La familia de Alvareda Segunda parte: 1
Segunda parte
Capítulo I
editarEl otoño había cercenado los días y el invierno llamaba a la puerta con sus dedos de hielo. Era la hora en que los labradores vuelven a sus casas y aquélla en que el sol echa una última y fría mirada a la tierra que abandona.
Venía Perico despacio detrás de su burra, seguido de Melampo, que rivalizaba en gravedad con su anciana amiga y compañera. Ésta aún recordaba con horror la entrada de los franceses, aunque desde entonces habían pasado seis años, porque en aquella ocasión el poner en salvo a sus amas le había costado el más desatinado galope que había dado en su vida. Si hubiese tenido algún ligero tinte de literatura extranjera, como muchos lo tienen hoy, que oyen campanas sin saber quizás donde suenan, es bien cierto que hubiese sostenido a Melampo que el potro indomado, sobre el que ataron a Mazepa era un caracol comparado con ella en esa memorable ocasión. Todavía no había acabado de descansar.
Cuando entraron en su calle, dos hermosos chiquillos volaron al encuentro de Perico. Pero en el momento de llegar, una sonora y solemne campanada anunció la oración. Perico se paró y se quitó el sombrero. La burra y el perro, que por un largo hábito conocían el toque, se pararon igualmente, y los niños quedaron inmóviles.
Cuando su padre hubo concluido las oraciones del misterio de la Anunciación, los niños se acercaron a él y le dijeron.
-La mano, padre.
-Dios os haga buenos, respondió Perico bendiciendo a sus hijos.
Quien hubiese mirado la ancha y honrada cara de Melampo, que sentado miraba con visible interés esta escena, hubiese leído en ella la palabra: Amén.
El niño, que estaba deshaciéndose porque su padre le montase en la burra, le preguntó que por qué era preciso pararse cuando daba la oración.
-¿No te acuerdas, le dijo su hermana Angelita, de lo que dice tía Elvira, que cuando toca esta hora dedicada a la Virgen, se paran nuestros ángeles de la guarda por respeto, y que si entonces anduviésemos, sería solos y sin ellos?
-Verdad es, hermana, respondió Ángel dándole desfachadamente un varazo a la burra, sobre la cual le había sentado su padre, varazo del que, por fortuna, ni aun se enteró la paciente.
Seis años habían pasado desde los tristes acontecimientos que hemos referido, los que se habían aun agravado por haber perdido el juicio la infeliz Marcela aquel día, que escondida en el sobrado había sido testigo de la afrenta de su padre, de la terrible venganza que de ella tomó su hermano, y de la fuga de éste, del que ninguna noticia había habido, y que todos lloraban como muerto, a pesar de que en su amistad a Pedro y su cariño a Elvira, buscaban para ellos palabras de una esperanza que no abrigaban sus pechos. El tiempo, no obstante, ese gran disolvente en que se van deshaciendo alegrías y pesares, como en el agua el azúcar y la sal, había hecho estas penas, sino menos amargas, más llevaderas. Sólo que en boca de Pedro, en lugar de sus alegres chanzas y habituales chistes, se oía con frecuencia esta exclamación;: ¡Mi pobre hijo!¡Mi pobre hija! únicamente Elvira se exceptuaba de esta influencia del tiempo. Íbase desvaneciendo en silencio, como aquellas nubecillas del cielo que en lugar de caer en tierra en ruidosos raudales de lluvia, se van alzando en silencio hasta perderse de vista. Jamás se quejaba; ni el nombre de Ventura, de aquel que ya había mirado como el compañero que la Iglesia le diera, salía de sus labios.
-Un gusano le está royendo la vida, le decía Ana a su hijo Perico. Vosotros no lo veis; pero a mí no se me oculta.
-Pero, madre, contestaba éste, ¿dónde veis eso? ¿Se queja acaso?
-No, hijo, no. Pero, Perico, a la hija muda su madre la entiende, respondía Ana con profundo dolor.
Rita y Perico eran felices, porque Perico labraba la felicidad de ambos con su corazón amante, su genio dulce y su carácter conciliador. Un año después de su casamiento, había dado Rita a luz dos gemelos. En esta ocasión estuvo a la muerte, y debió la vida a la esmerada asistencia de su marido y su familia. Largo tiempo quedó débil y achacosa; pero en el instante en que volvemos a coger el hilo de la narración, estaba del todo restablecida, y las rosas de la salud y de la juventud florecían más bellas y lozanas que nunca en su semblante. Cuando aquella noche estuvieron reunidos,
-Virgen santa, dijo María, ¡qué espantosa tormenta hubo esta noche! ¡Tanto miedo he tenido, que hasta mi cama temblaba conmigo! Junté todos mis pecados, y se los confesé a Dios. He rezado tanto, que me parece haber despertado a todos los muertos, y en voz alta, porque siempre he oído decir que donde alcanza la voz de la oración, pierde su fuerza el rayo. ¡A los moros! ¡A los moros! le gritaba a la tormenta. ¡A los moros! para que se conviertan, y tiemblen de la ira de Dios. Sólo al amanecer, cuando vi el arco iris, me consolé, porque él es la señal que dio Dios al hombre, de que no le castigaría con otro diluvio. ¡Jesús! ¡Y que no tiemblen los hombres ante estos avisos de Dios!
-¿Y por qué quiere Vd. madre, que tiemblen por una cosa que es natural? dijo Rita.
-¿Natural? repuso María. ¿También dirás que lo son la peste y la guerra? ¿Tú sabes lo que es el rayo? Pues a un aperador le oí, que es un pedazo del aire encendío y la ira de Dios que le va rempujando ¿Y dónde no entra el aire, y dónde no alcanza la ira de Dios? ¿Pues y el trueno? El trueno decía un predicador que es la voz de Dios y su magnificencia, y que hay que temer a Dios, sobre todo cuando truena. Así, hijos míos, no echéis en olvido nunca que una tormenta es un aviso del Señor para recordarnos que Su Majestad consiente, pero no para siempre.
-Bien venida ha sido el agua, mae María, dijo Perico, que la tierra tenía sed.
-Siempre tiene sed la tierra, opinó Rita. ¡Ni que fuera borracha!
-Padre, dijo Ángela, sabe Vd. lo que cantaba hoy cuando veía correr los frailecitos por los charcos:
Y la niña se puso a cantar: |
Ángel, que no se quería dejar ganar la palmeta por su hermana, que era más viva que él, dijo en seguida:
-Padre, y yo cantaba:
Agua, Dios mío, |
-Basta, basta, gritó Rita, que parecen Vds. dos chicharras; más cansados sois que ranas.
-¿Vamos a jugar a un juego, madre? dijo el niño.
-Jugad con el rabo del gato, respondió Rita.
-Mae María, dijo la niña, ¿me quiere Vd. contar un cuento y le diré la doctrina? Mire Vd.; los enemigos del alma son tres: demonio, mundo y carne.
-Ese enemigo me gusta a mí, dijo el niño.
-¡Calla, chiquillo! le dijo su abuela, que no se trata de la carne de la olla.
-¿Pues de cuál, mae María? preguntó el niño.
-Por ahora aprende la letra, contestó su abuela, que cuando tus alcances te lo permitan, aplicarás lo aprendido. Por lo pronto, sépaste que tu carne, es decir, tus apetitos te llevan a ser tan goloso como eres, y que la gula es pecado mortal.
-Siete son éstos, saltó diciendo la niña, y los recitó.
-Yo, mae María, dijo Ángel, sé las tres Personas. El Padre, que es Dios, el Hijo que es Dios, y el Espíritu Santo, que es paloma.
-¡Qué rudo es! exclamó su madre.
-Hija, opinó María, nadie nace enseñado. Niño, añadió, la paloma es un símbolo. El Espíritu Santo es Dios como el Padre y el Hijo.
Tirando cada niño a su abuela hacia sí a medida que hablaban:
-Yo sé los Mandamientos de Dios, dijo el uno.
-Yo los de la Iglesia, dijo el otro.
-Yo los Sacramentos.
-Yo los dones del Espíritu Santo.
-Yo...
-Basta y sobra, dijo Rita, van Vds. a recitar toda la doctrina; ¿acaso estamos en una amiga?... ¡Pues está buena la diversión!
-¿Es posible, dijo con dolor María, que había estado en sus glorias oyendo a los niños; es posible, Rita, que no te guste oír la palabra de Dios, y que no te enajene en la boca de tus hijitos? Me acuerdo que la primera vez que me dijiste entero el Padre nuestro, me eché a llorar a lágrima viva.
-Ya, respondió la hija; si es Vd. capaz de llorar en un fandango.
La pobre madre no respondió, sino que volviéndose a los niños, les dijo:
-Estoy tan contenta con Vds. por lo bien que saben la doctrina, que les voy a contar lo más bonito que sé.
Los niños se sentaron en la tarima de la copa frente a su abuela, la que empezó así su relato.
-Cuando el ángel previno al santo patriarca José que huyese a Egipto, tomó el santo su borriquito, en que sentó a la Madre y al Hijo, y se pusieron a caminar por selvas y matorrales.
Estando en lo más intrincado de un bosque, la Señora tuvo miedo, porque el camino era muy lóbrego y solo, y al llegar a una cueva, salieron de ella, y se arrojaron sobre la sacra familia una cuadrilla de ladrones. Ya iban a bajar la Madre y el Hijo del jumento; pero al acercarse a ellos el capitán, que se llamaba Dimas, miró al Niño, y al mirarlo, sintió un golpe en su corazón, y volviéndose a sus compañeros, les dijo: «el que toque siquiera al pelo de la ropa de esa Señora y de ese Niño, habérselas ha conmigo», y volviéndose a los Santos Esposos, les dijo: «La noche está al caer, y viene borrascosa. Venid conmigo, y os hospedaré.» Y así sucedió. Y el bandolero les dio de comer y de beber; y los Santos Esposos admitieron lo ofrecido, puesto que Dios admite todos los sufragios de los buenos como de los malos; y así nunca dejéis de rogar, aunque por desgracia estuvieses en pecado mortal. Por eso cuando andando el tiempo fue preso y condenado a muerte el bandolero, halló misericordia y se arrepintió en la muerte de cruz, que le sirvió de expiación, como al Señor de sacrificio, se hizo cristiano, y fue el primero entre todos, que entró en la gloria, según se la prometió Cristo vertiendo su sangre por él.
Oíase entretanto bramar el viento en largos aullidos; las puertas se zamarreaban movidas de una fuerza invisible, y el viejo naranjo murmuraba en el patio, como si reconviniese al viento porque turbaba su calma.
-Vaya, dijo Perico, que no va a quedar ortiga en el suelo.
-¡Y qué llover! añadió Pedro; se desgajan las nubes, el río se paseará por el campo.
-¿Has visto, dijo Ángela a su hermano, cómo corrían las nubes esta tarde, que parecían galgos?
-Sí, respondió el niño, ¿y dónde iban?
-A la mar por agua.
-¿Tanta agua hay en el mar?
-¡Jesús! y más que en la alberca de tío Pedro.
-La voz del viento me parece, dijo María, la voz del mal espíritu: trae miedo de la mano.
-De todo tiene miedo mi madre, observó Rita: no sé señora, cuándo descansará su corazón. Oye, desmadejado, prosiguió empujando al niño, que se había apoyado en ella; sosténte sobre lo que has comido.
El niño, medio dormido, perdió el equilibrio. Elvira dio un grito. Perico se arrojó a él, y le cogió en sus brazos. La caña de hilar se escapó de las manos de Ana, que la recogió sin decir palabra.
-Si alguna vez los pierdes, dijo Pedro con indignación, no los llorarás como yo al mío; no, esa ventaja me llevas.
-Sus prontos, sus prontos, que me tienen frita, dijo María fatigada, disculpando lo mucho y culpando lo poco.
-Con que, mae María, se apresuró a decir Perico; a todo le teméis; ¿y a las brujas?
-No, eso no, hijo mío, respondió su suegra; la doctrina prohíbe creer en brujas y hechicerías. Le temo a las cosas que Dios permite para castigar a los hombres, y sobre todo, si son sobrenaturales.
-¿Acaso las hay? ¿Habéis visto alguna? preguntó Rita.
-¿Que si las hay? respondió María. ¿Y tú lo dudas?
-Claro está.
-¿Con que niegas que hay cosas extraordinarias?
-Eso no, una de ellas es el día que no me echáis un sermón; pero sobrenaturales no creo que las haya. Soy como santo Tomás.
-¡Pues glóriate de ello! ¡Lástima es que no digas también que eres como San Pedro, en lo que faltó!
-¿Pero Vd. ha visto algo que lo sea, señora? sino que tiene Vd. unas tragaderas como un tiburón.
-Lo mismo que si lo hubiese visto, para el caso, repuso María.
-Tía ¿qué fue? preguntó Elvira.
-Hija, contestó la buena anciana dirigiéndose a su sobrina; en primer lugar lo que le acaeció a la condesa de Villaorán, que su señoría misma me lo contó cuando estábamos de capataces en su hacienda de Quintos. Tenía la señora la piadosa costumbre de mandar decir una misa por los reos, al propio tiempo que los estaban ajusticiando. Cuando andaba por esos mundos el afamado Vellico cometiendo tanta iniquidad, se dejó decir la señora que si a ése le cogían, no le mandaría decir la misa como a otros reos; y así fue. Cuando le ajusticiaron, no le mandó decir la misa. A poco, una noche que dormía sosegada, fue despertada por una voz lastimera, que cerca de su cabecera la llamó por su nombre.
Sentóse azorada sobre su cama; pero no vio a nadie, aunque ardía la lámpara sobre el velador. En seguida, a la misma voz, más lastimera aún, la oyó en el patio llamarla, y antes que en sí volviese de su estupor, por tercera vez, lejos, como un suspiro, fue invocado su nombre.
Llama la señora a voces, acuden todos los de la casa, la hallan aterrada, despavorida; nadie sino ella había oído la voz.
Al día siguiente apenas ardían las luces en los altares, cuando se estaba diciendo una misa por el alma del pobre ajusticiado, y la condesa, postrada ante el altar, oraba con fervor y arrepentida, pues la clemencia de Dios, que no es la de los hombres, a nadie deja fuera. ¿Y, ahora, qué dices, Rita?
Estaban todos tan conmovidos con la relación de María, que cual una escarcha sobre flores, cayó la respuesta de Rita, que dijo bostezando:
-Me parece que lo soñaría.
-¡Caramba, caramba! y qué incredulidad, exclamó el tío Pedro. Esa Rita va a acabar como ese Lucero, que dicen los predicadores que se separó de la Iglesia.
-¡Ave María! Pedro, no diga Vd. eso, exclamó María, ni por ponderar. ¡Jesús! diga Vd. qué terquedad ¿pues sólo lo dice por irme a la contra?
Un ruido que se oyó hacia la puerta del patio que daba al corral, selló de repente los labios de María.
-¡Jesús! ¿qué es eso? dijo.
-Nada, mae María, respondió Perico riéndose: ¿qué había de ser? El viento, que anda moviéndolo todo esta noche.
-Madre, dijo Ángela, tómeme Vd. en sus faldas como padre a Ángel; que tengo miedo.
-¡Pues eso faltaba! respondió Rita, que estaba de mal talante. ¡Anda! siéntate en la falda de un cerro, y no vuelvas hasta que traigas nietos.
-Yo quisiera saber, dijo Pedro después de un rato, si los que se burlan de lo que los demás temen, ¿nunca han esperimentado lo que es asombro?
-Perico, Perico, dijo María con angustia, algo suena en el patio.
-Mae María, respondió éste, estáis asustada y os sobrecogéis: ¿no oís que son las canales?
-Yo, por mi parte, prosiguió Pedro, como ensimismado y con voz apagada, desde que hubo mancha de sangre en mi casa...
-¡Pedro, Pedro! ¿volveremos a la de siempre? ¿Os vais a entristecer? ¿Qué sirve volver sobre lo pasado y lo que no tiene remedio? dijo Ana.
-Es, Ana (contestó Pedro), que lo que yo padezco a veces me abruma, y me tengo que desahogar. Solo, solo, como me he quedado en mi casa, ¡se me cae encima! ¡Y créanlo Vds., que muchas noches!, cuando todo calla y el sueño me huye, lo he visto, sí, lo he visto, a aquel granadero que mi hijo mató; lo he visto, tal cual lo vi vivo con su capote ceniza, su gorra de pelo, salir del pozo en que fue echado, y venirse al cuarto en que fue muerto, a buscar las manchas de su sangre. Lo veo ante mis ojos, alto, inmóvil, terrible.
En este momento se abrió la puerta, y una figura alta, inmóvil, terrible, con un capote ceniza y una gorra de granadero, apareció en el quicio.
Aterrados todos, quedan sin voz y sin movimiento.
-¡Jesús nos valga! exclamó María.
Ángel se abalanza al seno de su padre. Ángela en las faldas de su abuela.
-¡Ventura! murmuró Elvira cerrando los ojos y dejando caer su cabeza sobre el pecho de su madre.
Melampo se deshacía en fiestas.
Habíanle reconocido a un mismo tiempo la mujer, para la que no había olvido, y el perro, para quien no existe la infidelidad.
Levantóse con el ímpetu del rayo Pedro, y el anciano hubiese caído, no pudiendo sostenerse, si Ventura, que había tirado su gorra y su capote, no se hubiese arrojado y sostenídolo en sus brazos. Más fácil es de comprender que no de pintar la escena que siguió, escena de confusión, de palabras y exclamaciones sueltas de gozo y de sorpresa, de fervorosas gracias al cielo y de lágrimas.
Cuando Ventura pudo desasirse de los brazos de su padre, los que no querían desprenderse del cuello de aquel hijo, que aún no podía persuadirse que estrechaba en ellos, fijó sus ojos en Elvira, a la que su madre sostenía y hacía oler un pañuelo empapado en vinagre; pero ya no era la Elvira que él había dejado a su partida. Pálida, delgada, desemejada, parecía haber empezado ya a separarse de la vida. Los brillantes ojos de Ventura se dulcificaron y entristecieron con una profunda espresión de lástima, y con la franca sinceridad del hombre de campo le dijo:
-¿Has estado mala, Elvira? No pareces la misma.
-¡Ahora, ahora se mejorará, por vía de Chápiro! exclamó Pedro, en quien la alegría despertaba su antiguo genio festivo y zumbón. Tu ausencia, Ventura, la tiene así, el no saber de ti; ¡y no es para menos! ¿Por qué, criatura de Dios, no has mandado una carta y hecho saber de ti?
- ¡Pues, si mi sargento me escribió lo menos seis! respondió Ventura; además he estado en Francia, he estado prisionero, todo eso es largo de contar... Pero ¡qué buena estás tú! Rita (dijo mirando a ésta, que desde que entró Ventura no había apartado la vista del gallardo joven, a quien los bigotes, el uniforme y porte militar sentaban soberbiamente); ¡vaya que estás hecha una real moza! ¡la buena vida que te da Perico! Perico, ¿y tú? ¿siempre cavando? ¿Estos son vuestros hijos? ¡qué hermosos! Dios los guarde. Ea, acercaos, que no soy francés ni el cancón.
Sentóse Ventura para acariciar a los niños.
En ese instante, arrimándose María por detrás, cogió su cabeza entre las manos y cubrióla de besos y lágrimas.
-Tía María, decía entretanto Ventura, ¡lo que habréis rezado por mí! ¡Jesús! apostaría que habéis hecho más de cien novenas y más de mil promesas.
- Sí, hijo mío, sí, y mañana vendo mi mejor gallina para mandarle decir a Santa Ana la misa que le tengo ofrecida.
-Tía Ana es la que nada me dice, observó Ventura: ¿no se alegra Vd. de verme, señora?
-Sí, hijo, sí, repuso Ana; atendía a mi Elvira. Sólo Dios sabe lo que me alegro de tu vuelta, prosiguió observando el pálido semblante de su hija, y cuántas gracias le doy por ella, si es para bien.
-¡No, que no! exclamó Pedro; para bien de todos, menos de mis chotos y de vuestros pollos, que van a espichar dentro de un mes, el tiempo preciso de correrse las amonestaciones.
-No seáis tan súpito; respondió Ana sonriéndose; una boda, compadre, no es un buñuelo que se echa a freír.
-¡Ea! cada mochuelo a su olivo, dijo Pedro levantándose después de un rato. Señores, una reja hay en la calle que no quiere ya estar sola.
-Esta noche, tío Pedro, se fueron las tristezas con el francés al fondo del pozo, y ni él ni ellas volverán a safir, dijo Rita riéndose.
-Amén, amén. Así lo espero, respondió el buen anciano.