La familia de Alvareda : Epílogo
Epílogo
editarAños después de lo referido fue el marqués de*** a pasar una temporada en una hacienda a Dos Hermanas.
Una tarde que volvía al anochecer de la hacienda de uno de sus parientes, al pasar cerca de un olivo, notó que el guarda y el capataz que le acompañaban se quitaron el sombrero. Miró y vio clavada en el olivo una cruz roja.
-¿Ha habido en estos sitios pacíficos una muerte? preguntó.
-Sí señor, contestó el guarda; aquí mataron al mozo más guapo y más gallardo que jamás pisara Dos Hermanas.
-Y el matador, añadió el capataz, era el mozo más honrado y más hombre de bien del lugar.
-¿Pues cómo fue eso? preguntó el marqués.
-Señor, contestó el guarda, el vino y las mujeres; la causa de todas las desgracias.
Y fueron repitiendo por el camino los sucesos que hemos trasladado, con todos sus pormenores y circunstancias.
-¿Y existen todavía algunos de la familia en el lugar? preguntó el marqués, profundamente interesado en el relato.
-No señor, contestaron. El tío Pedro murió al año. La mujer de Perico se quería dejar morir; pero el religioso que auxilió a su marido la persuadió a que hiciese por vivir por sus hijitos, que así era la voluntad de Dios y de su marido. Pero como debería haber tenido cara de baqueta para quedarse aquí, donde todos conocían y querían al marido, se fue con su madre a la sierra, donde tenían parientes. Uno que vino de ella días pasados, y que la vio, dice que no parece la misma. Las lágrimas le han hecho surcos, está más delgada que la guadaña de la muerte y no goza salud.
-¿Y la madre? preguntó el marqués.
-La pobre tía Ana, murió cabalmente anteayer. La infeliz parecía una sombra, estaba doblada, cual sí anduviese buscando su sepultura como lecho de descanso.
Habían llegado en esto al pueblo, y al pasar por una casa grande y oscura, dijo el capataz:
-Esta es su casa.
El marqués se detuvo y en seguida entró.
Una anciana, parienta de la difunta, habitaba sola aquella casa triste y vacía, sobre la cual en aquel instante se estendía la blanca luz de la luna como una mortaja.
-¡Qué destruidos están esos arriates! dijo el marqués.
-No era así, repuso la anciana, cuando los cuidaba aquella pobrecita niña, que cerró los ojos el día que supo la justicia de su hermano para no volverlos a abrir a los horrores de la tierra: los tenía ella llenos de flores, que prevalecían como hijas al cuidado de una madre.
-¡Oh! exclamó el marqués, ¡qué dolor! ¡este magnífico naranjo se ha secado!!
-Si era más viejo que el mundo, señor, dijo la anciana, y estaba hecho a mucho mimo y mucho cuidado. Desde que la pobre Ana perdió a sus hijos, ni ella ni nadie se cuidaba de él, y se secó.
-¿Y este perro? preguntó el marqués, viendo a un pobre perro viejo y ciego, retirado en un rincón.
-¡El pobre Melampo! Desde que faltó su amo se puso triste y cegó. Ana me recomendó antes de morir que lo cuidase: fue casi lo único que la pobre habló; pero no será menester, porque cuando salió el cadáver se puso a ahullar, y desde entonces no ha querido comer.
El marqués se acercó.
El perro estaba muerto.