rutilancias de la pirita de cobre. Tales son los dos huéspedes de mis jaulas.
Preguntémosle primero de qué proezas son capaces en su calidad de enterradores. Son una docena; las dos especies están confundidas. La jaula ha sido previamente barrida de los restos de víveres anteriores, concedidos hasta ahora sin medida. Esta vez me propongo evaluar lo que un Geotrupes es capaz de enterrar en una sesión. A la caída de la tarde sirvo a mis doce cautivos la totalidad de un montón dejado en aquel instante por un mulo delante de mi puerta. Hay copiosamente por valor de una espuerta. Al día siguiente por la mañana el montón había desaparecido bajo tierra. Nada, o casi nada, quedaba fuera. Puedo hacer y hago una evaluación aproximada, y encuentro que cada uno de mis Geotrupes, suponiendo que los doce tomaron iguales partes en el trabajo, almacenó cerca de un decímetro cúbico de materia. Labor de titán, si se tiene en cuenta la mediana talla del insecto, obligado además a abrir el depósito a que debe bajar el botín. Y todo esto se ha hecho en el intervalo de una noche.
¿Permanecerán tranquilos bajo tierra con su tesoro, ahora que están bien provistos? En manera alguna. El tiempo es espléndido. El crepúsculo llega, suave y sereno. Es la hora de los grandes vuelos, de los zumbidos de alegría, de las exploraciones lejanas, en los caminos por donde acaban de pasar los rebaños. Mis pensionistas abandonan sus cuevas y suben a la superficie. Les oigo murmurar, trepar por la alambrada y tropezar aturdidamente contra las paredes. Esta animación crepuscular estaba prevista. Durante el día habían cogido copiosas vituallas, como la víspera. Se las sirvo y también desaparecen durante la noche. El sitio queda otra vez limpio al día siguiente. Y esto duraría indefinidamente, mientras las tardes fuesen hermosas, si siempre tuviera a mi disposición con qué satisfacer a tan insaciables tesaurizadores.
Por rico que sea su botín, el Geotrupes lo abandona al ponerse el sol para retozar a la luz de los últimos resplandores y buscar un nuevo depósito que explotar. Para él, dirá alguno, tiene poco valor lo adquirido; solamente es valiosa la cosa que está por adquirir. ¿Qué hace, pues, de los depósitos renovados, en tiempo propicio, a cada crepúsculo? A la vista salta que el Geotrupes stercorarius es incapaz de consumir en una noche provisiones tan abundantes. En su cueva tiene superabundancia de vituallas, hasta no saber qué hacer de ellas; rebosa en bienes que no ha de aprovechar; y no satisfecho con tener lleno su almacén, el acaparador se fatiga todas las noches para almacenar más.
De cada depósito, fundado en sitios diferentes, al acaso de los hallazgos, saca el alimento del día y abandona lo demás, que es casi todo. Mis jaulas dan fe de este instinto del enterrador, más exigente que el apetito del consumidor. El suelo se levanta rápidamente, y me veo obligado a restablecer de cuando en cuando el nivel en los límites deseados. Si lo cavo, lo encuentro lleno de todo su espesor de montones que han quedado intactos. La tierra primitiva se ha convertido en inextricable conglomerado, que precisa desmontar a todo trance si no quiero extraviarme en mis futuras observaciones.
Dejando aparte los errores, por exceso o por defecto, inevitables en un asunto poco compatible con una medición precisa, despréndese de mi examen un punto muy claro: los Geotrupes son apasionados enterradores, que introducen bajo tierra muchísimo más de lo necesario para su consumo. Como tal trabajo se ejecuta en grados diversos, por legiones de colaboradores, grandes o pequeños, es evidente que la expurgación del suelo debe resentirse de ello en gran medida y que la higiene general debe felicitarse de tener a su servicio este ejército de auxiliares.
Por otra parte, la planta, y de rechazo multitud de existencias, están interesadas en estos enterramientos. Lo que el Geotrupes entierra y abandona, al día siguiente no se pierde; no faltaría más. Nada se pierde en el balance del mundo; el total del inventario es constante. El terroncito de estiércol enterrado por el insecto hará verdear lujosamente la macolla del césped vecino. Pasa una oveja y come el ramito de hierba. Algo gana con ello el asado que el hombre espera. La industria del pelotero nos habrá valido un sabroso bocado.
En septiembre y octubre, cuando las primeras lluvias otoñales embeben el suelo y permiten al Scarabæs romper su cofre natal, el Geotrupes stercorarius y el Geotrupes hypocrita fundan sus establecimientos de familia; muy sumarios, a pesar de lo que podría hacer esperar la denominación de estos mineros, tan bien llamados Geotrupes, es decir, perforadores de tierra. Cuando hay que perforar un retiro para ponerse a cubierto de las crudezas del invierno, el Geotrupes merece verdaderamente su nombre, pues ninguno le iguala en cuanto a profundidad de los pozos, perfección y rapidez de la obra. En terreno arenoso y de excavación poco laboriosa he exhumado algunos que habían llegado a la profundidad de un metro. Otros profundizan más aún, cansando mi paciencia y mis instrumentos. Tal es el famoso pocero, incomparable perforador del suelo. Si el frío hace estragos, acertará a bajar hasta la capa en que no sea de temer la helada.
Para el alojamiento de la familia obra de otra manera. La estación propicia es corta; y le faltaría tiempo, si quisiera dotar a cada larva de una mansión semejante. Nada más natural que el insecto emplee en un agujero de sonda ilimitada los ocios que le permite la profundidad de invierno: el retiro es más seguro, y la actividad, no suspendida todavía, no tiene por el momento otra ocupación. En la época del desove son imposibles estas laboriosas empresas. Las horas pasan de prisa. En cuatro o cinco semanas hay que alojar y abastecer una familia bastante numerosa, lo que excluye el pozo de perforación pacientemente prolongado.
La madriguera abierta por el Geotrupes para su larva apenas es más profunda que la del Copris y la del Scarabæus, a pesar de la diferencia de estaciones. Unos tres decímetros es todo lo que compruebo en el campo, donde nada impone límites a la profundidad.
El contenido de la rústica vivienda es una especie de salchichón o de morcilla, que llena la parte inferior del cilindro y se moldea exactamente en él. Su longitud se acerca mucho a dos decímetros.
Este salchichón es casi siempre irregular, unas veces curvo y otras más o menos abollado. Tales imperfecciones de la superficie son debidas a los accidentes del terreno pedregoso, excavado por el insecto, no siempre conforme a las reglas de su
El salchichón del Geotrupes stercorarius L. arte, amigo de la línea recta y de la vertical. La materia moldeada reproduce siempre fielmente las irregularidades de su molde. El extremo inferior es redondo, como lo es el fondo mismo de la madriguera; en la punta inferior del salchichón está la cámara natal, cavidad redonda, donde cabría muy bien una avellana. Como exige la respiración del germen, las paredes laterales de la cámara son bastante delgadas para permitir el fácil acceso del aire. En el interior veo relucir un baño verdoso, semiflúido, golosina que la madre ha vomitado para los primeros bocados del gusanito recién nacido.
Seccion del salchichón del Geotrupes stercorarius en su extremo inferior mostrando el huevo y la cámara natal.
En este nicho redondo descansa el huevo, sin adherencia alguna con el recinto. Es blanco, en forma de elipsoide alargado y de notable volumen en relación con el insecto. El del Geotrupes stercorarius mide de siete a ocho milímetros de longitud por cuatro en su mayor anchura, y el del Geotrupes hypocrita tiene dimensiones algo menores.
- ↑ Habebis locum extra castra, ad quem egrediaris ad requisita naturæ. Gerens bacillum in balteo; cumque sederis, fodies per circuitum, et egesta humo operies (Deuteronomio, CXXIII, versículos 12-13).