La familia de Alvareda Primera parte: 1
Primera parte
Capítulo I
editarSiguiendo la curva que forman las viejas murallas de Sevilla, ciñéndola cual faja de piedra, al dejar a la derecha el río y las Delicias, se encuentra la puerta de San Fernando.
Desde esa puerta se extiende en línea recta sobre la llanura, hasta la base del cerro llamado Buena-Vista, un camino que pasa sobre un puente de piedra el riachuelo Tagarete, y sube la cuesta bastante pendiente del cerro, en cuya cima se hallan las ruinas de una capilla.
Al contemplar ese camino a vista de pájaro parece que es un brazo que extiende Sevilla hacia aquellas ruinas, levantándole en alto como para llamar la atención sobre ellas, porque esas ruinas, aunque pequeñas y sin vestigio de mérito artístico, son un recuerdo religioso e histórico, son una herencia del gran rey Femando III, cuya memoria es tan popular, que se le admira como héroe, que se le venera como Santo, que se le ama como Rey, realizando así esa gran figura histórica el ideal del pueblo español.
Después de subida la altura, el camino la vuelve a bajar por el lado opuesto, y llega a un vallecito por el cual pasa un arroyuelo.
Ha lavado éste tan primorosamente su cauce, que sólo se compone de brillantes guijarros y dorada arena.
Después de vadearlo el camino, sonríe a su derecha a una alegre y hospitalaria ventecilla, y saluda a su izquierda a un castillo moruno, que se asienta altivo sobre una eminencia, pues no parece sino que el suelo se ha alzado para formarle su pedestal.
Este castillo fue dado por don Pedro de Castilla a su bella y célebre querida doña María de Padilla, cuyo nombre conserva.
La hacienda y castillo de Doña María pasó andando el tiempo, sin duda por alguna donación piadosa, a la catedral de Sevilla, cuyo cabildo la vendió en nuestros días a un caballero particular. Este pagó los buenos pastos y los hermosos olivos gordales de Doña María: los recuerdos no entraron en cuenta, puesto que de ahí a poco apareció la vieja, arrugada y mustia Doña María, vestida de blanquísima cal, engalanada con ribetes verdes y brillantes de cristal; pulida, aderezada como niña presumida, a punto de que entre los campesinos estáticos cundió la voz de que la bella pecadora, la hermosa amancebada, había sin duda espiado por quinientos años de purgatorio su escandalosa vida, y había entrado en gracia. Aquellos que aman los antiguos recuerdos y la bella y solemne librea del tiempo, gimieron y se lamentaron cual si se hubiese profanado una tumba.
Mas prosigamos la marcha del camino que adelanta, abriéndose paso por entre los palmitos y las carrascas de una dehesa, hasta penetrar en el lugar de Dos-Hermanas, que se halla sentado en un llano arenoso, a dos leguas de Sevilla.
Para hacer de este pueblo, que tiene la fama de ser muy feo, un lugar pintoresco y vistoso, sería preciso tener una imaginación que mintiese y crease, y la persona que aquí lo describe, sólo pinta.
En él no se ven, ni río, ni lago, ni umbrosos árboles; tampoco casitas campestres con verdes celosías, merenderos cubiertos de enredaderas, ni pavos reales y gallinas de Guinea, picoteando el verde césped; ni bellas calles de árboles formadas en líneas rectas, como esclavos sosteniendo quitasoles, para proporcionar sombras constantes a los que pasean. Todo esto le falta. Triste es tener que confesarlo!... Es allí todo rústico, tosco y sin elegancia. Pero en cambio, encontraréis buenos y alegres rostros, que os mostrarán que maldita la falta que hace todo aquello para ser feliz. Hallaréis además en los patios de las casas, flores; y a sus puertas robustos y alegres chiquillos, más numerosos aun que las flores; hallaréis la suave paz del campo, que se forma del silencio y de la soledad, una atmósfera de Edén, un cielo de paraíso. Estas son las ventajas de que goza. Bien compensan las otras.
El pueblo se compone de algunas calles anchas, formadas por casas de un solo piso, labradas en cansadas líneas rectas sin ser paralelas, que desembocan en una gran plaza arenisca, extendida como una alfombra amarilla ante una hermosa iglesia, que levanta su alta torre coronada de una cruz, como un soldado su estandarte.
A espaldas de la iglesia encontraréis el oasis de este estéril conjunto. Apoyada en el muro de detrás de la iglesia, se halla una gran puerta que da entrada a un vasto y dilatado patio, que precede a la capilla de Santa Ana, patrona del lugar: junto a la capilla, apoyada en ella, está la pequeña y humilde casita de su guarda, que es a la vez cantor y sacristán de la iglesia. En el patio veréis cipreses centenarios, sombríos y reconcentrados; el alegre y, loco paraíso, de tan ligera madera, creciendo pronto, prodigando al viento sus hojas y flores y fragancias, porque sabe que su vida es corta; ¡el naranjo, ese gran señor, ese hijo predilecto del suelo de Andalucía, al que se le hace la vida tan dulce y tan larga! Veréis una parra, que cual el niño, necesita de la ayuda del hombre para medrar y subir, y que extiende sus anchas hojas, como acariciando el emparrado que la sostiene; porque es cierto que también las plantas tienen su carácter, del que se reciben diversas impresiones. ¿Se puede acaso mirar un ciprés sin respeto, un paraíso sin cariño, un naranjo sin admiración? ¿No imprime la alhucema la idea y el gusto de un interior aseado y pacífico? El romero, perfume de Noche-Buena, ¿no engendra acaso sus buenos y santos pensamientos?
A derecha e izquierda del lugar se extienden aquellos interminables olivares, que son el gran ramo de la agricultura de Andalucía. Estos árboles están plantados a distancia unos de otros, lo que hace alegres estos bosques: pero su suelo, nivelado y limpio por el arado, los hace cansadamente monótonos. De trecho en trecho se encuentra el caserío de la hacienda a que respectivamente pertenecen. Están estas labradas sin gusto ni simetría, y se les da vuelta sin atinar a descubrir la fachada. Nada tienen de grandioso estas grandes moles o fábricas, sino las torres de sus molinos, que descuellan entre los olivos, como para contarlos. Estas haciendas pertenecen en lo general a la aristocracia de Sevilla; pero por lo regular no son habitadas, por no gustar las señoras del campo; por lo tanto, están descuidadas y vacías cual graneros. Así es, que en esos parajes aislados y solitarios, el silencio no es interrumpido sino por el canto del gallo, que vigilante guarda su serrallo, o por el rebuzno de algún burro viejo, que el capataz manda a paseo y que se aburre de su soledad.
No obstante, a la caída de una hermosa tarde de enero del año 1810, hubiese podido oírse la sonora y fresca voz de un joven como de veinte años, que con la escopeta al hombro, caminaba con paso firme y ligero por una de las veredas trazadas en los olivares. Su cuerpo, quebrado de cintura, era alto y airoso; su persona, sus ademanes, su modo de andar, tenían la soltura, la gracia, la elegancia, que el arte se esfuerza en crear, y que la naturaleza reparte a manos llenas a los andaluces. Llevaba alta y erguida una cabeza, coronada de rizos negros, modelo del bello tipo español. Sus grandes ojos negros eran vivos; su mirada firme y llena de inteligencia; su bien formado labio superior se alzaba con un gesto de alegre zumba, enseñando su blanca y brillante dentadura. Toda su gallarda persona respiraba una superabundancia de vida, de fuerza, de energía. Un botón de plata sujetaba sobre su cuello moreno su blanca camisa. Llevaba una chaqueta cortita de paño parda, calzones cortos de la misma tela. sujetos en la rodilla con cordones y borlas de seda: una faja de seda amarilla ceñía con varias vueltas su delgada cintura. Zapatos de vaca y polainas de lo mismo, finamente pespunteadas, calzaban sus bien formados pies y piernas: un sombrero de ancha ala, llamado calañés o portugués, guarnecido y adornado de terciopelo y de borlas de seda, airosamente inclinado hacia el lado izquierdo, completaba el elegante traje andaluz.
Ese joven, conocido por su índole activa, su genio arrojado y valiente, fue llamado por el capataz de una de las haciendas mencionadas, para ser guarda mientras se hacía la cogida de la aceituna. Iba cantando:
Cuando voy a la casa |
Al llegar a un vallado, que cercaba el olivar, el guarda, sin pararse a buscar un portillo, saltó por encima, y se halló en un camino, frente a frente de otro muchacho poco mayor que él, que también se dirigía al lugar como el primero. Vestía éste el mismo traje que aquél; pero era menos alto y menos erguida su persona. Sus ojos pardos eran menos vivos, y más tranquila su mirada; su boca más grave, y su sonrisa más dulce. En lugar de escopeta llevaba una azada al hombro; precedíale una burra, a la cual no arreaba, y le seguía un enorme perro de pelo espeso y corto, de un blanco amarillento, perteneciente a la hermosa casta de perros de ganado de Extremadura.
-¡Hola! ¿eres tú, Perico? Dios te guarde, dijo el apuesto guarda.
-Y a ti también, Ventura, respondió el otro, ¿vienes a holgar?
-No, respondió Ventura, que vengo por avíos. Además hay ocho días...
-¿Que no ves a mi hermana Elvira? interrumpió Perico con su dulce sonrisa. Bueno, amigo, de un avío dos mandados.
-Callar y callaremos, Perico; que el que tiene tejado de vidrio, no tire piedras al del vecino, respondió el guarda.
-¡Dichoso tú, Ventura, prosiguió Perico suspirando, que te podrás casar cuando quieras, sin que nada a ello se oponga!
-¿Y qué? preguntó Ventura; ¿quién o qué cosa se podría oponer a que te casases tu?
-La voluntad de mi madre, respondió Perico.
-¿Qué me dices? exclamó Ventura; ¿y por qué es eso? ¿qué falta tiene que ponerle a Rita, que es joven, bien parecida y de buena gente, pues es prima tuya?
-Cabalmente esa es la razón que su merced alega para no ser gustosa.
-Escrúpulos de vieja: ¿quiere su merced enmendarle la plana a la Iglesia que lo otorga?
-No son, respondió Perico, escrúpulos religiosos los que tiene mi madre: dice que enlaces tan cercanos repugnan a la naturaleza; que una misma sangre se rechaza y no se goza, porque tarde o temprano les persiguen y alcanzan males, desgracias y desavenencias. Cuenta de esto cien ejemplos.
-No le hagas caso, dijo Ventura; déjala anunciar y cantar males, como una lechuza. Siempre han de tener las madres alguna cosa que oponer a los casamientos de los hijos.
-No, respondió Perico con gravedad; no, sin el consentimiento de mi madre no me casaré nunca.
Anduvieron algunos instantes en silencio; al cabo de los cuales dijo Ventura:
-Ello es que yo soy como el patrón araña, que embarcaba la gente y se quedaba en tierra, o como el predicador que decía: haced lo que os digo, y no lo que hago. Pues acaso, ¿no me tiene a mí la voluntad de mi padre sujeto como a un león una cuerda de lana? Porque, ¿crees tú, Perico, que si no fuese por mi padre, que no quiere, no estaría yo a estas horas en Utrera, en donde se alista ese escuadrón de voluntarios para ir a batirse contra los traidores infames, que se nos cuelan por las puertas como amigos, para hacerse dueños del país e imponemos el yugo extranjero? ¿Sabes, Perico, que lo que acá hacemos viendo marchar los otros y quedándonos, es de malos españoles y de cobardes?
-Eso mismo pienso yo, respondió Perico; pero ¿cómo dejo yo a mí madre y a mi hermana, que no tienen sino a mí a quien volver la cara? Pero ten tú entendido que si mi madre se emperra en no dejarme casar, no he de poder vivir así, y me voy con los demás mozos. Estoy resuelto.
-Y bien que harás, dijo con expresión Ventura. Por mí, el día menos pensado, por más que me llamen, no contestaré. Aquel día, créelo, Perico, habrá algunos franceses de menos sobre el suelo de España.
-¿Y Elvira? preguntó Perico.
- Hará como las otras. Me aguardará... o me llorará.
-Había llegado.