La familia de Alvareda Primera parte: 7
Primera parte
Capítulo VII
editarSonreía mayo, tan dorado de sol, tan bullicioso por el canto de sus pájaros y el susurro de sus miles de insectos, tan perfumado por sus flores, tan alegre y risueño, por ser el mes que, feliz entre todos los meses, es dedicado a María.
Era llegado el día de la boda de Ventura y Elvira, y ese día se levantó el sol tan radiante como un amigo que se hubiese apresurado a ser el primero en felicitarlos. Iban a salir para la iglesia. Ana estrechaba sobre su corazón a la hija que tanto amaba, esa suave Elvira, tan humilde y recogida en su felicidad, que bajaba la cabeza cual si la abrumara, y los ojos cual si la deslumbrase. Tío Pedro, más alegre que en su vida lo había estado, se excedía a sí mismo en gracejos, bromas y dicharachos. María, enajenada de su gozo y del de los demás, vertía lágrimas sin fin, que eran como las gotas de agua que caen a veces de un cielo sereno que alumbra el sol; y como aquéllas se deslizan brillantes al través de sus rayos, se resbalaban las lágrimas de María al través de su sonrisa.
-Hermana mía, decía Marcela a Elvira; después del mío, mi dulce Jesús, tu esposo es el mejor y más perfecto. Mira mi Ventura qué bien parecido está. Si tuviese una vara de azucenas en la mano, se parecería a San José en los desposorios.
Y tenía razón en celebrar a su hermano, porque Ventura, primorosa y ricamente vestido, más animado y gallardo que nunca, dando prisa para que se pusiesen en camino, era el tipo que hubiese escogido un estatuario para esculpir un Aquiles.
Perico olvidaba a Rita para mirar a su hermana con sus grandes y suaves ojos pardos, con una profunda mirada de inexplicable cariño.
Sólo Rita tenía aire indiferente y aburrido.
Melampo era de parecer que se hacía mucha bulla por poca cosa, y se fue debajo del naranjo a dormir. Este sacudía todas sus flores, como si hubiese querido regar con ellas la senda de la novia.
Iban a salir, cuando un ruido extraño llegó a sus oídos: parecía compuesto del bramido del toro acosado, y de los lamentos de la cierva herida y del rugido de sorpresa del león herido en su sueño.
Era este causado por el grito de alarma y de rabia de bandadas de fugitivos que llegaban, y por las exclamaciones de asombro y de indignación de los del pueblo que se preparaban a imitarlos.
Los franceses, que habían entrado a pasos agigantados en Sevilla, seguían su marcha devastadora hacia Cádiz.
Perico, previendo este funesto suceso, tenía prevenido un lugar de refugio a su familia en una hacienda solitaria apartada de todo tránsito, y al intento caballerías en sus cuadras.
Mientras los hombres corrían al corral para aparejarlas, las mujeres desatinadas sacaban y liaban las ropas, y traían cuanto podía cargarse en los serones.
-¡Qué triste agüero, Ventura! le decía Elvira; el día que nos debía unir, nos separa.
-Nada puede separarnos, Elvira, contestó Ventura. Desafío a cuantos lo intentasen. Marcha tranquila; acá nos vamos a alistar, y en el camino os alcanzaremos.
Violas Ventura alejarse bajo la custodia de Perico, y no se volvió a su casa hasta que los hubo perdido de vista.
Pero ya se oía a la entrada del lugar el funesto son de los tambores que anunciaban la terrible falange armada, que se arrojaba sobre aquel pobre pueblo desarmado, cogido de sorpresa y tratado como esclavo.
Venían en nombre de esa usurpación inicua, cuyos precedentes pertenecen a los tiempos bárbaros, así como pertenece a los tiempos heroicos la resistencia que halló, y contra la cual se estrelló, combatiendo sin gloria y sucumbiendo con vergüenza.
-Seguidme, padre, dijo Ventura; hermana, ven, huyamos.
-Es tarde, repuso Pedro, están ya ahí; pero tú escóndete, Ventura, esconde a tu hermana; en llegando la noche huiremos; más por el pronto escondeos.
-¿Y vos, padre? preguntó Ventura, vacilando entre la necesidad y la repugnancia que le causaba tener que esconderse.
-Yo, repuso Pedro, aquí me quedo. A mí, pobre viejo, ¿qué me han de hacer? Vamos, obedeced; escondeos. Marcela, ¿qué haces ahí más fría, más parada que una estatua de piedra? ¿Ventura, en qué piensas que no te mueves? ¿Quieres perderte? ¿Quieres perder a tu hermana? ¡Ventura, hijo! ¿Me quieres matar?
Este grito de angustia de su padre sacó a Ventura del estupor en que lo habían puesto la incertidumbre, la sorpresa y la rabia.
-Preciso es, murmuró apretando los puños y los dientes, padre, padre, esconderme como una mujer. ¡Mientras viva no se me ha de quitar la vergüenza! Y tomando una escalera de mano, la apoyó contra un boquete que se notaba en el techo, y que daba entrada a un sobrado o desván, en el que se guardaban las semillas y trastos viejos; hizo subir a su hermana, subió a su vez y tiró tras de sí la escalera.
Tiempo era, porque llamaban a la puerta. Pedro fue a abrir.
Un granadero francés entró.
-Prepárame, le dijo a Pedro en su jerigonza, de comer, de beber; dame tu dinero, si no quieres que yo te lo tome, y llama a tus hijas, si no quieres que las vaya a buscar.
La sangre del honrado y altivo español le subió al rostro; pero respondió con moderación:
-Nada tengo de cuanto pedís.
-¿Qué quiere decir que nada tienes, brigante? ¿Sabes con quién hablas? ¿Sabes que tengo hambre y sed?
Pedro, que había pensado pasar todo el día tan celebrado de la boda de su hijo en casa de Ana, y de consiguiente nada tenía prevenido, se acercó a la puerta que comunicaba con lo interior de la casa, y señalando con la mano el fogón apagado, repitió:
-¡Ya os dije que nada de comer hay en casa, sino pan!
-¡Mientes! gritó rabioso el francés; es mala voluntad. Pedro clavó sus ojos en el granadero, y en ellos chispearon por un instante toda la indignación, toda la cólera, todo el resentimiento que abrigaba su alma; mas un segundo pensamiento, que lo hizo estremecerse, se los hizo bajar, y dijo en voz conciliadora:
- Mirad que os he dicho la verdad.
Al oír esta obstinada negativa, el soldado, a quien ya la mirada que le había lanzado Pedro, tenía exasperado, se acercó a éste y le dijo:
-¡Me haces frente! ¡Me niegas con obstinación lo que tienes obligación de darme, he! y encima de todo, ¡me insultas con tu calma desdeñosa!: yo te pondré a fe mía tan suave como un guante.
Y levantando la mano, resonó en el cuarto el sonido seco y distinto de una bofetada.
Cual águila que se arroja sobre su presa, Ventura, saltando del sobrado, se abalanzó al francés, le arrancó el sable de su vaina y le atravesó con él. El francés cayó redondo como una masa inerte.
-¡Hijo! ¡hijo! ¿Qué has hecho? exclamó el anciano, olvidando la afrenta al considerar el riesgo de su hijo.
-Padre, mi obligación.
-¡Te has perdido!
-¿Y qué, si os he vengado?
-Huye, huye: no pierdas un instante.
-No antes de que limpie esto de ese deudor que ya ha pagado. Si lo hallasen, pagaríais por mí, padre.
-No le hace, no le hace, exclamó el anciano; sálvate tú, que es lo que importa.
Ventura, sin dar oídos a su padre, levantó el cadáver, que cargó sobre sus hombros, lo tiró al pozo, se volvió hacia su padre que lo seguía en la agonía de la angustia, le pidió su bendición, se puso de un brinco sobre la tapia del corral que daba al campo, y saltó del otro lado; y el pobre padre, subido sobre el tronco de la higuera, asido a sus ramas, con el corazón oprimido, los ojos desencajados, el pecho sin aliento, vio a su hijo, al ídolo de su corazón, salvar la distancia que separaba al pueblo de un olivar con la ligereza de un ciervo, y desaparecer entre los árboles.
FIN DE LA PARTE PRIMERA