La familia de Alvareda Segunda parte: 3
Segunda parte
Capítulo III
editarEl gozo de Elvira fue tan corto como había sido vivo. ¿Qué puede escaparse a los ojos de la que ama? ¿No es sabido que hay cosas que, cual el viento de Guadarrama, son casi un soplo, y matan? Sin que Rita ni Ventura se hubiesen aún dado cuenta a sí mismos de la mutua seducción que uno sobre otro ejercían, Elvira ofrecía a Dios por segunda vez los dolores de su perdido amor; esta vez empero sin remota esperanza. Miraba la paciente y prudente Elvira un rompimiento como señal precisa de alguna catástrofe, y seguía como una mártir recibiendo, sin atreverse a rechazarlas, las frías muestras de un amor pálido y débil como ella, que se desvanecía a la viva llama de otro nuevo, que chispeaba ya activo, brillante y bello como lo era el objeto que lo inspiraba. Hacíanse las visitas en la reja cada noche más cortas y más frías. No había ocasión en que un gesto, una mirada, un dicho, no pusiese en contacto directo a esos dos seres, que cual la mariposa, se complacían en acercarse a la llama por un impulso instintivo del que se dejaban arrastrar sin definirlo. Y al que aún nada contrarrestaba; porque el que una mujer casada olvidase sus deberes, el que un novio dejase de amar los suyos, es cosa casi del todo desconocida en los pueblos; pero para la familia cuya historia contamos, era increíble, al punto de mirarla como imposible. Mas Rita no conocía freno, y la vida militar había sido para Ventura mala escuela de costumbres. Una mañana le dijo Perico a Elvira, antes de marchar al campo, al hallarla sentada en el patio:
-Hermana, aquí tienes dinero para comprarte ropa de color; has cumplido el hábito de Dolores, que ofreciste llevar hasta la vuelta de Ventura; quiero ya ver tu cara, tu vestido, todo alegre en ti.
Elvira contestó comprimiendo a duras penas sus lágrimas: guarda tu dinero, hermano; cada día me siento peor; más vale que piense en ponerme bien con Dios, que no en vestidos de boda, y que no mude los colores que me han de cubrir en la caja.
-No digas eso, hermana, exclamó Perico, que me partes el corazón; ya es un hábito en ti el pensar triste. Cuando con Ventura seas feliz, como Rita y yo; cuando tengas dos hijitos como estos nuestros, que te alegren, ahuyentarás tus aprehensiones. Venid, añadió cogiendo a los niños, venid a entretener a vuestra tía.
Elvira siguió con la vista a su hermano, desgarrándose su corazón en un dolor tan angustioso y profundo cuanto que lo comprimía, pareciéndole una queja de ella un imprudente grito de alarma a un mal sin remedio.
-Tía, dijo Ángel, no hay forma de que se quede Melampo cuando sale padre.
-Hace lo que debe, como un buen perro que es, respondió Elvira.
-¿Y por qué se llama Melampo? siguió preguntando el niño, con ese afán de preguntar de los niños, que los mayores ridiculizan en lugar de respetarlo.
-Se llama así, respondió la buena Elvira, porque es el nombre de uno de los perros que fueron a Belén con los pastores a ver al recién nacido: tres fueron, Melampo, Cubilón y Lobina, y los perros que llevan estos nombres nunca rabian.
-Tía, exclamó Ángela, corriendo tras de un pajarillo, no he podido coger a esa golondrina.
-No es golondrina, dijo su tía, ésas no vienen hasta la primavera, y a éstas nunca las cojas ni hagas daño.
-¿Por qué, tía?
-Porque son amigas del hombre, confían en él, y hacen su nido bajo su techo. También fueron ellas las que sacaron las espinas de la corona del Salvador, cuando pendía de la Cruz.
En este momento dio Ángel una caída, y se echó a llorar. Salió Rita impetuosamente de su habitación, y cogiéndolo en brazos:
-¿Qué te has hecho? ¿qué tienes, gloria de tu madre?
Y limpiándole con su delantal la cara, que tenía sucia:
-¿Qué tienes, prosiguió, cara de Dios llena de basura? Bendito sean estos ojos, esta boquita, estas manitas.
Y chillándolo y cubriéndolo de apasionados cariños, se lo llevó, así como a su hermana, en casa de su madre, y volviendo enseguida, se fue al corral a lavar.
Ya se ha dicho que el corral, contiguo al de la casa de Pedro, estaba separado de éste por una tapia de poca altura
Rita, según la costumbre del país, se puso a cantar.
Entre las gentes del pueblo de Andalucía, cada cual tiene en su memoria tal archivo de coplas y tan variadas en sus conceptos, que sería difícil se diese una cosa que se quisiese expresar y no se hallase en una copla el modo de hacerlo.
Una hermosa voz, bien modulada y clara, le contestó desde el corral vecino, entablándose así un coloquio cantado, el que concluyó la voz de hombre con esta copla, que indica las alas que las anteriores habían dado a sus deseos:
Lograr es lo que intento, |
Entretanto estaba Elvira cosiendo al lado de su madre, y su semblante suave y sereno no acusaba el dolor y angustia de su corazón; y no obstante, Ana la miraba con sus penetrantes ojos de madre y se decía: ¿Serán fallidas las esperanza que puse en la vuelta de Ventura? ¿La querrá Dios para sí?
Entraron en esto los niños desatentados.
-Mae Ana, tía Elvira, gritaron. Tío Pedro nos ha dicho que esta noche ha parido la burra y que está en la cuadra con el rucho. Acá no lo sabíamos. Vamos a verlo. Vamos a verlo.
Y tirando de su abuela el uno y de su tía el otro, se dirigieron al corral y abrieron de golpe la puerta de par en par.
¡Qué puñal de dos filos para Ana, la mujer honrada, la amante madre! Ventura y Rita, en aquel sitio apartado y oculto, estaban retozando.
Pronto como el rayo, puso Ventura el pie sobre la rueda de una carreta arrimada a la tapia, y desapareció.
Rita, enrabiada, siguió lavando, y con sin igual descaro se puso a cantar:
Quien tuviera la dicha |
Los niños habían corrido sin detenerse a la cuadra. Ana se llevó a su hija casi exánime a su habitación, y allí sobre el seno de su madre, para quien ya no estaba oculta la causa de su dolor, reventó en sollozos.
-Y tú lo sabías, le decía su madre, callada mártir de la prudencia. Llora, pues, ya, llora, que las lágrimas son como la sangre que se vierte por las heridas; las hace menos mortales. Yo sabía lo que ella era, y se lo avisé. Sabía que la reprobación pesa sobre la unión de la propia sangre, y se lo anuncié. No quiso escucharme. Mejor hubiese sido el dejarlo ir a la guerra. Pero el corazón yerra, como yerra el entendimiento.
Entretanto la mujer descocada volvió a cantar:
De suegras y cuñadas |
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