VIII


Un escarabajo pelotero de las Pampas.

Correr el mundo, tierras y mares, de uno a otro polo; interrogar a la vida bajo todos los climas en la infinita variedad de sus manifestaciones, es, en verdad, suerte envidiable para el que sabe ver; tal era el magnífico sueño de mis juveniles años, cuando Robinsón hacía mis delicias. Pero a las rosadas ilusiones, tan ricas en viajes, sucedieron pronto las enojosas realidades caseras. La manigua de la India, las selvas vírgenes del Brasil, las altas cumbres de los Andes, amadas por el cóndor, se redujeron, como campo de exploración, a un cuadro de guijarros encerrados en cuatro paredes.

Líbreme el cielo de quejarme. La cosecha de ideas no impone expediciones lejanas. Juan Jacobo herborizaba en el ramo de murajes servido a su canario; Bernardino de Saint-Pierre descubría un mundo en una fresa que nació por casualidad en un rincón de su ventana; Javier de Maistre, empleando una butaca a guisa de berlina, emprendió alrededor de su habitación un viaje de los más célebres.

Esta manera de ver tierras está dentro de mis medios, abstracción hecha de la berlina, demasiado difícil de conducir a través de las zarzas. Recorro cien y cien veces el periplo del cercado por pequeñas etapas; me detengo en uno y otro lado; interrogo pacientemente, y, de cuando en cuando, obtengo algún jirón de respuesta.

Conozco hasta el menor caserío; toda ramita en que se posa la Mantis religiosa; todo matorral donde estridula dulcemente el pálido grillo en la calma de las noches estivales; toda hierba vestida de pelusa, raída por el Anthidium, fabricante de sacos de algodón; toda espesura de lilas explotadas por la Megachile, cortadora de hojas.

Si no basta el cabotaje en los rincones del jardín, una travesía de altura me suministra amplio tributo. Doblo el cabo de los setos vecinos, y, a unos cien metros, entro en relaciones con el escarabajo sagrado, el capricornio, el Geotrupes, el Copris, el Decticus, el grillo, la langosta verde, en fin, una multitud de poblaciones, cuya historia, bien desarrollada, agotaría una vida humana. Así, pues, ya tengo bastante; aun tengo demasiado con mis próximos vecinos sin ir a peregrinar a regiones lejanas.

Por otra parte, correr el mundo, dispersar la atención en multitud de seres, no es observar. El entomólogo que viaja puede clavar en sus cajas numerosas especies, alegría del nomenclaturista y del coleccionista; pero recoger documentos circunstanciados es otra cosa. Judío errante de la ciencia, no tiene tiempo para detenerse. Cuando, para estudiar tales o cuales hechos, necesitase una estancia prolongada, se lo impediría la etapa siguiente. En semejantes condiciones, no podemos pedirle lo imposible. Clave él con alfileres en tablitas de corcho y macere en bocales de alcohol, y deje a los sedentarios la observación paciente, que requiere mucho tiempo.

Así se explica la extrema penuria de la historia fuera de las áridas notas del nomenclaturista. El insecto exótico, que nos agobia por su número, guarda casi siempre el secreto de sus costumbres. No obstante, convendría comparar lo que pasa a nuestra vista con lo que ocurre en otras partes; sería cosa excelente ver de qué manera varía el instinto fundamental en una misma corporación de trabajadores cuando varían las condiciones climatológicas.

Considerando esto, me apena nuevamente la idea de los viajes, más vana hoy que nunca, a no ser que encontrara un sitio en la alfombra de que nos hablan las Mil y una noches, la famosa alfombra en la que bastaba sentarse para ser transportado adonde a uno se le antojaba. ¡Oh maravilloso vehículo, muy preferible a la berlina de Javier de Maistre! ¡Si pudiera encontrar en ella un rinconcito con billete de ida y vuelta!

Pues lo he encontrado. Fortuna tan inesperada la debo a un hermano de las Escuelas Cristianas, el hermano Judulién, del colegio de la Salle, en Buenos Aires. Mis elogios ofenderían su modestia. Digamos solamente que, siguiendo mis indicaciones, sus ojos reemplazan a los míos. Busca, encuentra, observa y me envía sus notas y sus hallazgos. Yo observo, busco y encuentro con él por correspondencia.

Cosa hecha; gracias al excelente colaborador, tengo sitio en la alfombra encantada, y me encuentro en las pampas de la República Argentina, deseoso de establecer un paralelo entre la industria de los escarabajos peloteros de Sérignan y la de sus émulos del otro hemisferio.

¡Magnífico principio! El azar de los hallazgos me procura primero el Phaneus Milon, precioso insecto, enteramente negro azulado. El protórax del macho avanza en promontorio; sobre la cabeza, un cuerno ancho y corto, aplastado, terminado en un tridente.


Phaneus Milon
La hembra substituye este adorno por simples repliegues. Los dos tienen, en la parte anterior de la caperuza, dos puntas, instrumento cavador seguramente, y también escalpelo para despedazar. Por su configuración rechoncha, robusta y cuadranglar, se parece al Onitis Olivieri, una rareza de los alrededores de Montpellier.

Si la semejanza de formas llevara consigo la paridad de industria, habría que atribuir sin vacilar al Phaneus gruesas y cortas morcillas, como en la fábrica del Onitis Olivieri. Pero ¡qué mal guía es la estructura cuando se trata de los instintos! El pelotero de lomo cuadrado y patas cortas sobresale en el arte de las calabazas. El escarabajo sagrado no las hace más correctas y, sobre todo, ni tan voluminosas.

El insecto rechoncho me admira por la elegancia de su obra, que es de una geometría irreprochable; menos larga de cuello, pero que, no obstante, asocia la gracia a la fuerza. El modelo parece tomado de alguna calabaza india, y más aún por tener el gollete abierto y la panza grabada con elegantes dibujos, improntas de los tarsos del insecto. Cualquiera diría que era una cantimplora defendida por una armadura de mimbres. Suele ser del tamaño de un huevo de gallina, y, a veces, mayor.

Obra muy curiosa y de rara perfección, sobre todo si se compara con la torpe y maciza espalda del obrero. Repitámoslo otra vez más: la herramienta no hace al artista ni en los escarabajos peloteros ni en nosotros. Para guiar al modelador hay algo mejor que las herramientas: hay lo que yo llamaría protuberancia cerebral, el genio del animal.

El Phaneus se ríe de lo difícil. Hace más: se ríe de nuestras clasificaciones. Quien dice escarabajo pelotero, dice ferviente amigo de la basura. Pero él no hace caso de ella ni para su uso ni para el de los suyos. Lo que necesita es el pus de los cadáveres. Bajo las carroñas de las aves, del perro y el gato es donde se le encuentra, en compañía de los enterradores afamados. La calabaza cuyo dibujo acompaña yacía en el suelo bajo los restos de un buho.

Explique quien quiera esta asociación de los apetitos del necróforo con los talentos del escarabajo, que yo, desconcertado por gustos que nadie podría sospechar atendiendo solamente al aspecto del insecto, renuncio a ello.

En mi vecindad conozco un escarabajo pelotero, uno solo, que también explota ruinas cadavéricas. Es el Onthophagus ovatus Lin., huésped frecuente de los topos y conejos muertos. Pero el enterrador enano no desdeña por esto la materia estercorácea, sino que también se recrea en ella como los otros Onthophagus. Es posible que en este caso haya dos regímenes: para el insecto adulto, el bollo; para la larva, las ricas especias de las carnes pasadas.

Hechos semejantes se encuentran en otras partes con otros gustos. El himenóptero rapaz se alimenta de miel cogida en el fondo de las corolas, y
Obra del Phaneus. La pieza entera (tamaño natural).
alimenta a los suyos con caza. Primero la caza y después el azúcar para el mismo estómago. ¿Cambiará con el tiempo esta bolsa de digerir? Poco más o menos como la nuestra, que desdeña en la vejez lo que le regalaba en su juventud.

Examinemos más a fondo la obra del Phaneus. Sus calabazas me han llegado en un estado de completa desecación. Son tan duras como piedras, y su color tira a chocolate claro. La lente no descubre la menor partícula leñosa, ni en el interior ni en la superficie, que certifique un residuo herbáceo. Luego el extraño escarabajo pelotero no utiliza las galletas bovinas ni otras similares; manipula productos de diversa naturaleza bastante difíciles de precisar al principio.


La misma pieza abierta, en que se ve la bolita de embutido, la calabaza de arcilla, la cámara del huevo y la chimenea de aireación.

Agitado cerca de la oreja, el objeto suena un poco, como lo haría la cáscara de un fruto seco cuya almendra estuviese suelta. ¿Estará dentro la larva, arrugada por la desecación? ¿Estará el insecto muerto? Así lo esperaba; pero me equivoqué. Había algo mucho mejor que eso para nuestra instrucción.

Con la punta del cuchillo rompo cuidadosamente la calabaza. Bajo una pared homogénea, cuyo espesor llega hasta dos centímetros en la muestra más voluminosa de las tres que poseo, hay un núcleo esférico, que llena exactamente la cavidad, pero sin adherencia en parte alguna con las paredes. El escaso juego libre de este núcleo me da razón de los choques que había oído al agitar la pieza.

El núcleo no difiere de la envoltura en coloración ni en el aspecto general de la masa. Pero rompámoslo y limpiemos las ruinas. En él se descubren menudos fragmentos de oro, copos de plumón, tiritas de piel y jirones de carne, todo ello hundido en una pasta térrea semejante al chocolate.

Puesta sobre un carbón incandescente, esta pasta, bien limpia y privada de sus partículas cadavéricas, se ennegrece mucho, se cubre de hinchazones brillantes y despide chorros de ese humo acre en que tan bien se reconocen las materias animales quemadas. Toda la masa del núcleo está, pues, perfectamente impregnada de carroña.

Tratada la envoltura de igual manera, se ennegrece asimismo, pero no tan bien; apenas humea, ni se cubre de hinchazones de negro azabache ni en parte alguna contiene jirones cadavéricos semejantes a los del núcleo central. En ambos casos, el residuo de la calcinación es una fina arcilla rojiza.

Este somero análisis nos da a conocer la cocina del Phaneus. El manjar servido a la larva es una especie de pastel hojaldrado... La empanada es un picadillo de todo lo que pudieron desprender del cadáver los dos escalpelos de la caperuza y los cuchillos dentados de las patas anteriores, o sea, borra y plumón, huesecillos quebrantados, tiritas de carne y de piel. La ligazón de este guiso, dura ahora como el ladrillo, era al principio gelatina de fina arcilla, saturada de jugo de la corrupción. En fin, la envoltura de pasta hojosa de nuestro pastel de hojaldre está aquí representada por una envoltura de la misma arcilla, menos rica que la otra en extracto de carne.

El pastelero da a su pieza forma elegante; la embellece con rosetones, franjas y meridianos como rajas de melón. El Phaneus no es extraño a esta estética culinaria. Con la caja de su pastel de hojaldre hace una magnífica calabaza, adornada con grabados de improntas digitales.

Inmediatamente se adivina que la envoltura, corteza ingrata y muy poco impregnada de extracto sabroso, no está destinada al consumo. Es posible que cuando la larva adquiera un estómago robusto, raspe un poco de la pared de su pastel; pero, en conjunto, hasta la salida del insecto adulto, la calabaza permanece intacta; al principio es la guardadora de la frescura de la empanada y en todo tiempo cofre protector del recluso.

Por encima de la pasta fría, en la base del cuello de la calabaza, hay una cámara redonda de pared de arcilla, continuación de la pared general. Un suelo bastante espeso de la misma materia la separa del pañol de los víveres. Es la cámara natal. Allí está puesto el huevo, que encuentro en su sitio, pero seco; allí nace el gusanillo, que para llegar a la píldora nutritiva tiene previamente que abrir una trampa a través de la pared que separa los dos pisos.

El gusano nace en un cofrecillo dispuesto encima del montón alimentador, pero no comunica con él. La larva recién nacida tiene que perforar por sí misma, en tiempo oportuno, la tapadera del tarro de conservas. Y, en efecto, más tarde, cuando se encuentra el gusano sobre la empanada, se ve una perforación en el suelo, lo suficiente para el paso.

Envuelta la carne mechada por todas partes con un espeso revestimiento de alfarería, se conserva fresca todo el tiempo que puede exigir la , lentitud del nacimiento, detalle que me es desconocido. En su celda, también de arcilla, reposa el huevo en seguridad. Hasta aquí todo va muy bien. El Phaneus conoce perfectamente los secretos de la fortificación y el peligro de que los víveres se evaporen demasiado pronto. Quedan por examinar las exigencias respiratorias del germen.

También está bien inspirado el insecto para satisfacerlas. El cuello de la calabaza está horadado en el sentido del eje, mediante un canalillo por el que con dificultad entraría ni la paja más fina. Este canalículo se abre interiormente en el punto superior de la cúpula de la cámara de nacimiento y, exteriormente, en la punta del mamelón se ensancha un poco. Tal es la chimenea de aireación, protegida contra los intrusos por su extrema estrechez y por algunos granos de polvo que la obstruyen un poco sin taparla. Es sencillamente maravilloso, porque si semejante edificio es un resultado fortuito, hay que convenir en que la ciega casualidad está dotada de singular clarividencia.

¿Cómo se las arregla el insecto para llevar a feliz término tan delicada y compleja construcción? Explorando las pampas con los ojos de un intermediario, en esta cuestión no tengo más guía que la estructura de la obra, de la que, sin grande error, puede deducirse el método del obrero. Así, pues, concibo de la manera siguiente la marcha del trabajo.

Encuentra un cadáver pequeño, cuyas exudaciones han ablandado el barro subyacente. El insecto recoge más o menos barro de éste, según la riqueza del filón. No hay límites para ello. Si la materia plástica abunda, el colector la prodiga, y el cofre de los víveres será mucho más sólido. Entonces se obtienen calabazas desmesuradas, que exceden en volumen al huevo de la gallina, formadas por una corteza de un par de centímetros de espesor. Pero si la masa excede de las fuerzas del escultor, se manipula mal, y en su configuración conserva la torpeza de un trabajo demasiado difícil. Si la materia es rara, el insecto limita su recolección a lo estrictamente necesario, y entonces, más libre en sus movimientos, obtiene una calabaza de magnífica regularidad.

Probablemente amasa primero el barro en forma de bola, excavada después en amplia copa, de gruesas paredes, mediante la presión de las patas anteriores y la labor de la caperuza. De esta manera trabajan el Copris y el Scarabæus, disponiendo en la parte superior de su píldora redonda el gollete, donde ha de ponerse el huevo antes de la manipulación final del ovoide o de la pera.

En esta primera tarea, el Phaneus es simplemente alfarero. Toda clase de arcilla le basta, con tal que sea plástica, por poco impregnada que esté de los jugos del cadáver.

Hecho esto, se transforma en salchichero. Con sus cuchillas dentadas, corta y sierra algunos menudos jirones del animal podrido, arrancando, recortando lo que considera más conveniente para el festín de la larva. Reúne todos estos despojos y los amalgama con el barro escogido en los puntos en que la carroña abunda. Y todo, sabiamente amasado, se convierte en una bola obtenida en el sitio, sin rodadura, así como se prepara el globo de otros escarabajos peloteros. Añadamos que esta bola, ración calculada para las necesidades de la larva, es de volumen casi constante, sea cual fuere el tamaño de la calabaza final.

Ya está preparada la albóndiga y colocada en la taza de barro, muy abierta. El manjar depositado sin compresión permanecerá libre, desprovisto de toda adherencia con su envoltura. Entonces vuelve a emprender el trabajo de cerámica.


Obra de Phaneus Milon. La más voluminosa de las calabazas observadas.—Tamaño natural.

El insecto oprime los gruesos labios de la copa arcillosa, los lamina y los aplica sobre la albóndiga, que acaba por quedar envuelta por una capa delgada en la parte superior y por una pared espesa en las partes restantes. En la capa superior, proporcionada a la debilidad del gusanillo que ha de perforarla más tarde en el momento de llegar a los víveres, se deja un robusto rodete circular. Manipulado a su vez, este rodete se convierte en una cavidad hemisférica, en donde se pone inmediatamente el huevo.

El trabajo acaba laminando y acercando los bordes del cráter, que se cierra y queda transformado en cámara de nacimiento. Aquí es donde se impone especialmente una destreza muy delicada. Al mismo tiempo que se modela el mamelón de la calabaza hay que dejar, comprimiendo la masa, el canalillo que a lo largo del eje ha de ser la chimenea de ventilación.

Este estrecho canalizo, que una presión mal calculada podría obturar irremediablemente, me parece de extrema dificultad. El más hábil de nuestros alfareros no lo conseguiría sin el apoyo de una aguja que sacase después. El insecto, especie de autómata articulado, obtiene su canal a través del macizo mamelón de la calabaza hasta sin pensar en ello. Si lo pensase no lo haría.

Ya está hecha la calabaza; ahora falta embellecerla. Es obra de pacientes retoques que perfeccionan las curvas y dejan en el barro blando un puntillado de improntas análogas a las que el alfarero de los tiempos prehistóricos distribuía en sus jarras panzudas con la yema del pulgar.

Se acabó el trabajo, que volverá a empezar bajo otro cadáver, porque para cada madriguera hay una calabaza, y no más, como el escarabajo sagrado hace con sus peras.