La familia de Alvareda Segunda parte: 2
Segunda parte
Capítulo II
editarAl reunirse a la noche siguiente, trajo Ventura consigo un perrito de aguas negro, que se llamaba Tambor. Nunca, jamás por jamás, se había dado que un perro extraño se hubiese introducido en aquellas veladas. Así es, que apenas entró coleando, bien lavado, bien pelado y con todo el desembarazo de un pulido elegante, cuando Melampo, que tenía en poco esos méritos y en muy escasa estima los paseantes en cortes, le embistió de fuerte y feo, y lo dejó aplastado con una de sus patazas, pero sin tener por eso la idea ambiciosa de afectar la actitud ni el aire del león de Waterloo.
En vano le pegaba Perico, en vano le daba de puntapiés Ventura, en vano le tiraba Pedro el sombrero y le gritaban las mujeres: Melampo estaba ofuscado, había perdido su acostumbrada moderación y docilidad. ¡Quién lo hubiese creído! Se emancipaba. Sólo cuando Ángel se echó sobre él, le pasó los bracitos al cuello y le gritó al oído: «pícaro, vete a tu rincón,» soltó Melampo su presa y obedeció, retirándose cabizbajo, como avergonzado de haber vencido a un inferior. Allí se acostó, volviendo la cara a la pared, para no ser testigo de los halagos que recibía y de las habilidades que sabía hacer un perro de pelo rizado, pelado, con pulseras y hopo, que le chocaba altamente.
-En primer lugar, dijo Perico, ¿me querrás explicar, Ventura, cómo te apareciste ayer aquí como llovido del techo, sin que nadie te abriese la puerta?
-Pues mira que es difícil de acertar, contestó Ventura. Cuando llegué, me fui a casa; la tía Curra, a quien mi padre da una vivienda para que le cuide, me abrió, y para estar aquí más presto y cogeros descuidados, salté por cima de la tapia del corral, como hacía cuando chiquillo.
-Bien decía yo anoche, observó María, que oía la puerta del corral y andar en el patio.
-Ahora, dijo Perico, cuéntanos lo que te ha pasado, ¿Has sido herido?
-¿Si ha sido herido? respondió el tío Pedro; miradle el pecho, y veréis el hoyo que le hace la cicatriz de una bala que recibió en él, y que no lo dejó en el sitio gracias a este botón; miradlo hundido y hecho como una cazoleta que le amortiguó la fuerza. Mirad su brazo, mirad la herida...
-¡Y qué, padre, interrumpió Ventura, si ya están curadas!
Cuando huí, prosiguió, tiré río abajo, llegué a Sanlúcar, y me embarqué para Cádiz. Allí me entré en el regimiento de Guardias, mandado por el duque del Infantado. Trabé amistad con un soldado distinguido, de buena casa, y nos queríamos como hermanos. A poco nos embarcamos para Tarifa, con el fin de que tomásemos a los franceses por la espalda, cuando los atacasen los ingleses de frente, de lo que resultó la batalla de la Barrosa, en que se huyeron los franceses a Jerez, y nos apoderamos de su campamento.
-¿Vamos, le dije yo a mi amigo en medio de la pelea, vamos a quitarle a aquel francés esa águila que levanta tan erguida, y que me está dando en ojo? Vamos, dijo; y sin encomendarnos a Dios ni al diablo, dimos sobre el porta, y mi compañero le mató y quitó el avechucho.
Pero a un volver de cabeza nos hallamos rodeados de franceses que querían el milano. Pero acá dijimos: de eso no ha de haber nada: camaradas, lo que es el pájaro cayó en la jaula y no ha de salir, mas que viniese Pepe Botellas o Napoladron en persona por él.
Lo pusimos contra un acebuche; nosotros delante, y dijimos: ahora, venid por él... y ¡vinieron! (porque arrojados son esos demonios, más que sea por una mala causa). Mataron a mi pobre amigo, y también me hubiesen matado a mí, claro es, porque eran muchos. ¡Lo que yo sentía era el pájaro! pero estaba de Dios que ése ya no había de cantar en francés el Mambrú, porque vinieron los nuestros y los echaron. ¡Pero mal parado me dejaron, cristianos! que yo no sabía que tenía tanta sangre en mi cuerpo. Me llevaron con mi águila ante el coronel, que me dijo me había portado bien y que se me daría la cruz de San Fernando por haber cogido el aguilucho. No le cogí yo, mi coronel, le dije, sino mi amigo el distinguido, el que ha muerto... y perdí el sentido. Cuando volví en mí, me hallé en el hospital. De la cruz no había nada.
-Tu culpa fue, dijo Rita. ¿Porqué le dijiste al coronel que no habías sido tú?
Ventura miró a Rita como si no comprendiese lo que decía.
-Hiciste lo que debiste, dijo Pedro. Prosigue.
Una lágrima corrió por las mejillas de Elvira.
-Apenas convalecí, nos embarcaron para Huelva, y me hallé en la batalla de la Albuera contra la división del mariscal Soult. Poco después me hicieron prisionero, pude escapar, y me incorporé al ejército de Granada, que mandaba el duque del Parque, con el que seguí persiguiendo a los enemigos hasta pasar los Pirineos. Volví luego a Madrid, donde he estado, hasta que por fin me han dado mi licencia.
-¡Jesús, Ventura, dijo María admirada, has corrido más mundo que las cigüeñas!
Yo no, respondió Ventura; pero conocí a uno, ese sí; había estado con el general la Romana allá en el Norte, en donde se cubre la tierra con un manto tan espeso de nieve, que a veces se entierran en ella las gentes.
-¡María Santísima! dijo María estremecida.
-Pero son buenas gentes; allá no se conoce la navaja.
-¡Dios los bendiga! exclamó María.
-En aquella tierra no hay aceite, y comen pan negro.
-Mala tierra para mí, observó Ana; pues yo siempre he de comer del mejor pan, aunque no coma otra cosa.
-¡Qué gazpachos saldrán con pan negro y sin aceite! dijo María horrorizada.
-No comen gazpacho, replicó Ventura.
-¿Pues qué comen?
-Comen patatas y leche, contestó Ventura.
-Buen provecho, y salud para el pecho.
-Lo peor es, tía María, que en toda aquella tierra no hay ni frailes ni monjas.
-¿Qué me dices, hijo? exclamó ésta.
-Lo que Vd. oye: hay pocas iglesias, y éstas parecen hospitales robados, sin capillas, sin altares, sin efigies y sin Santísimo.
-¡Jesús María! exclamaron todos menos María, que de espanto se quedó hecha estatua. Pero de ahí a un rato, cruzando sus manos con gozoso fervor, exclamó:
-¡Ay mi sol! ¡Ay mi pan blanco! Mi iglesia, mi Madre Santísima, mi tierra, mi fe y mi Dios Sacramentado. Dichosa mil veces yo, que he nacido, y, mediante la misericordia divina, he de morir en ella. Gracias a Dios que no fuistes a esa tierra, hijo mío. ¡Tierra de herejes! ¡Qué espanto!
-¿Acaso eso se pega como la sarna, madre? preguntó Rita con burla.
-No digo eso, Dios me libre, respondió la buena María; pero...
-Todo se pega menos lo bonito, dijo Pedro, y mejor se está uno en su tierra. Mis manos pongo a que nada de bueno nos traen los que hayan ido por allá.
-¡Qué no pasan los pobres militares! dijo Elvira.
-Por eso será que les he tenido siempre tanta afición, añadió María; por eso, y porque defienden la fe de Cristo. Así he sido siempre muy devota de San Fernando, ese piadoso y valiente caudillo. En mi sala tengo al santo en su marco y alrededor, en la pared, le tengo pegados soldaditos de papel, pensando le agradará eso al santo, que toda su vida se vio rodeado de ellos. Cuando Rita sería como de doce años, fui a Sevilla, y ella me dio un real para mercarle un peinecillo. Pasé por la tienda de un viejecito, que tenía puesto a la vista un pliego de soldaditos. ¡Qué guardia para mi santo! pensé; pero se me habían acabado los cuartos. No me quedaba sino el real de Rita; un real valía el pliego. Anda, dije para mí; más vale que le falte a Rita esa monería, que a mi santo su guardia, y se los merqué.
A Rita le dije que no me había alcanzado el dinero, y no mentía. Al día siguiente, cuando los saqué para pegarlos alrededor de la lámina del rey, entró Rita. ¿Con que ha tenido Vd., me dijo, dinero para esa porquería de soldados de papel, y le faltó para mi peinecillo? Diciendo esto, me los quitó de las manos para tirarlos por la ventana. ¡Chiquilla, le grité, mira que con los soldados me tiras el corazón a la calle! Y viendo que no me hacía caso, cogí la escoba y le pegué La única vez que le he pegado en mi vida.
-Más os valiera, dijo Pedro, que le hubieseis señalado los dedos algunas veces.
-¿Quién acierta con Vd., tío Pedro? preguntó Rita. Mi madre la erró en no castigar a su hija, y la yerro yo por no mimar a los míos.
-Hija, contestó Pedro, ni arre que corra, ni só que se pare.
-Pero ya que quiere Vd. tanto a los soldados, madre, prosiguió Rita, ¿porqué puso Vd. tanto empeño en librar a su sobrino Miguel?
-Quiero a los soldados por lo mismo que padecen y pasan mucho; y por eso quise librar a mi sobrino, contestó María.
-¡Que me reí entonces! prosiguió Rita dirigiéndose a Ventura. Encendió su merced luces a todos los santos durante el sorteo; como no tenía candeleros, pegó caracoles vacíos a la pared con cal y arena, les metió una torcida, y echó aceite y se puso a rezar. En esto llegó la madre de Miguel, y le dijo que su hijo había salido soldado. Mi madre, al oírla, apagó las luces como si les dijese a los santos: «quedaos a oscuras que no os necesito ya».
-¡Qué cosas dices, Rita! respondió la buena María. ¡No quiera Dios juzgar así los corazones!... Me resigné, hija, me resigné, pues Dios había hecho ver su voluntad... ¡y cuando Dios no quiere, santos no pueden!
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