El gran pecado/01
Primera parte
editarCapítulo I - La afirmación
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Los pueblos felices y las mujeres honradas
no tienen ni historia ni novela.
S. J. PALADAN.
Como sintiera aún los ojos de Roberto fijos en ella, con aquella actitud suplicante de víctima en el ara, actitud plena de mudo reproche y silenciosa queja, afirmó rotunda, agresiva:
-Yo soy una mujer honrada...
Nadie lo había puesto en duda, y así hubo un movimiento de expectación en espera de las explicaciones que de seguro seguirían a tal afirmación de fe. Pero Candelaria callaba y no parecía dispuesta a proseguir, desde el momento en que Roberto, un tanto azorado, habíase apoyado en la chimenea fingiendo estudiar con atención profunda una miniatura de Isabey.
Entonces Piedad Gante, duquesa de Gante y de Malferida, con la autoridad que le daban su posición social, su virtud intachable, su ciencia del mundo y, sobre todo, un cierto parentesco con la procaz, corrigió, mitad en broma, mitad en serio.
-Mujer, Candelaria, cualquiera que te oyese creería que las demás éramos unas perdidas.
Julito Calabrés, defendido contra sus treinta y tantos años en el parapetado de una juventud desbordada en malignidad, murmuró al oído de Amalia Ramos, que fumaba dando chupaditas al Setos Amber y creía lo más prudente abstenerse, segura de que «aquello» de la honradez no iba por ella.
-¡Chúpate ésa! ¡Vaya una lección que se ha llevado la pedantona de Candelaria!
La interesada, mientras, había abierto su pelliza de renard argentée y se abanicaba, disimulando mal su despecho.
Concha Flores, la dueña de la casa, muy americana ella, muy lánguida y mimosa, muy mona, pese a, sus cuarenta y tres, con el tea-gown de gaza gris moaré rosa y chinchilla, revolviose en el gran diván donde una jaqueca rebelde la tenía postrada, y, mullendo almohadones de brocado de plata con el pie, calzado de antílope, y diamantes, y jugando con sus largas sartas de perlas, trató de cambiar la conversación:
-¡Qué calor anoche en casa de Jarama!
-¡Cómo sería que ni la presencia de la dueña de la casa bastó a refrescar aquello! -colocó Julito, malévolo.
No era la marquesa de Tardiente mujer que diese su brazo a torcer, así como así; de modo y manera que en vez de declararse vencida y callar, volviose sobre el tema:
-La vida moderna es un asco. Por doquiera -era también un tanto redicha y académica, con pretensiones de docta y de gramática, aunque, como todo en ella, era la cultura más superficial que real- vicios, porquerías, complacencias, complicidades... Yo no digo que las mujeres, en general, sean unas cualquier cosa; pero ese coquetear sin objeto, ese tácito citarse, ese buscarse complacido...
-¡Bah! ¡Peccatta minuta! -rió Pancha.
-¡Peccata minuta! -clamó indignada la Tardiente- ¡Vaya unas ideas! Os aseguro que ese, ese...
-Flirt -apuntó irónico Calabrés.
-... ese Flirt es una vergüenza, es peor que todo.
Hubo un silencio en que notose cierto malestar que flotaba en la atmósfera; luego la peroradora prosiguió:
-Se puede perdonar un pecado, un pecado que sea..., ¡qué sé yo!.... el gran pecado de nuestra vida; que tenga su disculpa en una pasión inmensa, abrumadora, irresistible, pero ese vivir entre mentiras y trapisondas... se comprende pasar un estanque lleno, de lodo, pero no moverse siempre entre un poco de barro como el pez en el agua...
Volviéronse muchos ojos hacia la duquesa, como si esperasen la nueva lección; la dama, sin embargo, habíase encogido de hombros con un gesto que venía a decir: «¡Cada loco con su tema!». Luego púsose a hablar al conde de Tordillos, del Velázquez que Pancha, o, por mejor decir, su marido, había traído del viejo palacio de Aragón.
Conchita Ramos interrogó a Julito:
-Bueno, y de todo ello ¿qué hemos sacado en limpio?
-Mujer, ya lo has oído: que es una mujer honrada.
La otra tomó aire de conmiseración profunda:
-¡Pobrecilla! ¡Que Dios se lo conserve y se lo aumente!
Las seis. Fuera debía de hacer una tarde de perros; dentro vivían en una atmósfera tan guateada, que perdíase hasta la noción de lo que pudiese suceder al exterior. Era el salón de Pancha Flores, condesa de la Florinda por su matrimonio con el animalote de Honorio Florinda, un encanto de gracia íntima, de recatado confort; uno de esos salones que han surgido en Madrid, imitación de sus semejantes de París, pero ennoblecidos aquí por dos o tres joyas de arte, florones de heredadas coronas.
El de Pancha parecía hecho, con sus muros tapizados de viejo y desvaído terciopelo azul Natier, para resaltar aquel admirable retrato de Pantoja -un pálido príncipe vestido de negro brocado, que, sosteniendo en la diestra de alabastro un guante, sonreía, desdeñoso, mientras su otra mano jugaba con un joyel de esmeraldas-. Eran los demás blasones de la Casa de Florinda un mueble de roble tallado prolijamente a la moda del Renacimiento y recargado de herrajes de plata, y un Cristo de ébano y marfil, prodigioso de dolorosa unción. El revestido de los muros, los zócalos y las jambas de las puertas, de mármol roza muy pálido; los muebles Luis XVI, de laca gris y terciopelo azul, cómodas, acogedores, mezclados con cosas de un vago orientalismo; los cachivaches, ejemplares de orfebrería ultramoderna; la luz, velada por espesas pantallas; el fuego que, pese a la calefacción de vapor, ardía en la chimenea, y hasta la disecada cacatúa que, como en un salón del año 60, se columpiaba en su negra anilla, pendiente de la enorme araña, de cristal de roca y bronce; todo colaboraba el aspecto amable, cordial, acogedor del cuarto, que completaba la mesita del té, cargada de pesadas argenterías y alegrada por el hervir del agua. Veíase en él, además del retrato de Pancha, hecho diez años antes, un retrato deliciosamente convencional, en que aparecía la dama con su fragilidad de muñeca, su cutis de gardenia, su gesto de gata, entre pieles y tules, con el aspecto de cosa artificial, de muñeca de cera o de capricho de artista enamorado de fragilidades. Y por último, como para quitar la sensación de ahogo, de encierro y de limitación de espacio, las altísimas puertas de madera, con pesadas tallas doradas, estaban abiertas de par en par, y en la semipenumbra de la luz eléctrica, que se filtraba discreta por las claraboyas, veíase el hall, enorme, lleno de fabulosos artesones, de soberbios tapices y de viejos bargueños; el comedor, monumental, con sus muros de mármol blanco sin pulir, sus columnas y sus frisos de esculpidas guirnaldas, y lejos, casi en las tinieblas, una sola lámpara, con pantalla amarilla, encendida, el salón de música.
La duquesa de Gente, púsose en pie.
-Nada, Pancha, voy por centésima vez a ver tu Velázquez. El conde -y mostraba al anciano Tordillos- quiere enseñarme un descubrimiento que ha hecho. Pretende que el perro tiene una cosa que no ha encontrado en ningún otro perro de Velázquez...
-¡Será moquillo! -insinuó Amelia en voz baja, sin perjuicio de ponerse de pie, decidida a seguir a la duquesa aunque fuese al Averno a ver al mismísimo Cancerbero, puesto que estar en la intimidad de la Gante era el espaldarazo de la elegancia. Igual hicieron la Tardiente y Julito, mas otras tres o cuatro personas que actuaban de «Vicentes» o de borregos de Panurgo, y, por fin, Roberto, a algunos pasos de distancia, conservando, según Julito, su aire de perro a quien ha pegado su ama.
Entonces Pancha, al quedar con Manolo Santillán, le llamó, con mimos de moribunda decidida a condenarte.
-Estaba rabiando por decirte que te quiero; chiquillo... -Y luego, como lo cortés no quita a lo valiente, y se estaba cayendo de debilidad- Mira, dame otra taza de té y un sandwich.
Manolo manipuló entre las tazas de China y las golosinas, preparando el brebaje, y ella aprovechando que no le miraba, le sacó la lengua.
Como las explicaciones de Tordillos llevaban camino de ser eternas, y no era cosa de pasarse la tarde en cuclillas, mirando la pata al perro de Velázquez, Candelaria Tardiente comprendió que seguramente la indignación debía haber estropeado el empolvado de su rostro y que podía aprovechar la disertación del sabio para reparar la falta. No se maquilaba, «una señora no se maquilla». Pero empolvarse, eso sí. Como todo en su vida, el banal detalle giraba en derredor de la idea fija, aquella idea que lo servía para martirizarse y martirizar a los otros.
Mujer atrozmente convencional, ni el corazón ni las pasiones influían para nada en su voluntad. Había talado esos campos fértiles y floridos que se tienden entre la aridez de la conciencia y el pecado, campos llenos de benevolencia, de comprensión y de perdón, y así, su existencia era un castillo defendido por las altas murallas del deber, la virtud y el respeto, cercado por un foso todo lleno de incomprensión hostil y agresiva. Gastaba en vestirse «lo que debe gastar» una señora de su posición; practicaba la caridad con una severidad exenta de impulsos generosos y de enternecimientos; era religiosa de un modo severo, pero sin misticismos «de mal gusto»; amaba a su marido «como una mujer honrada puede amar a su marido», y quería a sus hijos, aunque con un amor muy a lo Abraham, siempre que el Jehová se llamase «el deber». Tal vez se la tache de árida y poco humana; pero ella «era así»... y hasta mostrábase orgullosa de serlo.
Decidió, pues, darse polvos, y nada, dicho y hecho, colose en el salón de música y aproximose a la chimenea de mármol gris, apagada ahora, para retocarse ante el gran espejo colocado sobre ella y que reflejaba la espalda del busto que un gran artista hiciérale bastantes años atrás a Pancha. «¡Si la carne se conservase como el mármol!», pensó Candelaria, sarcástica. Como el cuarto estaba casi a oscuras, tuvo que acercar el rostro mucho al espejo para conseguir verse. Entonces creyó oír como leves sollozos y contenido llanto, y miró disimuladamente en la luna.
Instalado en el sofacito Luis XV, tras el grato e íntimo refugio que formaba el biombo de tapices, tallas barrocas y espejos con la gran palmera, una bergère y una mesita cargada de chucherías, adivinó una forma de mujer que lloraba y la silueta de un hombre en la aburrida actitud de quien no sabe cómo salir del paso.
Los reconoció enseguida. María Calzada y Lalo Pontes. A ella uníala un vago parentesco. Era una mujercita menuda, y graciosa; tenía los pelos rubios y rizados; los ojos, azules, ingenuos y melancólicos; las facciones, menudas; la piel, fina, blanca y sonrosada, y el cuerpo pequeñito, pero esbelto, con graciosa agilidad de pájaro, recordando toda ella esas figuras con que los pintores de estampas representaba la mujer vienesa. Moralmente, tratábase de una pobre nena loca, que, sin dinero, casada con el bruto de Paulo Calzada, era parásito de todas las mesas, de todos los autos, de todos los palcos, y hacía muchas, muchas tonterías. Las gentes mirábanla con un desdén risueño, casi complacido, y no intentaban moralizar con ella. Sólo Candelaria, implacable, algunas veces quería arrancarla a las doradas regiones de la frivolidad y atraerla a la fea realidad; pero ella se encogía, se pelotonaba, se hacía pequeñita, pequeñita, para huir de las imágenes crueles, como un niño huye del coco.
Todo Madrid sabía sus amoríos con Lalo Pontez, y asistía, irónico y casi enternecido, al idilio de la cabecita loca, que, por otra parte, no se recataba nada y era la primera en contarlo a poco que le tirasen de la lengua.
Ahora, Candelaria, al través de los sollozos escuchaba palabras sueltas.
-¡No me dejes, Lalo, no me dejes!, ¡Que Paulo sea un bruto no es una razón...!
La Tardiente estaba indignada. ¡Qué asco, señor, qué asco! De buena gana la hubiese encerrado en un correccional; la hubiese azotado, emplumado, arrastrado por las calles atada al rabo de una mula.
El alma de «gran inquisidora», que Julito le atribuía, crepitaba en ella como un leño en la hoguera y casi sentía deseos de intervenir, cuando una voz humilde imploró a su lado:
-¡Candelaria!
Volviose furibunda. ¡Vaya un momento que elegía aquél también!
Roberto estaba en pie ante ella, con ademán triste y contrito, «con ademán de reo que espera su sentencia».
En vez de enternecerla, aquello la exasperó. Mirole de hito en hito, e interrogó procaz:
-¿Qué se le ofrece?
El pobre muchacho, azorado por la actitud agresiva contestó:
-Yo... ¡Por Dios Candelaria!... ¿Por qué me trata usted así?...
Lanzole una mirada anonadadora, capaz de pulverizar a cualquiera.
-¡Me gusta! -escupió con reconcentrada saña-. ¿Pues cómo quiere que le trate?... Querrá que me ponga a pegar saltos y a darle besos... ¡Yo soy una mujer honrada!
María olvidó su pena por un momento y murmuró en voz baja:
-¡Patapuf! ¡Se disparó Candelita!
Pero la implacable, mientras, cortando por lo sano, volvía la espalda a su adorador, y lenta, altiva, encaminábase al salón.