Capítulo IV - El callado refugio

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Así como los niños, algunas veces, huyendo de un castigo se refugian en un cuarto oscuro, así, huyendo del dolor, los humanos, nos refugiamos algunas veces en la muerte.



¿Crees que la encontraremos viva aún? -interrogó la Tardiente.

La duquesa se encogió de hombros.

-Espero en Dios... -Después, con acento de profunda conmiseración- ¡Pobre María! ¡Lo que debe de haber sufrido la infeliz! Ella, que era una niña en el fondo... ¿cómo habrá encontrado valor?... Estoy segura que Dios tendrá misericordia de ella -La voz de la dama velábase de emoción.

Con acritud afirmó Candelaria:

-Si yo fuese Dios, sería implacable para ciertas cosas. Suavemente opuso la Gante:

-¡Tú eres implacable para tantas!

Afirmó orgullosa:

-Para las miserias y las porquerías, sí. Comprendo un gran sacrificio, una gran tragedia...

Siempre con mansa firmeza objetó la otra:

-No, Candelaria, no; un gran dolor o una tragedia llevan en sí mismos su consuelo. Una Antígona, o una Juana de Arco, o una «Marie Antoniette», sienten demasiados ojos fijos en ellas, saben que la misma magnitud de su sufrimiento les hará sobrevivirse; y es tal el apego que los humanos tenemos a la vida, que la idea de sobrevivirnos basta a endulzar las mayores penas... Pero esa pobre María...; una criatura, tan inconsciente, tan frívola, tan pueril, con tanto miedo al más allá... Asusta la idea de lo que ha debido de sufrir, de la violencia de su terror ante la miseria y el abandono para atreverse a dar el paso...

La Tardiente objetó:

-No comprendo cómo tú, que eres una mujer honrada, puedes sentir lástima...

-Por lo mismo -afirmó con viveza-. Como yo, por mi manera, debo de ser anterior al pecado original, siento más compasión por esas pobres criaturas...

El coche de la duquesa de Gante (prefería en sus gustos de gran dama la nobleza del tronco de alazanes, que braceaban airosos, la intimidad de la berlina forrada de paño azul y sostenida por blandos muelles y gruesas ruedas de goma, a la modernidad amplia y maloliente del auto) rodaba camino de aquel hotelucho de ínfima categoría donde la tragedia había tenido lugar.

María Calzada, enloquecida, perdida en su aturdimiento la noción de todo, horrorizada por las consecuencias de lo que había hecho, por la necesidad de afrontar la vida cara a cara y por las dificultades materiales, pero empujada más aún por aquella soledad, a que no estaba acostumbrada, y por aquella hostilidad nueva para su espíritu de muñequilla mimada, se había matado. Al entrar la dueña de la fonda en su cuarto, por la mañana, hallola inmóvil, el frasco de la morfina, vacío, al alcance de su mano.

Llena de sobresalto, había llamado al médico de la Casa de Socorro, y como éste le anunciase que sólo le quedaban un par de horas de vida, temerosa de su responsabilidad mandó a buscar a Julito Calabrés, única persona que visitaba a la suicida. Éste, cou su justicia e imparcialidad, indicola a la duquesa de Gante como la sola capaz de aceptar un penoso deber moral, y a ella dirigíase entonces la hostelera.

El portal, sucio y pretencioso, fue cruzado rápidamente por las dos damas, que se colaron por la escalera, infestada de olor a berzas cocidas y falta de ventilación. Llegaron al segundo piso, y allí el ama les salió al encuentro.

Era una mujer flaca, enlutada, de rostro arrugado, boca desdentada, nariz corva y ojos pitañosos. Aunque tan escasa de cabellos como de dientes, veíase que no debía de ser vieja. El gesto untuoso, relamido, de una afectación monjil, la hacía antipática. Todo el tiempo permanecía con la cabeza doblada sobre el pecho, los ojos bajos y las manos cruzadas encima del vientre, guardando su aire de compunción hipócrita, aunque por debajo de los párpados, entornados, veíanse relucir los ojillos concupiscentes, y los labios abrirse y cerrarse con un gesto voraz. Al divisar a las dos señoras, que por su porte y atavío mostraban serlo y desde luego personas alcurniadas, redobló su compunción y recato. Encarose con la Gante, dejando ver tras de su humildad la idea abroqueladora de haberla reconocido:

-¿La señora duquesa de Gante?

La dama no vaciló ni un momento:

-Yo soy, ¿mi prima?...

La posadera enjugose una lágrima imaginaria:

-¡Qué pena, señora duquesa! La pobrecita ha muerto.

-Vamos allá -y la Gante dio un paso.

Pero la dueña la detuvo:

-Perdóneme la señora duquesa; pero quisiera antes explicarle...

Parose para escuchar.

-Pues usted dirá...

Con mil rodeos y circunloquios, entre hondos suspiros y gemidos entrecortados se explicó. Ella era una pobre viuda que no tenía para costear la educación, de sus hijos más que aquel hotel... aquel hotel que era una casa ejemplar... su fama... su honorabilidad sin mancha... la reputación de honestidad de su casa... ¡Y ahora, una cosa así, venía a empañar su limpia ejecutoria!... No, no podía ser. En el extranjero, cuando en un hotel pasaba una desgracia de aquella índole, si la familia no podía costear los gastos de indemnización, se llevaban el cadáver a un sanatorio... Por eso ella no se había dado por enterada oficialmente de la muerte... Podrían vestirlo y conducirlo en un coche... moriría en el camino...

Ante la idea de aquella crueldad impía, la duquesa reprimió a duras penas un impulso de asco; luego, encarándose con la mujer-cuervo, anunció en voz serena, pero firme:

-No; doña María Calzada ha muerto aquí de un accidente desgraciado. Todos los desembolsos correrán de mi cuenta. Esté usted tranquila. Y, ahora, que avisen a un cura y a un médico... y guíenos usted al cuarto.

Después siguieron a la hostelera, que se deshacía, en protestas de su cariño por la muerta, su compasión y su mucha caridad.

María dormía un sueño inmóvil y melancólico de paz. Sobre las almohadas del lecho reposaba la cabecita pueril, menuda, frágil, rodeada de una aureola de cabellos rubios, leves y rizados. La muerte, al imprimirla su sello, habíale sin robarle el infantil encanto, bañado en una grave serenidad. Blancas, con blancura de alabastro; menudas, apenas moldeadas, las facciones, hacíanle muy joven. Sólo un rictus, que derrumbaba la boca en las comisuras, avejentábale. Parecía una pobre nena que en los albores de la vida había ya sufrido mucho y que muerta semejaba dormida en un sueño de atroz fatiga.

El cuarto, a media luz, estaba en el más completo desorden. Sobre la mesilla de noche el tarrito de la morfina y una novela francesa a medio leer; en el tocador, frascos de afeites y cajas de pinturas; sobre la mesa más frascos, un sombrero, cartas y una a medio escribir manchada de lágrimas y tachaduras.

Piedad Gante cogió libros y cartas y los guardó en un cajón; puso algunos tarros en orden, tapó las cajas de colorete y luego buscó con los ojos un crucifijo. Uno y un rosario veíanse en la mesilla, junto a la cama, asomando por debajo del libro francés. La duquesa de Gante lo cogió piadosamente cruzó las manos de la muerta, sujetolas con el rosario y colocó entre ellas el Cristo. Después inclináse y besó la frente pálida y fría.

Arrodillose en fin, y comenzó a rezar con voz queda, pero firme:

-«Padre Nuestro que estás en los cielos...».



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