La familia de Alvareda Tercera parte: 7
Tercera parte
Capítulo VII
editarLentas pasaron las horas del siguiente día para los ociosos huéspedes del Cuervo.
Todas las representaciones y súplicas de Perico para disuadir a Diego de su sacrílego intento, habían sido inútiles. Diego jamás supo volverse atrás, y esa tenacidad estúpida al conocer que se camina mal, le había costado el honor y la honradez y le había de costar la libertad y la vida. Había más; por instigación del Presidiario, forzaba Diego a Perico, que quería al fin apartarse de ellos, a acompañarlos en esta atroz empresa, porque, según decía aquel hombre vil, era éste el único medio para impedir que fuese el santurrón a delatarlos.
Por fin, volvióle la tierra la espalda al sol y cubrióse con su negro manto.
Montaron todos y llegaron a la media noche al gran castillo arruinado de Alcalá. Diego silbó tres veces. Entonces se vio salir de una de las cuevas abiertas en la base del castillo, a la gitana con una linterna sorda en la mano.
Se apearon y la siguieron.
Pedro iba confuso, sospechando el mal paso en que se encontraba; pero sus compañeros le rodeaban, y le arrastraron a donde les guiaba la gitana. Esta, después de saludar a los ladrones en voz sumisa, hablándoles una jerga ininteligible, abrió con una ganzúa la puerta de un corralillo, al cual, entre escombros y maderos, daba un postigo de la sacristía, a donde entró aquella sacrílega canalla, no sin pavor y asustándose hasta del rumor de sus pisadas.
¡Qué espectáculo tan altamente sublime y tremendo presenta un templo desierto a deshora de la noche!... ¡Aun las almas más puras y más santas se hunden en profunda y pavorosa meditación al contemplarlo; y no hay incredulidad que baste a dar aliento al corazón de quien se atreve a recorrerlo! ¡Cuán inmensas y aterradoras aparecen aquellas naves sombrías!... ¡Cuán altas aquellas cimbrias, que, sostenidas por gigantes de piedra, se pierden en la misteriosa oscuridad de un cielo sin estrellas! Allí, en una honda y lúgubre capilla aterra y pasma la fría estatua que duerme sobre un sepulcro; y aunque apenas se divisan sus contornos, parece que le da movimiento la oscuridad misma. El altar mayor, aún perfumado de incienso y de las flores de la mañana, y cuyas vislumbres chispean en las tinieblas; el altar, universal centro de la Fe, trono de la Caridad, refugio de la Esperanza, esplendor pródigo de dulcísimos consuelos, amparo del desvalido, atrae los ojos, los pasos, los corazones! Ante el tabernáculo arde la lámpara, solitaria, guardiana del sagrario, sin más objeto que alumbrar, porque la luz es el conocimiento de Dios: lámpara santa y misteriosa, suave y constante holocausto, llama permanente, como la eterna misericordia, que arde como el amor, silenciosa como el respeto, alegre y tranquila como la esperanza. Los destellos y reflejos de esta luz recortan y abrillantan algunos puntos salientes de los follajes y molduras del dorado retablo, dándoles la apariencia fantástica de ojos que velan en religioso insomnio. Allí nada distrae la mente: aquella completa inmovilidad, aquel no interrumpido silencio, forman como una suspensión de la vida, que no es la muerte, que no es el sueño; pero que tiene de aquélla la solemnidad, de éste la dulzura.
Tal estaba la iglesia de Alcalá cuando entraron en ella, alumbrados por la linterna de la repugnante gitana, los forajidos, llevando con ellos a empellones y por fuerza, al desventurado Pedro.
-Soltadle y cerrad, y atrancad esa puerta, dijo Diego.
-Va a gritar y nos va a descubrir, le respondieron los otros.
-¡Soltadle, digo! repuso el capitán. ¿Quién le ha de oír? ¿qué ha de hacer?
-Puede gritar, contestó León, que, ayudado por la gitana, despojaba el altar mayor de las alhajas de plata que lo adornaban.
-Pues estad a la mira, replicó el capitán.
Y dos, sin duda más tímidos, y que no querían poner la mano sobre cosas santas, se acercaron a Pedro.
Éste, que como todos los que se contienen, era impetuoso e incontrarrestable cuando le sacaban de sí las circunstancias, prorrumpió recobrando su energía:
-¡Abajo esos sombreros, herejes, que estáis en la casa de Dios!
-¡Pronto! ¡una mordaza! gritó furioso el capitán.
Y al punto le pusieron a la boca un pañuelo, siendo inútil la resistencia.
Pero, a pesar de que el pañuelo le ahogaba, al ver que la gitana y León rompían la puerta del sagrario, hizo Pedro un esfuerzo desesperado, y cayó de rodillas gritando:
-¡Sacrilegio! ¡sacrilegio! -¡Voz tremenda que recorrió las capillas, que retumbó en la bóveda, como entre las nubes el trueno, y que despertando al magno y sonoro instrumento, que suele acompañar al imponente De profundis, y al glorioso Te Deum se perdió entre sus cañones de metal, como un doloroso gemido! -Un momento de terror frío sintieron aquellos miserables. ¡Tembló el mismo Diego! -Pero pronto, repuesto, se acercó furioso a Perico, le arrojó contra las losas del pavimento, le pateó, le maldijo, y mandó a los demás que le matasen a culatazos si profería una palabra. El infeliz, en tierra y maltratado por aquellos bandidos, balbucía confuso:
-¡Misericordia, Señor, misericordia!
-¡Matadle si chista! repitió Diego, y despachemos pronto; que se va aclarando la noche, y nos pueden ver al salir de aquí.
Efectivamente las nubes se rompieron, y un rayo de luna entró en este momento por una alta claraboya de la iglesia, y fue a besar el pie de una milagrosa imagen de la purísima Concepción.
-¡Maldita luna! gritó la gitana, añadiendo imprecaciones horribles. Espantados todos de verse unos a otros al brillo de aquella repentina claridad, apresuraron el despojo y consumaron el sacrilegio.
Salieron por último, y cuando la gitana los vio partir a caballo cargados con las riquezas, se volvió a ocultar en la tierra.
Aún no doraba el sol la Giralda cuando cargados con su botín llegaron los ladrones cerca de Sevilla. Dejaron sus caballos en un olivar al cuidado del Presidiario, y entraron por diferentes puertas cada cual, reuniéndose en un lugar apartado y señalado por la gitana, en el cual un platero ya prevenido, recibió, pesó y pagó las alhajas. Pero cuando los ladrones volvieron al lugar en que habían dejado al Presidiario con los caballos, nada hallaron.
-¡El perro nos ha vendido! dijo uno.
-¿Y a qué? repuso Diego; tiene aquí su parte, que supone más de lo que pudiese valerle su traición.
-Habrá visto gente y se habrá refugiado al Cuervo, dijo Perico.
Encamináronse hacia la hacienda, dejándose caminos y carriles y metiéndose por los olivares.
Mas allí tampoco hallaron al Presidiario.
-¡Mi pobre Corso! dijo Diego, y una lágrima amarga como acíbar brilló un instante en sus ojos. Mas reponiéndose al momento: estamos vendidos, dijo; ea pues, a salvarnos. Río abajo; al coto del Rey, a Ayamonte; a Portugal: algún día le hallaré, ¡y más le valiera en ese día no haber nacido!
Iban a salir, cuando se presentó la gitana a reclamar su parte en el robo. Todos la asaltaron a preguntas sobre la desaparición del Presidiario; pero nada sabía, y manifestó mucha inquietud.
-No estáis seguros aquí y os debéis ausentar cuanto antes, les dijo. El hijo mayor de la condesa de Villaorán ha jurado vengar la muerte de su hermano; ha pedido tropa al capitán general, y os anda persiguiendo. Me temo que haya sorprendido al Presidiario. Por mí me voy: el suelo arde bajo mis pies.
-¡Que no te quemara! exclamó uno.
-¡Qué no te tragara! exclamó otro.
La vieja desapareció en silencio entre los olivos como una víbora, después de haber dejado su veneno en la mordedura que ha hecho.
-¡El atentado en la casa de Dios! dijo el primero.
-¡Despejar un sagrario! añadió otro.
-Ea, callarse, gritó Diego: ¿a qué viene ya eso? A lo hecho pecho. Andemos.
Pero en este instante se oyeron pasos de caballos; y Perico, que Diego había puesto de vigilante, entró corriendo a avisar que llegaba el Presidiario con los caballos. Una aclamación general de alegría acogió al Presidiario, el que contó que habiendo divisado tropa había tenido que esconderse, y sólo pudo volver dando grandes rodeos. Mas ahora, añadió, no perdamos tiempo, somos perseguidos, Capitán, aquí tenéis a Corso; os lo he cuidado bien, que ya sé lo que lo queréis.
Diego acariciaba lleno de gozo al noble animal, jurándole mentalmente no volver nunca a separarse de él.
Apresuraron su marcha, y al entrar en un desfiladero, resonó repentinamente un grito formidable al frente, a sus espaldas, sobre sus cabezas:
-Rendíos al Rey.
Una partida de caballería los cercaba; dos pistolas apuntaban al pecho de Diego; un hombre tenía cogida la brida de su caballo.
Diego volvió la vista en derredor con no desmentida calma, conociendo el poder de su caballo, que tenía enseñado. Con la rapidez del rayo sacó su puñal, hirió con él las manos que sujetaban las riendas, apretó con fuerza las rodillas a los hijares de su caballo, se echó sobre su pescuezo y le gritó:
-¡Ea, Corso, salva a tu amo!
El noble y entendido animal se empinó convulso; pero cayó desplomado sobre su cuarto trasero; hizo vanos esfuerzos para levantarse... ¡Estaba desjarretado!
Diego conoció el golpe y la mano que lo había dado: frenético de rabia saltó al suelo; pero había desaparecido el infame entre el tropel que se agolpaba en el desfiladero.
Cogieron a Diego, que no hizo resistencia.
Al salir de aquel estrecho sitio, volvió Diego la cabeza y echó una última mirada sobre su caballo, que siempre inmóvil le seguía tristemente con sus grandes ojos.
Sólo a un alma del temple de la de Diego, a su energía agreste, a su fuerza de voluntad, era dado disimular bajo una calma que desafiaba a todo temor, la furia que en su pecho ardía, y el dolor que destrozaba su corazón.
Desarmaron los soldados a los bandoleros y les ataron los codos a las espaldas.
-¿Cuál es, preguntó el conde de Villaorán al verlos reunidos; cuál es el que mató a mi hermano?
Los ladrones callaron a una mirada de Diego, que preso y maniatado les imponía aún.
-¿Quién fue? volvió a preguntar el conde con voz ahogada por la ira.
-Yo fui; dijo Perico.
El conde se volvió hacia aquel mozo cabizbajo, en el que no había parado la atención; mas al fijar en él sus ojos, un grito de asombro salió de sus labios.
-¡Tú! exclamó: ¡Perico Alvareda! ¡Iniquidad sin nombre!: ¡perversidad sin ejemplo! ¡Pobre Ana! desventurada madre que te dio el ser: ¡desgraciados hijos! ¡infeliz Rita! Pues sábelo, desalmado, prosiguió el conde con vehemencia, tu mujer ha trabajado con incesante celo y actividad para conseguir tu gracia. Los tribunales y los jueces la vieron siempre a sus pies. Ventura te perdonó antes de morir. Pedro te ha perdonado. Mi desventurado hermano fue el celoso e incansable agente de los tuyos. Consiguió tu gracia del rey. Todos te buscaban con ansia, y él más que todos. Te halló... ¡Oh! que nunca te hubiese hallado!
Diego, que había observado el inmenso dolor que con el frío y la palidez de la muerte se pintó en el semblante desencajado de Perico, y que le vio bambolearse, dijo al conde:
-¡Señor, no veis que lo matáis!
-No me anticiparé al verdugo, contestó el conde montando sobre su caballo. ¡A Sevilla!
-¡Ánimo! murmuró Diego al oído del anonadado Perico. Míranos, todos vamos a morir y todos estamos serenos.
En Sevilla entraron entre las maldiciones del pueblo horrorizado de sus últimos delitos; pero aun fue mayor la indignación cuando vieron venir libre entre ellos al infame traidor que los había vendido. Era este el vil Presidiario, que de esta suerte compraba su gracia y obtenía el premio prometido al que entregase a Diego, el afamado bandolero, que por tanto tiempo burló los esfuerzos de sus perseguidores.
Tuvo el Presidiario que huir y esconderse para ponerse a salvo de los insultos de que era objeto. Al anochecer, llamó a la puerta de una mal afamada tienda de bebida en el arrabal de la Macarena; mas apenas lo hubo conocido el dueño le dijo:
-Hazme el favor de irte por donde has venido.
-¿Qué es eso? dijo el Presidiario; ¿desde cuándo se recibe aquí a los amigos de este modo?
-Por tu bien te lo digo, respondió el dueño, pues si te hallan aquí los muchachos, no quisiera yo estar en tu pellejo. Sigue mi consejo, y pon los pies en polvorosa, y ligero, sin volver la cara atrás.
-Pues mire Vd. quien habla. Ellos, que son más malos que yo y capaces de vender a sus padres por una peseta.
-No digo que no: son a cual peor; pero yo no quiero jarana en mi casa, repuso el dueño. Ea, andandito se va a Roma, prosiguió empujando al Presidiario fuera de la puerta, que cerró diciendo:
-La Magdalena te guíe, que es la que guía a los enamorados.
-Y a los arrepentidos, añadió una voz que pareció salir de la misma oscuridad; ¡y te arrepentirás, cobarde!
A la mañana siguiente se halló tirado al pie de la pared del cementerio el cadáver de un hombre cuyo corazón estaba atravesado de una puñalada: era el del traidor.
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