La familia de Alvareda Tercera parte: 8
Tercera parte
Capítulo VIII
editarHallábase entonces la cárcel de Sevilla mal situada en una calle estrecha y de las más céntricas de esa ciudad. Era un edificio de mal aspecto, mezquino, adusto, al que faltaba la severidad de la autoridad legal y la dignidad que debe la humanidad a la desgracia, aun a la culpable. A pocos pasos de este horrible centro de maldad tosca y cínica degradación, concluía la calle en la gran plaza de San Francisco, plaza irregular y entre larga, pero que conserva los edificios que la hacen la plaza más considerable de la insigne decana de Andalucía. A la derecha se ostentan las casas capitulares, cuya preciosa arquitectura es tenida por los naturales y forasteros por una de las galas de la joyera de Sevilla, lo cual no obsta a que por dos veces se haya pretendido derribarlas en estos días por los vándalos de la ilustración, a los cuales tenemos por más destructores que los de la barbarie. A la izquierda, formando un ángulo saliente, se presenta el regular y severo edificio de la Audiencia, ese tribunal a quien da su poder omnímodo la justicia, y que corona como una estrella de clemencia su reló que atrasa diez minutos, respetable ilegalidad, porque esos diez minutos más de vida se dan al reo antes de señalar la hora cruel de su esterminio; que todas las leyes y costumbres de la vieja España llevan el sello de la caridad: diez minutos no son nada para el que pasea tranquilo por la senda de la vida; ¡pero son tanto para el que va a morir! Diez minutos en el umbral de la muerte pueden decidir del fallo sobre la eternidad; diez minutos podría retardarse un inesperado, pero posible indulto. Pero aunque no existiesen estas consideraciones espirituales y temporales, aunque ese grave acuerdo de nuestros mayores no fuese sino la limosna de diez minutos de vida concedida al que va a morir, esta limosna siempre probaría que aun a sus más severos fallos supieron aquellos jueces católicos imprimir un sello de caridad. Así lo reconoce el pueblo que sabe y tiene en mucho esta institución, que es una de las que más reverencia. ¡Oh, España! ¡qué ejemplos has dado al mundo en todos ramos, tú que hoy se los pides a los estraños!!!
A un lado del ayuntamiento, formando ángulo entrante, se halla el convento de San Francisco, con su gran compás y su grandiosa iglesia. Los demás frentes de la plaza los forman portales, que, como antiguos festones de piedra, guarnecen los costados de la plaza, la que en el estremo opuesto al que al principiar mencionamos, tiene una gran fuente de mármol, cuyas aguas son tan constantes y duraderas en su corriente como el recipiente en su materia.
Veíase aquel día la plaza de San Francisco y sus calles adyacentes cubiertas de una inusitada multitud de gentes. ¿Qué las reunía? ¿A qué iban allí? ¡A ver morir a un hombre! Pero no; no a ver morir, sino a ver matar a su hermano. ¡Morir! morir es solemne, pero no horrible, cuando el ángel de la muerte es el que cierra suavemente los ojos ya quebrados de la criatura, y da así alas al alma para elevarse a otras regiones. Pero ver matar, matar por mano del hombre en la congoja del espíritu, en la agonía del alma, en las torturas del sufrimiento; esto espanta. ¡Y van, y se apresuran y se atropellan para estar cercanos al suplicio del atentado legal! Pero no es el placer, ni la curiosidad, la que atrae allí a aquella multitud azorada; es esa funesta ansia de emociones que siente el contradictorio corazón humano; esto se lee en aquellos rostros a la vez pálidos y ansiosos.
Un murmullo sordo corría por aquella apiñada muchedumbre, en medio de la cual se alzaba ese gran esqueleto, ese pilar de vergüenza, de la agonía, ese usurpador de la misión de la muerte, ese solar del abandono que sólo arrostra el sacerdote; el estremecedor cadalso, que se construye de noche a la mustia luz de linternas, porque los hombres que lo alzan tienen vergüenza de que los vea el sol de Dios, y los miren sus semejantes. Esta muchedumbre se estremecía a intervalos al oír la lúgubre campana de San Francisco doblar por un vivo, que ya sólo existía para Dios, ¡pues el mundo lo había borrado de la lista de los vivientes! Doblaba tan profundamente triste, cual si esta voz de la iglesia, a la vez de subir a Dios en súplica encomendándole un alma, bajase como sentida y grave amonestación a los mortales; así toda aquella asombrosa solemnidad que con el aire se respiraba y oprimía el pecho, parecía decir: ¡morid, culpables, morid en sacrificio espiatorio, por esta humanidad pecadora y también degradada...!
Sólo la fuente, pura y limpia, seguía tranquila con su clara voz, su suave y monótona cantinela, ajena, cual la niñez y cual la inocencia, a los horrores de la tierra. ¡Oh, inocencia, emanación del paraíso, que aún respiran en nuestra corrompida atmósfera los niños y aquellos seres privilegiados que tienen, como la Fe, una venda sobre los ojos para creer sin ver, y otra sobre el corazón para ver y no comprender; que tienen, como la Caridad, el corazón en la mano, y como la Esperanza, los ojos fijos en el cielo; cérquente siempre el respeto, el amor y la admiración, que, como hija del cielo, mereces!
Existen dos clases de caridad; la una es la que alivia los padecimientos materiales, materialmente y con dinero: esa es bella y generosa, pero fácil y socialmente obligatoria. La otra es la que alivia las angustias morales moralmente: esta caridad es sublime y divina.
Entre éstas es poco celebrada por el mundo, que tantas ocasiones halla para censurar y tan pocas para elogiar, la hermandad de la caridad. ¿Y quiénes componen esta admirable congregación? ¿Son acaso aquellos que gastan tanto papel y fraseología en favor de la humanidad, filantropía y fraternidad? No; ninguno se digna entrar en esta corporación, que se compone en la mayor parte de la aristocracia de los pueblos en que se ha establecido. ¿Y por qué? Porque de la teoría a la práctica, así como del dicho al hecho, hay un gran trecho.
Veíanse por las calles de Sevilla, algún tiempo después de lo referido en el último capítulo, los principales caballeros del pueblo recorrer la ciudad con una esportilla en la mano, repitiendo en voz grave esta frase:
Para los infelices que van a ajusticiar.
Ahora bien, quitando el mérito, la sinceridad y humanidad en estos hombres; quitando, si hacerse pudiese, la ventaja y provecho de esta hermosa obra de caridad en quien la hace y en quien la recibe; mirando, decimos, este hecho despojado de todo; ¿no es por sí solo un grande y magnífico ejemplo al pueblo? ¿Una práctica lección, que vale algo más que los papeluchos venenosos que lo rebelan y desencadenan sus malas pasiones en provecho ajeno?
En la cárcel estaban en capilla Diego y los de su banda, acompañados alternativa y constantemente por otros hermanos, que dejando sus casas, sus comodidades y quehaceres, venían a tomar parte en esa agonía prolongada, aliviando los últimos momentos de esos infelices, previniendo sus deseos cual no lo son los de los reyes, y echando bálsamo en la herida de la espada de la justicia.
El conde de Cantillana y el marqués de Greñina, dos de los más celosos y consagrados miembros de esta santa hermandad, habían ido al juzgado que se establece y queda erigido en la cárcel mientras dura la conducción al cadalso y la ejecución de los reos, para pedirle los cadáveres de aquellos infelices. Esta es la fórmula adoptada por esa magnífica y enternecedora institución católica:
«Venimos en nombre de José y de Nicodemus a pedir permiso para descender el cadáver del suplicio.»
El juez se los concede, y se retiran.
Cada reo tenía a su lado su confesor, santo báculo con el cual se hacen firmes los pasos que llevan al cadalso.
Cuando Perico hubo concluido su confesión sacramental, le dijo al venerable monje que le asistía:
-Mi nombre no es sabido, pues sólo me conocen por el de Perico el Triste; pero como entre el cielo y la tierra no queda nada oculto, tarde o temprano sabrá mi gente mi suerte. Padre, haga usted la caridad de cumplir mi último deseo. Sea Vd. el que le lleve la nueva a mi madre. Dígale Vd. cómo he muerto arrepentido y contrito, y no tan criminal como aparece. El mal es un derrumbadero en que es uno arrastrado por el peso de la primera culpa, cuando se llega a cometer, y esta culpa, que tanto me ha pesado y me pesa, la cometí porque preferí una cosa vana, que los hombres llaman honra, y que se compra a veces con sangre, a los preceptos del Evangelio, que hacen del sufrimiento una virtud, y del perdón un precepto. ¡Oh padre, cuán otras aparecen las cosas de la vida en el umbral de la muerte! Dígale Vd. a mi pobre hermana, a quien le maté el novio, que le encargo uno inmortal que no la engañará nunca. Al tío Pedro que sé que me ha perdonado, así como lo hizo su hijo, y que llevó ese consuelo a la tierra y mi agradecimiento a Dios. A Rita, que viví y muero queriéndola, y que si hubiese vivido, jamás le habría recordado lo pasado, puesto que se arrepintió. A mi suegra, que tan buena es, que me encomiende a Dios: y mis pobres hijos... mis huérfanos... que no sepan, si posible es, la suerte de su padre; que los ben... di... go...
Aquí reventó su destrozado corazón en sollozos.
El padre que le oía, persuadido de la inocencia de corazón de aquel hombre arrastrado al delito, exasperado y ciego por cuanto puede desesperar y sacar de tino a un marido, a un hermano, y a un valiente y empujado a la vida airada por las circunstancias, la necesidad y su falta de energía, padecía el tormento del que ve naufragar a sus pies un barco sin medio ni arbitrio alguno de salvarle.
Las continuas y activas gestiones que hacía Rita para descubrir el paradero de su marido, cuya gracia por medio de buenas almas había obtenido del rey, la trajeron aquel día con su madre a Sevilla.
Al querer atravesar la plaza de San Francisco, ven una multitud de gente agolpada en ella. Preguntan la causa de este bullicio y les señalan el cadalso.
Quieren huir; pero las gentes que tras ellas se han agolpado, se lo impiden. Se aproxima el reo, todos prorrumpen en esclamaciones de lástima: «¡qué joven es, dicen: qué aire tan conforme y humilde lleva! ¡pobrecillo! Ese es el que llaman Perico el Triste: dicen que su mujer, una bribona, lo ha perdido».
Violentamente late el corazón de Rita. Pasa el reo, lo ve; ¡lo ha conocido! Un grito, cual jamás otro desgarró el aire, resonó por la plaza. Perico se para. Padre, dice, ella es, es Rita.
-Hijo mío, responde el padre: no pienses sino en Dios, a cuya presencia vas a parecer contrito, reconciliado y bienaventurado, llevándole tu espiación.
-Padre, quisiera a lo menos verla antes de morir.
-Hijo, piensa en el amargo castigo y glorioso alumbramiento que vas a recibir del hombre, que es la mano de tu destino.
Perico quiere volverse.
-¡Adelante! manda el sargento.
Sube al cadalso, se postra ante su padre espiritual, que lo bendice con calma frente y alma destrozada, besa con ansia y fervor el crucifijo, ese otro cadalso en que espió el hombre Dios culpas ajenas; vuelve aún los ojos hacia donde sonó la voz que hirió su corazón, se sienta en el banquillo, le atan y le colocan el garrote al cuello; el verdugo está detrás, el sacerdote entona el credo, el verdugo tuerce el tornillo, un grito unánime suena en la plaza, «Ave María Purísima». Con esta invocación de la Madre de Dios se despide la humanidad del condenado, a quien la mano del verdugo separa de ella.
El verdugo tapa la cara al ajusticiado con una paño negro.
Un silencio profundo reina en la plaza, sobre la cual, como el verdugo el paño, estiende la muerte sus negras alas.
A Rita la sacaron accidentada algunas personas compasivas, y la llevaron a una posada. Su estado era terrible, las convulsiones en que se destrozaba la dejaban pocos instantes de conocimiento, y en éstos se demostraba su desesperación de un modo tan espantoso, que era preciso sujetarla como a una demente. En varios días no fue posible trasladarla a su casa. Al fin trajeron sus parientes una carreta para llevarla. La acostaron en ella sobre un colchón; pero ninguno quiso acompañarla por vergüenza. Sólo María iba con su hija, sosteniendo en sus faldas la cabeza de aquélla, cuyo largo cabello negro caía cubriéndola toda, como para ocultarla a las curiosas e indiscretas miradas.
-Allí va, decían al verla pasar, la mujer del ajusticiado, que por su liviandad envió a su marido al cadalso; y los bueyes no apresuraban su lento paso, cual si también ellos tuviesen misión de infligir el castigo de la reprobación a aquélla que con tanta audacia la había afrontado.
María iba como una resignada mártir. El suave temple de su alma la hacía como elástica para poder encerrar en ella sin estallar la inmensidad del sufrimiento. De cuando en cuando se estremecía Rita, prorrumpía en gemidos y apretaba convulsivamente las rodillas de su madre. Ésta nada decía, pues no hallaba palabras de consuelo para tal dolor.
Al anochecer llegaron al lugar. La carreta se paró a la puerta de su casa, y bajaron en brazos a Rita. Ve ésta en casa de su suegra una de las ventanas abierta de par en par. Rita se arranca de los brazos que la sostienen y se precipita a la reja.
En medio de la sala que ella habitó en tiempos felices, está un féretro. Cuatro cirios vierten su grave y solemne luz sobre el sereno cadáver de Elvira. Está blanca como su mortaja, sus manos están cruzadas y en su brazo derecho pasa una palma, símbolo consagrado a la virginidad. Así, sencilla y en actitud de orar, yace la católica doncella del pueblo. El contrasentido moderno de ataviar la muerte, hace estremecer la razón. ¿Qué objeto se lleva en despojar a los cadáveres de su augusta majestad, pintarrajeando su palidez imponente, descruzando sus manos antes santamente unidas en señal de implorar la misericordia divina, cubriendo los fríos e inertes miembros con sus vestidos de fiesta, poniendo en las frías e inertes manos un ramo de flores de color, símbolo de alegría y de regocijo? ¿Cosa tan ligera y alegre os parece la muerte, que preferís a una oración por el alma, un elogio para el cuerpo, pasto ya de gusanos?
En el testero de aquella sala abandonada se veían aún las yerbas secas que formaron el nacimiento.
A los pies de la sala estaba sentada Ana, cual otro cadáver, pálida e inmóvil.
A uno de sus lados estaba Pedro, al otro el religioso que acompañó a Perico al suplicio.
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