Capítulo II - La barrera de hielo

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No te estimes por mejor que otros, porque no seas quizá
tenido por peor delante de Dios.


KEMPIS.


Hay que saber perdonar, perdonar siempre; no existe nada mejor, más dulce ni más bueno que perdonar.

-Perdonar es una cobardísimo -opuso la Tardiente-. Perdonar es confesar que no podemos vivir sin la persona. No perdonamos por alteza de espíritu, ni por abnegación, ni por caridad; perdonamos por egoísmo.

La duquesa de Gante dio unas chupadas al cigarillo, cruzó una pierna sobre otra, bebió un sorbo de té y luego insistió:

-¡Qué mal haces Candelaria! Tal vez lo mejor de la vida está ahí, en saber amar, comprender y perdonar. Debemos ir siempre con el pecho abierto, como pintan a los mártires, y con el corazón pronto a abrasarse en piedad y en amor.

Como la otra sonriera con sarcasmo, interrogola:

-¿De qué te ríes?

-No deja de tener gracia -insinuó Candelaria-. Hablas como una Santa Teresa mientras fumas opio y bebes té.

-¿Y por qué no? ¿Qué quita una cosa a otra? No creo que para pensar rectamente sea preciso vestirse de máscara y darse zurriagazos con unas disciplinas... Yo, hija, se conoce que soy anterior al diluvio... Como no me hacen efecto ciertas cosas, las miro con una gran benevolencia... como miraría a gentes que padeciesen cualquier fobia...

-Yo no experimento más que asco -afirmó desdeñosa la Tardiente.

¡Cuánto siento -lamentó la duquesa- que te encierres en tu torre de hielo!... No; la vida es amar mucho y perdonar mucho. '

-Es cumplir con nuestro deber -afirmó árida la marquesa de Tardiente. Después, sin alterar para nada el gesto, separó de las demás unas fotografías de sus hijos, metiolas en un sobre, rompió unas cartas y cerró el cajón.

Piedad insistió tercamente:

-Tu deber es perdonar. Pedro Antonio es un buen chico, te quiere bien y está sinceramente arrepentido.

Rió sarcástica:

-¡Ja!, ¡ja!... Cuando se quiere bien no se ofende.

Piedad pulsó otra cuerda:

-Piensa en tus hijos... en que quedan en manos mercenarias, en que con esa absurda reparación que impone tu orgullo van a verse en una situación extraña...

-Sabrán que su madre es una mujer honrada, y eso les bastará.

La diplomática se impacientó. Para dominar el impulso de ira que, pese a su enorme mundanidad, iba a arrastrarla a hacer y decir tonterías, púsose a pasear por el cuarto.

Ofrecía el tal ese peculiar aspecto de desolación de las habitaciones cuyo dueño emprende un éxodo sin regreso posible. Baúles, cajas, sombrereras, cajones abiertos, armarios vacíos, papeles rotos, montones de fotos, montañas de ropa.

Con sincera pena contempló la dama el desastre y casi enternecida, la voz empañada de emoción, volvió hacía su parienta y amiga:

-¡Candelaria, mujer, no seas chiquilla! Piensa la enormidad de lo que vas a hacer; piensa que destruyes un hogar, una familia, una posición, un nombre... y todo por nada, por una chiquillada, un coqueteo tal vez sin trascendencia, una cosa con una criatura que ha sido de tantos... y que probablemente a tu marido le importaría un comino...

-¡Justamente! -interrumpió triunfal-. Eso es lo que nunca, ¿oyes, Piedad?, nunca perdonaré. Se puede disculpar la gran pasión que arrastra, que envilece, que mata... pero el devaneo frívolo, el pasatiempo vicioso... ¡Oh!, ¡no!, ¡no! ¡Eso es demasiado sucio!

La duquesa de Gante dejó pasar la avalancha, y buscó otra brecha:

-¿No comprendes, criatura, que además de todo es una atrocidad, un disparate, que tires por la ventana tu nombre, tu posición, todo, todo?... ¿Qué va a ser de ti sola y errante por el mundo?

-Llevaré la cabeza alta y la conciencia tranquila -afirmó enfática.

Con buen sentido, objetó su interlocutora:

-No por eso dejarás de ser una mujer separada de su marido, una mujer que vagará por las ciudades de placer y dormirá en las posadas mundiales.

-Dormiré sobre la almohada de mi conciencia.

Un lacayo anunció:

-En el salón está el señor de Usalda.

Candelaria excusose con su amiga:

-Perdóname. Es mi abogado, que viene a ultimar las cuestiones de intereses.

-¿Entonces no hay remedio?

-Ninguno.

Casi en voz baja reprochó la Gante:

-¡Qué fría, qué árida, qué seca eres, Candela!



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