La familia de Alvareda Primera parte: 6
Primera parte
Capítulo VI
editarLa llegada de Marcela causó a todos una gran alegría. Sólo Rita no pudo ni quiso ocultar el mal humor que le causaba la presencia de aquella que había sido destinada por ambas familias a ser la mujer de Perico. Este espíritu hostil, la fría reserva que Rita impuso a Perico en sus relaciones con Marcela, fueron las primeras escarchas que cayeron sobre la primavera de aquella alma pura.
Lejos estaba Marcela de sospechar los sentimientos innobles y amargos de Rita. Además no los hubiese comprendido, puesto que Marcela, aunque era ya una joven, tenía el alma de niña. Viviendo, desde que nació, en el convento, se había creado una dulce existencia en un estrecho círculo, que los intereses y las pasiones de la vida no ensanchan sino a costa de la felicidad y de la inocencia. Amaba a sus buenas religiosas; su jardín, sus quehaceres suaves y pacíficos, eran sus delicias: estaba apegada a sus devociones, a su iglesia, a sus santas Imágenes. Quería ser monja, no por exaltación religiosa, sino por gusto, no por misantropía, sino con alegría de corazón; no por falta de hallar en el mundo un puesto o lugar conveniente, lo cual muchos creen causa de las tomas de velo; sino porque este lugar, este puesto, los hallaba con preferencia en su convento.
Esto es lo que muchas personas no comprenden, o fingen no comprender. Todo se comprende en el mundo, todos los vicios, todas las irregularidades, las inclinaciones más atroces, hasta las de los antropófagos; pero se niega la de la vida tranquila y retirada, sin cuidado de lo presente ni de lo porvenir. En el mundo todo se cree; se cree en la mujer libre, en la moral del robo, en la filantropía de la guillotina; se cree en los habitantes de la luna, y en otros puffs, como dicen los ingleses, o canards, como dicen nuestros vecinos, o bolas y patrañas, como llamamos nosotros. Todo se lo traga el escéptico sátiro llamado mundo, porque nada hay tan crédulo como la incredulidad, ni tan supersticioso como la irreligión. Pero no cree en los instintos de pureza, en los deseos modestos, en corazones humildes, ni en sentimientos religiosos: eso no. La existencia de éstas es un puff, un canard una bola, que no le cuela; no tiene nuestro Minotauro tales tragaderas. Para esos filósofos que pretenden guiar la opinión, una religiosa es, o una víctima inmolada, o un monstruo que se sustrae a las leyes de la naturaleza y a sus sagrados instintos. Nobles y elevados son por cierto vuestros sagrados instintos, si engendran la mujer libre, y niegan la mujer religiosa, sumisa y casta.
Guardad allá vuestras máximas impías y disolventes, que en España no son los entendimientos bastante obtusos para que los engañéis, ni las almas bastante innobles para que las pervirtáis.
La primera salida que hizo Marcela acompañada de Ana y Elvira, fue a la iglesia y a la capilla de la santa, patrona del lugar. La buena mujer del sacristán se apresuró a introducirlas. La capilla era larga y angosta. En el fondo estaba el altar con la efigie de la santa. En una urna de cristal embutida en el altar, se veía una cruz de madera y una campanilla.
La efigie de Santa Ana era muy antigua. Iba abriendo o anchando por abajo en forma de campana. Sobre el pecho tenía la santa imagen de la Virgen, la que de la misma suerte tenía el niño Jesús. El remoto origen sellado en esta imagen, uniendo la antigüedad de la idea con la de la materia, daba a la devoción que inspiraba, como alas para alzarse y desprenderse de todo lo presente.
En la pared de la derecha estaban suspendidos dos grandes cuadros. En el uno se veían dos muchachas a las que se les aparecía un ángel; en el otro, estas mismas con un hombre, ocupado en cavar un hoyo en un lugar solitario y agreste.
A la izquierda, una verja de hierro rodeaba la entrada de una cueva subterránea, a la que se bajaba por una escalerita.
Marcela y sus compañeras, después de haber rezado sus devociones, se sentaron debajo del emparrado en unas sillas bajas, que se apresuró a traerles la santera; y Marcela suplicó a la agasajadora y agradable mujer les dijese lo que aquellos dos cuadros colgados en la capilla representaban. La buena anciana, que gustaba de contar, tomó su relato de muy lejos, y lo empezó en estos términos: Crónica popular y verbal de Dos Hermanas
En tiempos cuya memoria se pierde, reinaba en España don Rodrigo, hombre licencioso. Era por entonces costumbre que todos los grandes del reino enviasen sus hijas a la corte. Sucedió, pues, que el noble conde don Julián envió allá a su hermosa hija Florinda, conocida por la Cava. Cuando el rey la vio, se encendió en amores; mas como ella era virtuosa, según a su nobleza competía, sólo debió el rey a la violencia lo que agradecer no pudo a la voluntad. Cuando la hermosa Florinda se miró deshonrada, le escribió una carta al ausente conde, con lágrimas escrita y con sangre, en que ponía:
«Padre, vuestra honra y la mía están mancilladas. Más os valiera, y mejor me fuera, que me hubieseis matado, que no enviarme aquí. Vengaos y vengadme.»
Cuando el conde don Julián leyó la carta, perdió el sentido, y cuando volvió en sí, juró sobre la cruz de su espada sacar tal venganza que sonada fuera cual no otra, y proporcionada a la ofensa. A este fin trató con los moros, y les entregó a Tarifa y Algeciras. Cual río henchido que rompe sus diques, inundaron los moros la Andalucía.
Llegaron a Sevilla, llamada entonces Híspalis, y a este lugar, nombrado en aquel tiempo Orippo. Los cristianos, antes de huir, escondieron la venerada imagen de su patrona Santa Ana en las entrañas de la tierra. En ellas quedó quinientos años, hasta que el santo Rey Fernando se hizo dueño del país, expulsó los moros y cercó a Sevilla. Empero los moros hacían tan tenaz resistencia, que el ánimo del santo Rey empezó a desfallecer. Apareciósele entonces en sueños, en la torre hoy día derrumbada de los Herberos, nuestra Madre Santísima, animando su valor y prometiéndole la victoria. Con robustecido espíritu se volvió el santo Rey a sus reales, a Alcalá. Hizo venir todos los artífices que hallarse pudieron, y les mandó que le hiciesen una imagen en un todo idéntica a la que en sueño viera; pero ninguno atinaba; lo que entristecía en gran manera al rey.
Presentáronse entonces dos bellos mozos vestidos de peregrinos, los que se ofrecieron a fabricar la imagen, en un todo conforme a la que viera el santo Rey. Hízoles éste llevar a un taller en el que hallaron cuanto para su intento habían de menester; y cuando al siguiente día el rey, estimulado por su impaciencia, entró en la estancia para ver sus adelantos, los peregrinos habían desaparecido. Intactos yacían en el suelo los materiales, y sobre un altar se veía la imagen de la Señora, tal cual al rey se le había aparecido la Santa Madre en sueños. El rey, reconociendo la intervención de los ángeles, se postró en el suelo, vertiendo lágrimas ante aquella imagen por la que tanto había ansiado, y que la misma Reina de los ángeles le enviaba por medio de éstos.
Cuando el santo caudillo conquistó a Sevilla, mandó que se colocase la Virgen en un carro triunfal tirado por seis caballos blancos, siguiendo su Real Majestad el carro a pies descalzos, y la depositó en el santo templo de la catedral, en donde se venera y se venerará hasta el fin de los siglos, bajo la advocación de Nuestra Señora de los Reyes. En su capilla, a sus pies, yace el cuerpo del santo Rey. Reliquias son que bien puede envidiarle la España entera.
Poco después de este sucedido, se preparó el gran Rey a otro ataque, pues era grande su confianza en la ayuda del cielo. Acampó sus valientes tropas en el vecino cerro de Buena-Vista, en que se extendían a ambos lados como dos brazos para obedecerle. Pero estaban las tropas tan fatigadas y exhaustas por el calor y la sed, que tenían las fuerzas perdidas y los ánimos caídos. En este conflicto, levantó el santo Rey un altar formado con armas, y sobre él colocó una imagen de la Virgen, que siempre llevaba colgada del arzón de su silla de montar: ¡Valedme! ¡Valedme, Señora! le dijo: que si hoy alzo por vuestra ayuda y vuestro valor la cruz en Sevilla, hago voto de labraros aquí mismo una capilla, en donde se os dé culto, y de depositar en ella a vuestras plantas los estandartes con los que se haya ganado Sevilla.
En el mismo instante brotó al pie del cerro una hermosa fuente de siete caños, que aún corren hoy, y lleva el nombre de la fuente del Rey.
Hombres, y caballos se refrigeraron, cobraron fuerzas y vigor, fue ganada Sevilla, y el rey moro Aixa vino descalzo a presentar al santo conquistador, sobre una bandeja de oro, las llaves de la ciudad, las que en el día se conservan en el tesoro y reliquias de la catedral.
En estos tiempos, prosiguió la narradora, vivían en la provincia de León dos piadosas hermanas llamadas Elvira y Estefanía. Aparecióseles un ángel, y les dijo que se pusiesen en camino para desenterrar una imagen de la santa madre Nuestra Señora, que los cristianos habían escondido debajo de tierra.
El padre de las santas doncellas, Gómez Nazareno, que era tan piadoso como ellas, quiso acompañarlas. Pero al ponerse en camino, fue grande su tribulación por no saber hacia qué lado dirigirse. Oyeron entonces en el aire el son de una campanilla sin verla. Fuéronla siguiendo hasta que las condujo a este sitio, en el que se perdió a sus pies debajo de tierra.
Era por entonces este lugar un eriazo agreste, una maleza intrincada, que tenía por nombre Cañada viciosa. La razón de esto era, el que nunca pudieron los moros que metieran toda esta tierra en labor, desmontar la Cañada viciosa, porque la guardaba un ángel con una espada en la mano.
Pusiéronse con ahínco a ahondar la tierra y hallaron una losa, la que, sopesada que fue, descubrió la entrada de una cueva, que es la propia que a la vista está en la capilla; y en ella hallaron la imagen de la Santa, una cruz, la campanilla, que, cual la estrella de los Reyes magos, los condujo allá; y una lámpara, que aún ardía y que sigue alumbrando a la santa, colgada delante del altar en que está colocada: más de mil años ha que arde en veneración de la Santa.
Sacáronla y le labraron una capilla. Bajo su amparo se alzaron y apiñaron casas, hasta formar una aldea que tomó el nombre de Dos Hermanas, en memoria de sus fundadoras. Ved, prosiguió la santera levantándose y volviendo a entrar a la capilla, ved la imagen que nada ha podido deteriorar, ni la humedad de la tierra, ni el polvo del aire, ni la carcoma del tiempo. En estas láminas están retratadas las piadosas hermanas.
A los lados del altar se veían suspendidos gran cantidad de Ex-votos.
Llamaron la atención de Marcela siete pequeñas piernas de plata, que colgaban unidas por una cinta y un moño de color de rosa.
-¿Qué significa esta ofrenda? preguntó a la santera.
-Aquí las trajo, respondió ésta, Marcos el herrero. Había acaecido que un día de repente le entraron tales dolores en la pierna al infeliz, que no podía ni vivir ni morir. Su pobre mujer, después de haberle hecho cuantos remedios le mandaron, lo llevó a Sevilla tendido en una carreta. Pero allá tampoco hallaron los médicos con qué aliviar su padecer.
Cuanto tenían se derritió en la asistencia del desdichado, y un día, desesperado por sus dolores, y por las voces de sus hijos, que le pedían el pan que no tenía que darles, se levantó su corazón partido a Dios, poniendo por intercesora a nuestra santa patrona, rogándole con fervor le devolviese la salud mientras sus hijos lo necesitasen. «Cuando mis hijos ya no me necesiten, santa mía, le dijo, entonces moriré gustoso: pero si hasta entonces por tu mediación recobro la salud, te prometo, santa bendita, colgar cada un año una piernecita de plata en tus aras para que atestigüe el milagro.» Al siguiente día venia Marcos por su pie a dar gracias a la santa.
Trascurrieron años, los hijos de Marcos habíanse hecho mozos, ganaban su pan; no le quedaba a Marcos sino una mocita. Tenía novio, y se la pidió a su padre. Alegre fue la boda, pero Marcos estaba metido en sí. El día que siguió, se sintió indispuesto y se acostó para no más levantarse. Lo que pidió le había sido concedido. Su tarea estaba cumplida.
-¿Y estas espigas? preguntó Marcela al ver un ramito de éstas, que colgaban atadas con un moño celeste.
-Fueron traídas, respondió la santera, por Petrola, la mujer de Gómez.
Esas pobres gentes no tienen sino la peonada (lo que se gana de jornal) del padre para ocho hijos:
Habían podido agenciar para sembrar un pegujalillo. En él tenían puestas sus esperanzas, en él se estaban mirando como en un espejo, y con razón, porque el pegujal lo agradecía; crecía lozano que no parecía sino que lo regaban con agua bendita.
Un día entra su vecina, venía del campo, y le dijo que está la langosta en su trigo; ¡la langosta, una de las plagas de Egipto! Ni un rayo que hubiese caído del cielo, hubiese dejado más aterrada a la infeliz. Sale despavorida sin saber lo que hacía, abandonando su casa y sus hijos, corre desatentada con los brazos abiertos y gritando a voces: ¡Santa Ana! ¡Santa Ana! ¡que es el pan de mis hijos! ¡el pan de mis hijos!
Llega y ve en una punta del sembrado la rastra de la langosta, que corta el trigo por el pie sin dejar ni señal; pero entre esta punta y lo demás del sembrado no parecía sino que se había levantado un muro invisible para guardar el trigo de la madre devota que invocaba a la santa. Ya podéis graduar el enajenamiento y gratitud de la buena mujer; pero como era tan pobre, no lo pudo demostrar sino trayéndole estas espiguitas a la santa.
Oían Ana, Elvira y Marcela a la santera, enternecido y fervoroso el corazón y humedecidos los ojos. Con estos sentimientos se ha trasladado el relato al papel. ¡Haz, Dios mío, que con los mismos se lea!