La familia de Alvareda Tercera parte: 5
Tercera parte
Capítulo V
editarEspantosa era para él la vida que llevaba Perico. Arrastrado por la necesidad y por el ascendiente que ejercía la vigorosa influencia de Diego; arrastrado como él por una desgracia en la vía criminal; pero una vez en ella adoptándola sin vacilar, como un guerrero una armadura de hierro, sin fatigarle ni su peso ni su dureza. Perico seguía como una opaca sombra a esos desalmados, detestándolos. Era como el plateado pez de un tranquilo lago de agua dulce, que arrastrado por una fatal corriente es llevado al mar, en cuyas amargas y agitadas aguas agoniza sin poder huir de ellas. A veces cuando bajo sus ojos se cometía un crimen, quería en su desesperación acabar de una vez sus torturas, entregándose a sí mismo a la justicia; pero lo detenía la vergüenza y la falta de energía para sobrellevarla. Era odiado de los demás, que le apellidaban el Triste, pero le sostenía la poderosa protección de Diego.
Diego se sentía arrastrado hacia aquel hombre, al que había salvado la vida, hacia aquel hombre que era bueno y honrado, porque la tosca y dura naturaleza de Diego era fuerte y noble, y no había descendido al peor grado de la maldad, que es odiar lo bueno. Sin llegar a la exageración novelesca que hace de un bandido o un pirata un héroe, estamos más lejos aun del clásico puritanismo que hace de un ladrón un monstruo tal, que no cabe en él un sólo átomo de humano, desmintiendo así, en honor de la moral sistemática y de la policía matemática, los conocidos hechos de valor, generosidad y nobleza que se han visto en jefes de tales bandas. Sólo el llegar a ser gefes de semejantes hombres, prueba una inmensa superioridad, conservando un predominio que en nada se apoya ni nada sostiene, sino su propia fuerza.
En una ocasión en que había llegado en sus correrías la banda hacia las ventas de Alocaz, llegó exhalado uno de los espías que tenían en Utrera, avisándoles haber salido de allá con dirección a las Ventas, una partida de migueletes, sin duda avisada por viajeros recientemente despojados. Apresuráronse los bandoleros a meterse en un olivar; pero apenas internados, fueron sorprendidos por otra de caballería.
Enjablase entonces un tiroteo mortal, en el que esos hombres que peleaban por sus vidas, lo hicieron con denuedo.
-Perico, le dijo Diego, ahora o nunca es la ocasión de demostrar que no comes tu pan sin ganarlo: aquí va de fuerza a fuerza; a ellos, si eres hombre.
Al oír estas palabras, Perico, aturdido y como un hombre ebrio, se arrojó ante las balas, disparando sus armas sobre esa pobre tropa, que sacrifica todo, hasta su vida, por el bien de la sociedad, que en su egoísmo ni se lo agradece siquiera, sucediéndole como a los confesores y médicos, que son burlados en sana salud y llamados con ansia cuando se está en peligro. Un bandolero fue muerto, dos soldados heridos, y una bala de Perico, tirada casi a quema ropa, mató al comandante de la partida. La consternación que causó esta catástrofe dio lugar a que los ladrones huyesen.
Salvaron a Utrera, pasaron por las haciendas de la Chaparra, de Jesús María y Venagila, y llegaron al anochecer exhaustos a Valobrego. Este valle, no lejos de Alcalá, está circundado por cerros y olivares. En su parte más aislada, al borde de un arroyo, están las ruinas de un castillo moruno, llamado Marchenilla. Al pie de estas solitarias ruinas cayeron rendidos caballos y jinetes. Apagaron su sed en el arroyo y encendieron una hoguera entrada que fue la noche, y todos se echaron a dormir, menos Diego y Perico.
-Mal día, Corso, dijo Diego, acariciando su hermoso potro, que bajaba y levantaba con gracia su fina cabeza, de manera que parecía a la vez confirmar lo que le decía su amo y decirle: ¿Qué importa, si os he salvado?
-Mala vida te doy, hijo mío, prosiguió el ladrón, que amaba profundamente a su caballo, porque era lo único que amaba en el mundo.
El caballo, como si lo hubiese comprendido, dio un alegre relincho, se puso en dos pies, se bamboleó en ellos, y se dejó caer al lado de su amo, presentándole la frente para que se la acariciase.
-¿Qué será de ti, si me prenden? dijo el ladrón, apoyando su cabeza en el pescuezo de su caballo, que quedó inmóvil.
-Por cierto, dijo Diego al sentarse en la lumbre en frente de Perico, que a ti debemos el haber escapado hoy a tan poca costa.
-¿A mí? preguntó Perico sorprendido.
-Sí, respondió el capitán, puesto que venía la partida mandada por un oficial valiente, que no entendía de chicas y conocía el país, el hijo de la condesa de Villaorán, que nos hubiese dado que hacer, a no haberlo muerto tú.
-¡Dios me favorezca! exclamó Perico poniéndose en pie y levantando sus cruzadas manos al cielo: ¿Qué decís? ¡El hijo de la condesa estaba allí, y yo le maté!
-¿De qué te espantas? respondió Diego: ¿Creías, acaso, que estábamos tirando anises? Caramba, añadió con impaciencia, que me vas amostazando. ¿Pues no pareces un cómico de la legua con tanto ademán y tanto hipío? Por vida de tal, que tiene el Presidiario razón, erraste la vocación; en lugar de entrar en la vida airada, te debiste meter fraile. ¡Ea, vela! añadió liándose en su manta, poniéndose su trabuco entre sus rodillas y su cabeza sobre una piedra.
Inútil advertencia ésta para Perico. El infeliz, con su dolor desesperado, se arrancaba los cabellos y maldecía de sí mismo. ¡Había matado al hijo del ama y bienhechora de sus tíos, su compañero de infancia!
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