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El Minotanrus typhæus.

Para designar al insecto objeto de este capítulo la nomenclatura de los sabios asocia dos nombres temibles: el de Minotauro, el toro de Minos, alimentado con carne humana en las criptas del laberinto de Creta, y el de Tifeo, uno de los gigantes, hijo de la Tierra, que intentaron escalar el cielo. A favor del ovillo de hilo que le dió Ariadna, hija de Minos, el ateniense Teseo consiguió llegar hasta el Minotauro, lo mató y salió sano y salvo, habiendo librado para siempre a su patria del horrible tributo destinado a la comida del monstruo. Tifeo, fulminado por el rayo en su amontonamiento de montañas, fué precipitado por las faldas del Etna.

Y allí está todavía. Su jadeo es el humo del volcán. Si tose, expectora corrientes de lava; si cambia de lado para descansar sobre el otro, pone en conmoción a Sicilia, sacudiéndola con un terremoto.

No desagrada encontrar un recuerdo de estos antiguos cuentos en la historia de los animales. Las denominaciones mitológicas, sonoras y eufónicas, respetuosas con el oído, no implican contradicciones con lo real, defecto no siempre evitado por los términos fabricados en todas sus partes con los datos del léxico. Si, por añadidura, hay vagas analogías que enlacen lo fabuloso y lo histórico, tales nombres y apellidos son por demás felices. Tal es el caso del insecto Minotaurus typhæus Lin.

Se llama así a un coleóptero negro, de talla ventajosa, estrechamente emparentado con los perforadores de tierra, los Geotrupes. Es pacífico, inofensivo; pero está mejor armado que el toro de Minos. Entre nuestros insectos aficionados a panoplias, ninguno lleva armadura tan amenazadora. El macho tiene en el protórax un haz de tres venablos acerados, paralelos y dirigidos hacia delante. Supongámosle de la talla del toro, y es seguro que el propio Teseo, si lo encontrara en el campo, no se atrevería a arrostrar su terrible tridente.

Tifeo el de la fábula tuvo la ambición de saquear la mansión de los dioses, levantando una columna de montañas arrancadas de cuajo; el Tifeo de los naturalistas no sube, sino que baja; perfora el suelo a profundidades enormes. El primero, de un empujón, hace temblar una provincia; el segundo, de un golpe de espinazo, hace temblar su topera, como tiembla el Etna cuando su enterrado se mueve.

Tal es el insecto que nos va a ocupar.

Pero ¿a qué vienen esta historia y estas minuciosas investigaciones? Ya sé que esto no abaratará la pimienta, ni encarecerá los barriles de coles podridas, ni acarreará graves acontecimientos por el estilo, que hacen equipar flotas y ponen en presencia gentes resueltas a exterminarse. El insecto no aspira a tanta gloria. Se limita a mostrarnos la vida en la inagotable variedad de sus manifestaciones; nos ayuda a descifrar un poco el libro más obscuro de todos, el libro de nosotros mismos.

Por su fácil adquisición, entretenimiento no oneroso y examen orgánico no repugnante, se presta mucho mejor que los animales superiores a las investigaciones de nuestra curiosidad. Además, estos últimos, nuestros próximos parientes, no hacen mas que repetir un tema bastante monótono. Pero el Minotaurus, de inaudita riqueza de instinto, costumbres y estructuras, nos revela un mundo nuevo, como si mantuviésemos coloquio con los naturales de otro planeta. Tal es el motivo que me hace estimar el insecto en alto grado y renovar con él relaciones que jamás me cansan.

El Minotaurus thyphæus tiene afición a los lugares descubiertos, arenosos, donde los rebaños de ovejas que van al pastoreo siembran sus regueros de negras píldoras. Son para él su pienso reglamentario.

A primeros de marzo empiezan a encontrarse parejas dedicadas de concierto a la nidificación. Los dos sexos, hasta entonces aislados en madrigueras superficiales, se encuentran ahora asociados por largo período.

¿Se reconocen los dos cónyuges entre sus semejantes? ¿Hay entre ellos mutua fidelidad? En lo tocante a la madre, que en mucho tiempo no deja el fondo de la morada, son raras y aun nulas las ocasiones de ruptura matrimonial; en cambio, son frecuentes en el padre, que, por sus funciones, está obligado a salir frecuentemente de casa. Como pronto veremos, él es durante toda su vida el proveedor de víveres, el encargado del acarreo de los escombros. En diferentes horas del día él solo extrae al exterior las tierras que provienen de las excavaciones de la madre; él solo explora de noche los alrededores del domicilio en busca de píldoras que han de servir para amasar el pan de sus hijos.

A veces se encuentran madrigueras próximas. ¿No puede equivocarse de puerta el colector de vituallas, cuando regresa, y penetrar en casa ajena? ¿No puede ocurrirle que en sus expediciones se encuentre algunas paseantes, no establecidas aún, y entonces, olvidando su primera compañera, sea cosa de divorcio? El caso merecería examen y he procurado resolverlo de la manera siguiente:

Extraigo del suelo dos parejas en pleno período de excavación. Indelebles señales hechas con la punta de una aguja en el borde inferior de los élitros me permitirán distinguirlas. Distribuyo los cuatro al azar, uno a uno, en la superficie arenosa de un par de palmos de espesor. Semejante suelo será suficiente para las excavaciones de una noche. Para el caso en que se necesiten víveres extiendo un puñado de boñiguitas de oveja. Un amplio lebrillo invertido cubre la arena, pone obstáculo a la evasión y da obscuridad, favorable al recogimiento.

Al día siguiente soberbia respuesta. Dos madrigueras solas se ven en el establecimiento; las parejas se han vuelto a formar tal como estaban antes, cada macho ha encontrado su hembra. Otra prueba hecha al día siguiente, y después la tercera, dan el mismo resultado: los marcados con un punto están juntos, los no marcados están también juntos en el fondo de la galería.

Otras cinco veces los obligo a recomenzar el establecimiento de la casa. Ahora se estropean las cosas. Unas veces se establecen aparte cada uno de los cuatro; otras encuentro los dos machos o las dos hembras en la misma madriguera, y también la misma cripta recibe los dos sexos, pero asociados de dintinto modo del que estaban al principio. He abusado de la repetición. En lo sucesivo todo es desorden. Mis cotidianas inversiones han desmoralizado a los excavadores; una vivienda ruinosa, que siempre se ha estado empezando, ha dado fin a las asociaciones legítimas. El matrimonio correcto no es ya posible desde el momento en que la casa se hunde todos los días.

Pero no importa. Las tres primeras pruebas, hechas cuando los repetidos sobresaltos no habían enredado aún el delicado hilo de unión, parecen afirmar cierta constancia en el matrimonio del Minotaurus. El y ella se reconocen, vuelven a encontrarse en el tumulto de los acontecimientos que mis malicias les imponen; se guardan mutua fidelidad, cualidad muy extraordinaria en la clase de los insectos, tan olvidadizos de las obligaciones matrimoniales.

Nosotros nos reconocemos en la palabra, en el timbre, en las inflexiones de la voz. Ellos son mudos, privados de todo medio de llamamiento; pero les queda el olfato. El Minotaurus que encuentra a su compañera me hace pensar en el amigo Tom, el perro de la casa, que en la época de sus lunas levanta la nariz al aire, husmea el viento y salta por encima de las tapias del cercado, apresurado por obedecer a la mágica y lejana convocatoria; me trae a la memoria la mariposa, gran pavón [1], que acude desde varios kilómetros de distancia a ofrecer sus respetos a la núbil recién nacida.

Sin embargo, la comparación deja mucho que desear. El perro y la mariposa advierten las nupcias sin conocer aún la novia. En cambio, el Minotaurus, inexperto en grandes peregrinaciones, se dirige en breve ronda, a la que ya ha frecuentado; la reconoce, la distingue de las demás en ciertas emanaciones, ciertos olores individuales apreciados solamente por el enamorado. ¿En qué consisten tales efluvios? El insecto me lo ha dicho. ¡Qué lástima! ¡Nos hubiera enseñado tantas cosas de las proezas de su olfato!

Ahora bien; ¿cómo se reparte el trabajo en este matrimonio? El saberlo no es empresa cómoda, para la que baste la punta de una navaja. El que se proponga visitar al insecto cavador en su casa tiene que recurrir a trabajos de zapa extenuadores. No tenemos aquí la cámara del Scarabæus, del Copris y de los otros, que se pone al descubierto sin fatiga con una sencilla azadilla de bolsillo; es un pozo a cuyo fondo no puede llegarse sino con una sólida pala reciamente manejada durante muchas horas. Por poco vivo qué sea el sol, saldrá uno medio tullido del trabajo.

¡Pobres articulaciones mías, enmohecidas por la edad! ¡Presumir bajo tierra un buen problema y no poder escarbar! No obstante, el ardor persiste tan fogoso como en el tiempo en que derribaba los taludes esponjosos de los Anthophoras; mi entusiasmo por las exploraciones no ha decaído; pero faltan las fuerzas. Felizmente, tengo quien me ayude: mi hijo Pablo, que me presta el vigor de sus puños y la flexibilidad de sus riñones. Yo soy la cabeza, él es el brazo.

También nos acompaña el resto de la familia, incluso la madre, que no es la menos animosa. No están demás tantos ojos cuando, ya profunda la fosa, hay que vigilar a distancia los menudos documentos exhumados por la azada. Lo que uno no ve lo advierte otro. Huber, que se volvió ciego, estudiaba las abejas por mediación de un criado clarividente y adicto. Yo tengo más ventajas que el gran naturalista suizo. Mi vista, bastante buena todavía, aunque muy fatigada, está ayudada por las pupilas perspicaces de todos los míos. Si estoy en condiciones de proseguir mis exploraciones, a ellos lo debo; gracias les sean dadas.

Muy temprano llegamos al lugar de observación. Encuentro una madriguera con voluminosa topera, formada de tapones cilíndricos, expulsados, de una sola vez a fuerza de empujones. Bajo el montículo deshecho se abre un pozo de gran profundidad. Un hermoso junco cogido en el camino me sirve de guía, hundiéndolo más y más. Por fin, a metro y medio, próximamente, cesa el junco de descender. Ya hemos llegado, acabamos de alcanzar la cámara del Minotaurus.

La azadilla de bolsillo trabaja con prudencia, y pronto se ven aparecer los dueños del interior: primero el macho, y un poco más abajo, la hembra. Sacada la pareja se muestra una mancha circular y sombría: es la terminación de la columna de vituallas. Mucho cuidado ahora y cavemos con suavidad. Se trata de cercar en el fondo de la cuba el terrón central, aislarlo de las tierras que lo rodean, y después, haciendo palanca con la azadilla, insinuada por debajo, extraer todo el bloque en una pieza. ¡Ya está! Ya somos dueños de la pareja y de su nido. Una mañana de excavaciones extenuadoras nos ha procurado tales riquezas. El sudor de Pablo podría decirnos a precio de qué esfuerzos.

Esta profundidad de metro y medio no puede ser constante. Hácenla variar muchas circunstancias, como el grado de frescura y consistencia del medio atravesado, el ardor del insecto en el trabajo y el tiempo disponible, según que la época esté más o menos próxima del desove. He visto madrigueras un poco más profundas y otras que ni siquiera llegaban a un metro. Pero el Minotaurus, para establecer su familia, necesita en todos los casos una habitación profunda, más que la de todos los excavadores que conozco. Luego veremos qué imperiosas necesidades obligan al colector de excremento de oveja a domiciliarse tan hondo.

Antes de abandonar el sitio, anotemos un hecho cuyo testimonio tendrá más tarde su valor. La hembra se ha encontrado en el fondo de la madriguera; encima, a cierta distancia, estaba el macho, uno y otro inmovilizados por el espanto, en una ocupación que aun no es posible precisar todavía. Este detalle, visto y revisto en las diversas madrigueras excavadas, parece significar que los dos colaboradores tienen cada uno un lugar determinado.

La madre, más ducha en cosas de crianza, ocupa el piso inferior. Ella sola cava, por estar más versada en las propiedades de la vertical, que economiza trabajo dando la mayor profundidad. Ella es el ingeniero, siempre en relación con el frente de ataque de la galería. El otro es su peón, colocado detrás y dispuesto a cargar los despojos en su esportilla cornuda. Más tarde, la excavadora se hace panadera; amasa en forma de cilindro los pasteles de los hijos; el padre es entonces su oficial de pala. El le trae de fuera la masa para hacer la harina. Como en todo buen matrimonio, la madre es el ministro del interior; el padre, el del exterior. Así se explica su invariable situación en la habitación tubular. El porvenir nos dirá si estas previsiones interpretan bien las realidades.

Por el momento, examinemos detenidamente, con las facilidades que sé ofrecen en casa, el terrón central, de adquisición tan penosa. Contiene una conserva alimenticia en forma de salchicha, casi de la longitud y espesor de un dedo. Se compone de una materia sombría, compacta, estratificada por capas, en la que se reconocen las píldoras de la oveja, reducidas a miguitas. A veces, la pasta es fina, casi homogénea, de un extremo a otro del cilindro; más frecuentemente, la pieza es una especie de turrón de almendras, en el que se ven gruesos despojos hincados en un cemento de amalgama. La panadera varía aparentemente la confección, más o menos cuidadosa de su pastel, según el tiempo de que dispone.

La cosa se moldea perfectamente en el fondo de la madriguera, donde la pared es más lisa y está mejor trabajada que el resto del pozo. Con la punta del cortaplumas logro desnudarla fácilmente de la tierra que la rodea, la cual se desprende a manera de corteza. De este modo obtengo el cilindro alimenticio limpio de toda mancha terrosa.

Hecho esto, informémonos del huevo, puesto que este pastel se ha hecho seguramente para la larva. Guiado por lo que en otro tiempo me habían enseñado los Geotrupes, que alojan el huevo en el cabo inferior de su morcilla, en un nicho especial, dispuesto en el seno mismo de los víveres, esperaba encontrar el del Minotaurus—su próximo pariente—en una cámara natal, en la parte baja de la salchicha. Pero me equivoqué. El huevo buscado no estaba en el sitio previsto, ni en el otro extremo, ni en ningún punto de las vituallas.

Buscando fuera de los víveres, lo encuentro, al fin, debajo de las provisiones, en la arena misma, enteramente franco de los meticulosos cuidados en que las madres son maestras. Hay allí, no una celda de paredes lisas, como parecería reclamar la delicada epidermis del recién nacido, sino una anfractuosidad rústica, resultado de un simple desprendimiento más que de la industria materna. En esta ruda colchoneta ha de nacer el gusano a poca distancia de los víveres. Para alcanzar la comida tendrá que desmoronar y atravesar un techo de arena de algunos milímetros de espesor.

En cautividad y en aparatos de mi construcción me ha sido posible seguir la confección de esta salchicha.

El padre sale al campo, coge una píldora cuya longitud es superior al diámetro del pozo. La lleva hacia la boca, sea a reculones, arrastrándola con las patas anteriores, sea haciéndola rodar, dándole ligeros golpes con la caperuza. ¿Precipitará la pieza en el abismo de un último empujón, en cuanto llegue al borde del orificio? De ninguna manera, pues tiene proyectos que no son compatibles con una caída brutal.

Entra abrazando con las patas la píldora, procurando introducirla de punta. Cuando llega a cierta distancia del fondo, le basta poner ligeramente oblicua la pieza a fin de que ésta, en razón del exceso de amplitud del eje mayor, encuentre apoyo por las dos puntas contra la pared del canal. De este modo se obtiene una especie de piso provisional, apto para recibir la carga de otras dos o tres píldoras. Este conjunto es el taller en donde va a trabajar el padre, sin molestar para nada a la madre, ocupada debajo en sus faenas. Es el molino de donde va a descender la sémola destinada a la confección de los pasteles.

El molinero tiene buenas herramientas. Véase su tridente. Sobre el protórax, base sólida, se levantan tres acerados venablos: los dos laterales, largos; el de en medio, corto, y los tres dirigidos adelante. ¿Para qué le sirve esta máquina? Al principio creeríamos que es sencillamente un adorno masculino, como otros de variadas formas que suele llevar la corporación de los escarabajos peloteros. Pero aquí es algo mejor que un adorno; el Minotaurus utiliza su atavío como una herramienta.

Las tres puntas desiguales describen un arco cóncavo, en el que puede ajustarse la redondez de una cagarruta. Pero, ¿cómo hará el insecto para mantener fija la resbaladiza bola y fragmentarla, en aquel suelo incompleto y oscilante, en que la posición exige el empleo de las cuatro patas traseras apoyadas en la pared del canal? Veámoslo trabajando.

Bajándose un poco, clava su horca en la pieza, que queda inmovilizada por estar hincada en la lúnula de la herramienta. Las patas anteriores están libres; con sus brazos dentados*puede aserrar el pedazo, dilacerarlo, reducirlo a partículas, que van cayendo por los huecos del suelo y llegan adonde está la madre.

Lo que baja del laboratorio del molinero no es una harina cernida, sino una grosera sémola, mezcla de despojos polvorientos y pedazos apenas molidos. Mas por incompleta que sea esta trituración previa, será de gran socorro para la madre en el meticuloso trabajo de panificación; le abreviará la labor y le permitirá a la vez la separación de lo mediano y de lo excelente. Cuando en el piso de arriba está todo triturado, hasta el piso, el cornudo molinero vuelve a subir al aire libre, hace nueva recolección y emprende otra vez su tarea de desmenuzamiento.

Entre tanto, la panadera, por su parte, no permanece inactiva en su oficina. Coge los despojos que llueven a su alrededor, los subdivide más, los afina y criba, lo más tierno para la miga central, lo más coriáceo para la corteza de la hogaza. Girando a uno y otro lado, golpea la materia con el batidor de sus brazos aplastados; la dispone por capas, comprimidas después mediante un pisoteo semejante al del viñador que pisa las uvas. La masa se conservará mejor si está firme y compacta. En diez días poco más o menos de trabajos combinados, el matrimonio obtiene, al fin, el largo pan cilíndrico. El padre ha suministrado la molienda; la madre ha amasado.

Con ayuda de diversos artificios, cuya exposición nos llevaría lejos, he podido asistir a la apertura de tan profunda madriguera. La madre está en lo profundo del pozo, ella sola trabaja el frente de ataque, ella sola cava. El macho está detrás de su compañera; reúne los escombros conforme se van produciendo, hace una carga, la sostiene con su horca de tres dientes y la saca fuera, subiendo penosamente por el tubo.

Ha llegado el momento de resumir los méritos del Minotaurus. Cuándo acaban los grandes fríos se pone en busca de una compañera, se entierra con ella, y en lo sucesivo le permanece fiel, a pesar de sus frecuentes salidas y de los encuentros que de ellas pueden resultar. Con celo infatigable, ayuda a la cavadora, destinada a no salir más de su casa hasta la emancipación de la familia. Durante un mes o más carga los escombros de las excavaciones en su esportilla en horca, y los saca al exterior, siempre paciente, jamás desalentado por el rudo ascenso. Deja a la madre el trabajo moderado del rastrillo excavador, guarda para él lo más penoso, el extenuante acarreo en estrecha galería, altísima y vertical.

Después, el cavador se hace recolector de vituallas; va en busca de provisiones y reúne lo que ha de ser alimento de sus hijos. Para facilitar la obra de su compañera, que monda, estratifica y comprime las conservas, cambia otra vez de oficio y se hace triturador. A poca distancia del fondo rompe y desmenuza los hallazgos endurecidos por el sol; hace de ellos sémola y harina que van lloviendo en la panadería maternal. Finalmente, agotado por tantos esfuerzos, deja aquella mansión y se va lejos a morir al aire libre. Ha cumplido valerosamente su deber de padre de familia; se ha consumido por la prosperidad de los suyos.

La madre, por su parte, no se desvía de su deber. Durante toda su vida permanece en casa, domi mansit, como decían los antiguos con respecto a las matronas modelos: domi mansit, amasando sus panes cilíndricos, depositando un huevo cada uno, vigilándolos hasta el éxodo. Cuando llegan los ocios del otoño vuelve al fin a la superficie, acompañada de sus pequeñuelos, que se dispersan a su placer, para solazarse en los lugares frecuentados por ovejas. Entonces, no teniendo ya nada que hacer, la abnegada perece.

Sí; en medio de la indiferencia general de los padres por los hijos, el Minotaurus es respecto de los suyos de notable celo. Olvidado de sí mismo, no seducido por las embriagueces primaverales, cuando tan bello sería ver nuevas tierras, banquetear con sus compañeros y molestar a las vecinas, él se aterra en el trabajo subterráneo y se extenúa para dejar una herencia a la familia. Cuando estira la pata por última vez, puede decirse: «He cumplido con mi deber, he trabajado.»

Lám. V
El Minotaurus typhæus, macho y hembra.—Excavación de la madriguera del Minotaurus
  1. Véase el tomo de J. H. Fabre Costumbres de los insectos, páginas 178-199, editado por Calpe.