Capítulo II - La débil enamorada

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No pienses: «¡sufriré!».
No pienses: «¡me engañarán!».
No pienses: «¡dudaré!».
Ve, simplemente, diáfanamente,
regocijadamente, en busca del amor.

AMADO NERVO.


Cuando Candelaria iba a subir al automóvil oyó la voz infantil de María Calzada, que corría tras ella:

-¡Candela, mujer, que me dejas plantada y está cayendo el diluvio!

La compañía de su prima no le hacía feliz nunca; en tales circunstancias, muchísimo menos aún. Pero lo que concluyó de irritar su paciencia fue la sonrisa de simpatía un poco cazurra y otro poco socarrona que creyó leer en los ojos y en la comisura de los labios de los lacayos atléticos (de la valetaille decía ella con una denominación de desdén muy siglo XVIII) al través de la imposibilidad británica que, en pie y cuadrados militarmente, afectaban. Sin poderlo remediar, pensaba que de seguro en cuanto volviesen las espaldas aquella gente la pondrían de antipática que no habría por dónde cogerla, y, en cambio, todos sus entusiasmos serían para la loca de María.

Un criado anunció, sin mirarles, como un autómata cuyo mecanismo fuese repetir nombres:

-El automóvil de la señora marquesa de Tardiente.

Instaláronse en él, y el coche deslizose leve y silencioso por las avenidas enarenadas del jardín, cuyos arbustos, bañados por la lluvia, relucían como si acabasen de charolarlos. Apenas habían desembocado en la Castellana, la Calzada, con aquella su facilidad para remontarse a las cumbres de la alegría y desplomarse luego en el desconsuelo más profundo, rompió a llorar:

-¡Qué pena, Dios mío, qué pena!

Entre burlona e impaciente, comentó la otra:

-Ya será algo menos.

-¿Pero tú sabes, mujer, lo que me pasa? -insistió la Calzada.

Y como la otra no contestase nada, echó por los vericuetos de las confidencias.

-¡Que Lalo me quiere dejar!

Volviose Candelaria, abiertamente indignada ahora, y conminó serena.

-Mira, a mí no me cuentes incongruencias ni porquerías, o hago parar y te dejo plantada aquí.

Instintivamente miró la pobre nena al través de los cristales. La Castellana aparecía desierta, obscura y silenciosa; el suelo, cubierto por grandes charcos que espejeaban en el barro; los árboles, desnudos y esqueléticos, tras el velo gris de lluvia que alguna vez iluminábase por las luces de un tranvía que pasaba raudo y tintineantemente. No; decididamente no era confortable la idea de quedarse en pie allí, con sus zapatitos de ante y sus medias de gasa. Era, pese a todo, tan vehemente su necesidad confidencial, que dijo entre sollozos:

-Parece mentira que seas tan dura... ¡No tienes corazón!

-Lo que tengo -protestó la otra- es sentido común y vergüenza, y decoro.

No la hizo caso y prosiguió:

-¿Sabes lo que me pasa?... ¡Que Paulo lo sabe: todo!

Sin quererlo, la severa se interesó:

-¿Que lo sabe todo?... ¡En el nombre del Padre!... ¡Y tú tan fresca en casa de Pancha! ¡Pero criatura, tú no has visto la vergüenza ni por el forro!

Tampoco contestó a tan injusta observación, sino que prosiguió sus querellas.

-¡Lo sabe todo, todo, todo!... Y se ha puesto hecho una fiera y me ha querido matar...

-Y debía haberlo hecho -sentenció implacable la inquisidora.

-¡Como loco! -habló María- No lo quería creer... Decía que me creía capaz de un coqueteo, de comprometerme, de cualquier tontería; pero de una cosa grave, no... Que por eso no se había metido en nada...

-Si sois tal para cual -observó Candelaria.

-Y ahora -concluyó la cuitada-, pretende Lalo dejarme... Dice que no quiere chanzas... Y yo, sola... ¡Dios mío! ¡Dios mío! No sé qué hacer...

-¡Vivir como una mujer honrada!... -trazaba su prima.

-¡Como una mujer honrada! ¡Qué fácil es de decir cuando se tienen cuarenta mil duros de renta, un marido como el tuyo, una gran posición, unos hijos que son un amor de buenos y bonitos! -protestó María- Pero cuando se es pobre, se está sola y no tiene una amores ni cariños!...

Fue altisonante:

-Se abraza uno a su conciencia y es bastante.

Lo dijo de un modo tan enfático, que disipó en parte el patetismo de su amiga, que creyose obligado a comentar irónica:

-¡Y se muere abrazada al instrumento de martirio, como los cristianos en el circo!

Aquella idea del circo, por una rara ilación del pensamiento en su cabeza a pájaros, recordole la pata del perro de Velázquez, y, por ende, la tertulia de su amiga. ¡Qué pesado Tordillos!... Y la Gante, secundándole con empresement... Pues ¿qué me dices del traje de la Rosalva?... Y la loca de la Pencha, con el flirt allí... ¡Qué poca vergüenza!...

Agresiva, afirmó la Tardienta:

-Allá os la lleváis todas.

Llegaban. María, vuelta a su tragedia imploraba.

-¿No me dices nada, mujer?

Desdeñosa, casi agresiva, dejó caer:

-¡Que te alivies!

Y, mientras María saltaba como una pajarita, los charcos de la acera, dentro del auto que arrancaba de nuevo, esponjose satisfecha de sí misma.



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