La familia de Alvareda Primera parte: 2
Primera parte
Capítulo II
editarLa casa de la familia de Perico era espaciosa y estaba primorosamente blanqueada por dentro y por fuera; a cada lado de la puerta tenía apoyando en la pared un banco de cal y canto. En la casa-puerta pendía un farol ante una imagen del Señor, que se hallaba colocada sobre el portón, según lo exige la católica costumbre de hacer preceder a todo un pensamiento religioso, y ponerlo todo bajo un santo patrocinio. En medio del espacioso patio se alzaba frondoso sobre su robusto y pulido tronco, un enorme naranjo. Un arriate circular protegía su base como una coraza. Desde infinidad de generaciones había sido este hermoso árbol un manantial de goces para esta familia. El difunto Juan Alvareda, padre de Perico, tenía la pretensión tradicional de hacer remontar su existencia a la época de la expulsión de los moros, después de la cual, según su aserto, lo había plantado un Alvareda, soldado que fue del Santo Rey Fernando; y cuando el cura, hermano de su mujer, le embromaba y daba calma sobre la antigüedad y no interrumpida filiación de su linaje, respondía sin alterarse y sin que vacilase su convicción ni un instante. que todos los linajes del mundo eran antiguos, y que bien podía extinguirse la filiación o sucesión directa de los ricos; pero que semejante cosa jamás sucedía con los pobres.
Las mujeres de esta familia hacían de las hojas del naranjo cocimientos tónicos para el estómago y calmantes para los nervios. Las muchachas se adornaban con sus flores y hacían de ellas dulce. Los chiquillos regalaban su paladar y refrescaban su sangre con sus frutas. Los pájaros tenían entre sus hojas su cuartel general, y le cantaban mil alegres canciones, mientras que sus dueños, que habían crecido a su sombra, le regaban en verano sin descanso, y en invierno le arrancaban las ramitas secas, como se arrancan las canas a la cabeza querida de un padre, que no se quisiera jamás ver envejecer.
A derecha e izquierda de la puerta de entrada había dos habitaciones o partidos, según la expresión de la tierra, iguales, consistiendo en una sala, que tenía dos ventanitas con reja a la calle, y dos alcobitas formando ángulo con la sala, y tomando luz del patio. En el fondo de éste se encontraba una puerta que daba a un corral muy grande, en el que se hallaban la cocina, el lavadero, las cuadras, y que ostentaba en su centro una grande higuera, con tan pocas pretensiones y amor propio, que se prestaba sin murmurar a ser de noche el lugar de descanso de las gallinas, sin haber una vez siquiera doblegado sus ramas bajo aquel peso incómodo, ni aun para darles un chasco por carnaval.
Tres años hacía que había muerto el dueño de la casa. Cuando sintió su fin acercarse, llamó a su hijo Perico y le dijo: «A tu cargo quedan tu madre y hermana; vela sobre la una y guíala; déjate guiar por la otra. Siempre viví en el santo temor de Dios, y pensé en la muerte; así la veo llegar sin espanto y sin sorpresa. Acuérdate de mi muerte para no temerla; todos los Alvaredas han sido hombres de bien; en tus venas corre la misma sangre española, y en tu corazón viven los mismos principios católicos que los hicieron tales. Sé cual ellos, y vivirás dichoso y morirás tranquilo».
Ana, su viuda, era una mujer distinguida en su esfera, y lo hubiese sido igualmente en otra más elevada. Criada por su hermano, que era cura, su entendimiento era culto, su carácter grave, sus maneras dignas, su virtud instintiva. Estos méritos, unidos a su posición acomodada, le daban una superioridad real sobre todos los que la rodeaban, que admitía sin abusar de ella. Su hijo Perico, sumiso, modesto, laborioso, había sido su consuelo, no habiéndole dado jamás otro disgusto que el que le causaba su amor hacia su prima Rita.
Su hija Elvira, tres años más joven que su hermano, era una malva en su dulzura, una violeta en su modestia, una azucena en su pureza. Su niñez había sido enfermiza, lo cual había impreso en su semblante, muy parecido al de su hermano, una palidez y una expresión de calma resignada, que le prestaban singular atractivo. Desde su infancia se había apegado a Ventura, el bello y arrogante hijo del vecino Pedro, amigo y compadre del difunto Juan Alvareda.
La mujer de Pedro había muerto al dar a luz una hija, que desde entonces fue confiada por su padre a una religiosa de Alcalá, hermana de la difunta. Separado así de su hija, Pedro había concentrado todo su querer sobre su hijo Ventura, le había visto con gozo y orgullo hacerse el más bello, el más valiente, el más gallardo de los mozos del lugar.
Frente por frente de la casa de los Alvaredas, estaba situada la pequeña casa de María, la madre de Rita. María era viuda de un hermano de Ana, que había sido capataz de la vecina hacienda de Quintos. Era esta mujer tan buena, tan sin hiel, tan cándida y sencilla, que no tuvo jamás carácter y vigor suficiente para doblegar la condición altiva, áspera y decidida que su hija Rita mostró desde niña: estas malas cualidades se habían, pues, desarrollado sin trabas. Era su carácter violento, sus impresiones fogosas y su corazón frío. Su cara, extraordinariamente bonita, y seductoramente expresiva, picante, viva, sonrosada y burlona, formaba un perfecto contraste con la de su prima Elvira, pudiéndose comparar la una a una fresca rosa armada de sus espinas; la otra a una de esas rosas de pasión, que elevan sobre sus pálidas hojas una corona de espinas como muestra de padecimiento, y esconden en el fondo de su cáliz una miel tan dulce.
En la pintura y clasificación de los miembros que componían esta familia y sus allegados, no podemos omitir a Melampo, el perro que ya hemos visto seguir cachazudamente a Perico a su regreso. Debemos darle su lugar, pues no todos los perros son iguales, ni ante la ley. Melampo era un perro honrado y grave, sin pretensiones, ni aun a las de perro Hércules o Alcides, a pesar de sus enormes fuerzas. Ladraba rara vez, y jamás sin causa motivada: era sobrio y nada goloso. No acariciaba a sus amos; pero jamás ni por ningún motivo se separaba de ellos. En toda su vida había mordido a nadie. Despreciaba altamente los ataques de los gozquecillos que ladraban tras él a su paso con estúpida hostilidad; pero Melampo había matado seis zorros, tres lobos y un día se echó sobre un toro que perseguía a su amo, y lo paró cogiéndolo por una oreja, como a un niño atrevido. Con tales hojas de servicio, dormía Melampo tranquilamente al sol sobre sus laureles.
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