La familia de Alvareda Tercera parte: 6
Tercera parte
Capítulo VI
editar¡Cuál se le pintaron al infeliz Perico en esa lúgubre noche las escenas de su tranquila felicidad doméstica, ya para siempre perdida! ¿Y qué las reemplazaba? ¡Su espantosa situación presente!
Nada se movía en sus derredores, en que sólo veía la triste monotonía de la noche como la de su infortunio, un fuego abrasador como su conciencia, una oscuridad fría e impenetrable como la de su porvenir.
-¡Poder de Dios! se decía. ¡Esto veo; esto recuerdo, esto sufro y no muero!
La roja y vacilante llama de la hoguera arrojaba de cuando en cuando una ráfaga de brillante claridad sobre las oscuras y estrañas formas de las ruinas, dejándolas en seguida en negra sombra, en las que parecían querer refugiarse como un casi borrado recuerdo en el olvido.
Oía su sobresaltada mente suspiros en el silencio, y veía horrores en la oscuridad. Quejidos le acusaban, dedos le amenazaban, ojos le miraban... y no, no se había engañado: al definir y realizar la clara luz de la llama, que se avivó movida por el viento, los objetos, vio Perico tras de uno de los paredones, que aún en pie miraba a sus pies los trozos, derrumbados por el tiempo, unos duros y negros ojos que se clavaban en él. Perico quedó tan asombrado y suspenso entre lo figurado y lo positivo, que no supo si ponerse al amparo del cielo con una señal de la cruz, o bajo el de los hombres, dando la señal de alarma.
Vio entonces salir de detrás de la ruina de piedra una ruina humana, de detrás de la degradación del tiempo, la degradación de la infamia: era una repugnante, vieja y sucia gitana. Cubrían sus descarnados miembros unas enaguas de bayeta parda, que se confundían con el tinte de las ruinas; cubría su pescuezo un pañuelo, y sus lacias canas una mantilla de bayeta negra.
Perico quedaba inerte como la estatua del estupor, o cual si fuese aquella rechazadora faz la de Medusa.
-No hay cuidado, dijo al acercarse aquella visión; no hay que alarmarse, que no vengo con malos fines; podéis estar descuidado. Sabía que estabais aquí, y he hecho cundir la voz que marcháis hacia la Sierra de Ronda, y que os han visto hacia Espera y Villa Martín.
-¿Pues a qué venís? exclamó Perico, instintivamente repulsado por aquella mujer.
-Para proporcionaros un golpe de suerte, que baste a asegurarla para siempre, respondió ésta.
-Poca confianza inspira, repuso Perico, la que vos podáis proporcionar.
-¿Porque tengo malas trazas? dijo la gitana. ¡Y qué! si bajo una mala capa hay un buen bebedor. Pues a las manos les traigo un tesoro, no hay sino alargarlas.
-¡Un tesoro! preguntó Perico, en quien esa palabra, en lugar de codicia, hizo nacer la idea de que aquella vieja estaba demente. ¿Un tesoro? repitió; ¿y dónde se halla?
La vieja, que en esa pregunta sólo vio lo que contaba hallar, avidez y sed de oro, se acercó a Perico, y como si temiese que el hálito de la noche interceptase al pasar sus palabras, y que el anatema las anonadase en el aire, le murmuró al oído:
-En la iglesia.
Perico, aterrado, dio un paso atrás; mas dando en seguida el avance de un tigre, agarró a la gitana, y echándola fuera de aquel recinto, sólo pudo articular con ahogada voz:
-¡Idos!
-No me voy, dijo la vieja sin intimidarse, que quiero hablar con el capitán y con el Presidiario, y les hablaré.
En la angustia de que así lo ejecutase, y para forzarla a alejarse, sacó Perico un puñal que blandió, y cuya hoja brilló a la luz de la llama.
La gitana dio voces, los ladrones se despertaron.
-¡Qué es eso! gritó Diego. ¡Qué sucede! ¿Perico, vas a matar a una mujer?
-No, no, no la quiero matar, exclamó Perico, no quiero sino ahuyentarla.
-Y eso, dijo la vieja, porque he venido hasta aquí despreciando riesgos y fatigas, para proporcionaros el medio de salir de esa vida arrastrada que lleváis, haciéndoos ricos de una vez, como le sucedió al Rubio de Espera, a quien un robo considerable proporcionó el poder ir más allá de los mares a pasarse buena vida.
Los ladrones se agruparon al derredor de ella. El Presidiario le presentó un trozo de pared caído, como un sillón de presidencia.
-¡No la escuchéis! ¡No la escuchéis! exclamó Perico fuera de sí; ¡propone un sacrilegio!
-Señor, dijo el Presidiario a Diego, decid a ese padre agonizante que calle, y no sea como el agua por San Juan, que quita vino y no da pan. A los ciegos por la calle es, y se les escucha. Dejar que hable esta mujer, y veremos lo que trae; con mil de a caballo que calle ese triste avejorro.
Diego titubeó, mas se volvió hacia la vieja. Entonces Perico vio el golpe perdido, pues Diego era siempre y todo de su primer impulso; y desesperado se alejó dando vueltas como un insensato por los olivares.
Todo lo había calculado la gitana, y sus medidas estaban bien tomadas. Las grandes ventajas, tan altamente ponderadas, las dificultades tan fácilmente vencidas, las precauciones tan bien combinadas que esplayó largamente, produjeron su efecto. La tentación que ofrece flores con una mano, y con la otra oculta abrojos, convence a unos y seduce a otros. Todas las medidas se tomaron, se convino en las señas y horas, y antes que los gallos anunciasen, como sus fieles centinelas, el día, la cuadrilla se encaminaba hacia la solitaria hacienda del Cuervo, y la vieja se rastreaba cual astuta y venenosa serpiente a su cueva en el monte de Alcalá; allí, en el seno de la tierra donde concibió el atentado, para el cual de noche, entre ruinas, sedujo a malhechores, atentado que se había de perpetrar en el templo de Dios.
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