La familia de Alvareda Primera parte: 3
Primera parte
Capítulo III
editarCuando los dos mozos llegaron, encontraron a Elvira y Rita apoyadas cada cual en un quicio de la puerta. Estaban envueltas en sus mantillas de bayeta amarilla, guarnecidas de un ribete de terciopelo negro que gastaban entonces las mujeres del pueblo, en lugar del pañolón que gastan hoy día. Cubríanse la parte baja de la cara, de manera que no dejaban fuera más que la frente y los ojos.
Después de haberle dado las buenas noches, le dijo Perico a su hermana:
-Elvira, mira que este pájaro se quiere volar; cierra bien la jaula... mira que se está deshaciendo por irle al encuentro a esos gabachos que se nos quieren colar como Pedro por su casa.
-Pues si dicen, añadió Ventura, que se vienen acercando a Sevilla. ¿Y hemos de estar viéndolo con los brazos cruzados y sin decir esta boca es mía?
- ¡Ay Jesús! exclamó Elvira. ¡Espero en Dios que eso no sucederá! ¡No me lo digas siquiera! ¡Ay! patrona mía Santa Ana, si nos libras de esta desgracia, te ofrezco lo que más quiero, mi cabello, que en una trenza colgaría en tu altar con un moño color de cielo.
-Pues yo, dijo Rita, la ofrezco a la Santa dos macetas de claveles para adornar su capilla en su fiesta, si caen las pesas de modo que os larguéis pronto y volváis despacio.
-No digas eso ni en chanza, exclamó apurada Elvira.
-Anda, déjala que diga. A bien que la Santa ha de preferir la hermosa trenza de tus cabellos a sus macetas, observó Ventura.
En este momento llegaba la buena vieja María. María era mayor que su cuñada, y aunque apenas contaba sesenta años, lo pequeña y delgada que era, y lo pronto que envejecen las mujeres del pueblo, la hacía aparecer mucho más vieja. Envolvía su exigua persona en su mantilla de bayeta color de castaña, y tiritaba.
-Hijos, exclamó al verlos parados a la puerta de la calle: la noche mata al día; ¿qué hacéis aquí sino helaros?
-¡Qué helarnos! respondió Ventura desabrochando el botón de su camisa: tengo calor: el frío está en vuestros huesos, tía María.
-No juegues con la salud, hijo, repuso la buena mujer, ni fíes en tus pocos años, porque la muerte no mira la fe de bautismo. Este viento norte es un cuchillo, y os digo que más pronto habéis de atrapar aquí una pulmonía. que una herencia de Indias.
Así diciéndole, entró en la casa; los demás la siguieron, menos Ventura que fue a evacuar sus encargos.
Hallaron a Ana sentada a la copa, punto de reunión, al cual se rodean las familias en invierno. La gran sartenaja de cobre brillaba como oro sobre su baja tarima de madera. La sala era espaciosa; su suelo estaba cubierto de esteras y redondeles felpudos. A su rededor había sillas toscas de anea, bajas de asiento, de alto espaldar. Una mesa de pino baja, sobre la que ardía un gran velón de metal, y un sillón de cuero, como se ven en las barberías de lugar, completaban el sencillo mueblaje de esta sala. En la alcoba se veían una cama muy alta, cubierta de su colcha blanca con muy almidonados faraláes; un arca muy grande de cedro, con sus banquillos para preservarla de la humedad del suelo; una mesita de la misma madera, sobre la cual estaba, en su urna de caoba y cristales, una hermosa imagen de Nuestra Señora de los Dolores; algunas novenas; y la Guirnalda Mística o Vida de los santos, del Padre Baltasar Bosch Centellas.
Luego que todos se hubieron reunido, incluso el compadre de Ana, Pedro, ésta se puso a rezar, el rosario. Concluido que hubieron de rezar, Ana tomó su huso y se puso a hilar: Elvira a hacer calceta: Pedro, que ocupaba el sillón, se puso a picar un cigarro: Perico a asar sobre la lumbre castañas y bellotas, que daba a Rita después de asadas; ésta se las comía; y María siguió rezando en voz baja, dando de vez en vez una cabezada para saludar a Morfeo.
-Vaya, dijo Perico, si está retirada el agua; la tierra es una roca, y el cielo un bronce. Antaño por este tiempo, había llovido tanto que no se veía la tierra: tanta era la yerba que la cubría.
-Así es; respondió Pedro. Ogaño el ganado se muere de hambre; no que antaño por todas partes tenía la mesa puesta.
-Me quiere parecer, añadió Elvira con su suave voz, que va a llover pronto. Hoy tenía el río su ceja negra, y estas cejas son, al decir de los viejos, tormentas que duermen, y que si las despiertan los vientos, inundan al mundo.
-Sí que va a llover, dijo Rita. Esta noche vi la estrella del agua, que trae la tempestad por farol.
-Va a llover, confirmó María, sacada de su sueño por la voz clara y recia de su hija: mis dolores de reumatismo me lo anuncian. ¡Ya! vientos y agua son la fruta del tiempo; y falta que hacía. No lo siento sino por los infelices de los ganaderos y pastores, que pasan tales noches en el mesón de la Estrella.
-No os apuréis por ellos, María (dijo el jovial tío Pedro, que en todas ocasiones tenía un dicho, un refrán, un cuento o una chilindrina a mano que sacar en apoyo de lo que decían) en este mundo todo es acostumbrarse, y lo que a uno le parece mal, a otro le parece bien. La costumbre todo lo allana como la mar, y todo lo dora como el sol. Un pastor se casó con una muchacha como una rosa; quiso la casualidad que la noche de la boda se levantase un temporal de todos los demonios, con truenos y relámpagos, huracán y diluvio. Al pastor no se lo pudo sufrir el corazón; dejó plantada la novia, se echó de la cama abajo, corrió a la ventana que abrió, y se puso a gritar: ¡Ah noche de Dios, que no te gozo!
-Buena era la moza para encelar a la novia, dijo Rita riendo a carcajadas.
Las ocho sonaron; rezaron las ánimas, y poco después se separaron.
Cuando quedaron solos la madre y los hijos, Elvira extendió sobre la mesa un mantelito muy limpio y colocó sobre ella una fuente con ensalada.
Ana y su hija se pusieron a cenar; pero Perico permaneció sentado, inclinada la cabeza sobre el brasero, y revolviendo distraídamente con la badila algunas brasas que aún ardían entre las cenizas.
-¿No quieres cenar, Perico? le dijo su hermana alargándole el hermoso pan blanco que ella misma había amasado.
-No tengo hambre, contestó éste sin levantar la cabeza.
-¿Estás malo, hijo? preguntó Ana.
-No señora, madre, le contestó.
La cena se acabó en silencio, y cuando Elvira hubo salido llevándose los platos, dijo Perico de repente a su madre:
-Madre, mañana me voy a Utrera a alistarme entre los leales españoles que van a defender su tierra.
Ana quedó aterrada. Acostumbrada a la dócil obediencia de su hijo, que nunca se había desmentido, le dijo:
-¿A la guerra? Eso es decir que quieres abandonarnos. Pero eso no puede ser; tú no puedes, tú no debes abandonar a tu madre y a tu hermana; no lo consentiré yo.
-Madre, dijo el muchacho exasperado; está visto que habéis de oponer siempre una barrera a todos mis deseos. Entrabáis mi voluntad, y ahora queréis sujetar mi brazo. No hacéis sino poner barrancos en mi senda: pero madre, prosiguió animándose movido por los dos móviles grandes que rigen al hombre, el patriotismo en toda su pureza, el amor en toda su lozanía; ¡madre! Tengo veinte y dos años cumplidos, y por lo tanto la fuerza y la voluntad suficientes para saltar por cima, si a ello me forzáis.
Ana, tan sorprendida como asustada, cruzó con angustia sus manos frías y trémulas, y exclamó:
-¡Qué! ¿no hay alternativa entre un casamiento que te hará infeliz, y la guerra que te costará la vida?
-Ninguna, madre, dijo Perico, a quien el temor de sucumbir en la entablada lucha sacaba de su carácter, y hacía duro. O me quedo para casarme, o parto para cumplir con el deber de todo mozo español.
-Cásate pues, dijo la madre en voz grave; entre dos desgracias elijo la que menos aprieta; pero acuérdate, Perico, de lo que hoy te dice tu madre: Rita es vana, ligera, cristiana fría e hija ingrata. La que es mala hija es mala casada. Vuestra sangre se rechaza: te acordarás de cuanto te dice ahora tu madre; pero será tarde.
Al decir estas palabras, la noble mujer, a quien ahogaban sus lágrimas, se entró en su alcoba para ocultárselas a su hijo.
Perico, que amaba a su madre con tanta ternura como veneración, hizo un movimiento como para retenerla: quiso hablar; pero su timidez, unida a la turbación en que estaba, embotaron sus facultades; no halló voces, quedóse un instante indeciso. Enseguida se levantó bruscamente, se pasó la mano por su frente húmeda, y salió.
Durante este tiempo, Rita, que aguardaba en vano a Perico en su reja, estaba impaciente e inquieta.
-¿Esas tenemos? dijo al fin cerrando con coraje la puerta de madera: ahora puedes venir, que ya aguardarás por vida mía más tiempo del que he aguardado yo...
En este instante rodó una piedra al pie de la pared. Esta era la señal convenida entre ellos para anunciar la llegada de Perico.
-Ya puedes hacer rodar todos los chinos de Dos Hermanas sin que por eso se abra el postigo, dijo Rita para sí: ¿me tienes acaso aquí a tu voluntad y antojo como a tu burra vieja? De eso no ha de haber nada, hijo mío.
Un segundo chino vino a rebotar con más violencia que acostumbraba usar Perico, contra la pared.
-¡Hola! dijo Rita, parece que viene de prisa. Bueno es que sepa que el aguardar no sabe a caramelo... Lo que siento es que no lluevan chuzos. Mas después de un rato de reflexión añadió: si reñimos, la que se bañará en agua rosada es la mogigata de mi tía. Enseguida le saca a bailar a Santa Marcela, la hija del tío Pedro, que guarda el viejo socarrón en el convento como una sardina en escabeche, para hacérsela tragar en la primera ocasión a su ahijado Perico. Pero no se mirarán en ese espejo, pues para hacerles la mamola...
Y abriendo de repente la ventana, acabó la frase.
-Aquí estoy yo... Oye, prosiguió con tono áspero, dirigiéndose a Perico; ¿tú has determinado echar la pared abajo? ¿A qué me despiertas? Cuando aguardo, me duermo; y cuando me duermo, maldita la gracia que me hace que me despierten. Así vuélvete por donde has venido, o por otro lado: lo mismo me da.
Hizo ademán de cerrar el postigo.
-¡Rita, Rita! dijo Perico con voz animada; he hablado a mi madre...
-¡Tú! dijo Rita, volviendo a abrir el entornado postigo. ¿Qué me dices? Este es otro milagro como el de la burra de Balaam. ¿Y qué te ha dicho esa mater no amabilis?
-Dice que sí, que me case, exclamó Perico lleno de júbilo.
-¿Que sí? preguntó Rita. ¡Válgame San Quilindón, las vueltas que da una llave! Vamos; que es de sabios mudar de parecer. Vaya, mañana iré a darle el pésame. ¿Qué fuera, Perico, que siguiendo los buenos ejemplos de tu madre, como me lo encarga la mía, mudase yo también de parecer y ahora dijese que no?
-¡Rita! ¡Rita! decía Perico enajenado; ¡vas a ser mi mujer!
-Eso está por ver, respondió Rita. Sobre que el no es como un duro, mientras más vueltas le doy, más bonito me parece.
Con estas y otras monadas borró Rita enteramente a Perico la solemne impresión que le habían causado las palabras de su madre.
<< Capítulo II << -- >> Capítulo IV >>