El Robinson suizo/Capítulo IV


CAPÍTULO IV.


Regreso.—Captura de un mono.—Alarma nocturna.—Chacales.


Poco tardó Federico en hallar pesada la carga, cambiándola con frecuencia de posicion, ya sobre el hombro, ya bajo el brazo.

—No creia, dijo, que estas cañas pesasen tanto.

—Paciencia, y vamos andando; tu carga será como la de Esopo, que se aligerará conforme avances. Dáme una caña de esas y toma otra; cuando se haya agotado la miel de nuestros bordones de peregrino, tomarémos otros, y asunto concluido.

Efectuó lo que le previne, le até á la escopeta las cañas sobrantes, y seguímos andando.

Advirtió mi hijo que de cuando en cuando llevaba yo á los labios la caña que me habia dado, y trató de hacer otro tanto; pero por más que chupó nada sacaba: admirado de lo cual, y constándole que la caña estaba llena de jugo, preguntóme la causa. En vez de explicársela, dejé que la adivinase, y dándola vueltas acabó por descubrir que haciendo un agujerito en el primer nudo para dar salida al aire, obtendria el resultado.

Caminámos otro poco sin hablar palabra, hasta que Federico exclamó:

—¡Qué contenta se pondrá mamá con la leche de coco que llevo en la botella de lata dentro del zurron!

—Milagro será que con el calor no se eche á perder.

—Sería lástima; pero veamos.

Sacó la botella, y al punto saltó el tapon con estrépito, rebosando el líquido espumoso como vino de Champaña. Catámoslo, pareciónos muy sabroso, y así refrigerados continuámos la jornada más ligeros de peso.

Pronto llegámos al paraje donde expusiéramos las calabazas, y hallándolas ya secas, las metímos en los morrales. Trasponíamos el bosquecillo donde parámos primero, cuando Turco echó á correr ladrando desaforadamente y arremetiendo con un enjambre de monos que en el campo triscaban descuidados. Huyeron los pobrecillos á la desbandada, pero atrapando Turco uno menos ágil que los otros, lo despedazó en el acto, de suerte que por más que corrió Federico para detenerle, perdiendo de camino el sombrero y el lio, al llegar ya estaba Turco saboreando aquella carne palpitante. Con este sangriento espectáculo que nos entristeció á entrambos, formó notable contraste un incidente asaz jocoso, y fue que un mono pequeñito, hijo sin duda de la mona que mató Turco, saltó de súbito desde la yerba do se ocultaba sobre la cabeza de mi hijo, agarrándose tan fuertemente á sus cabellos, que ni á gritos ni á golpes podia sacudírselo.

Acudí á su auxilio con la presteza que me permitió la risa en que me deshacia al contemplar tan gracioso lance, en el cual no habia ningun peligro real, y sí sólo el terror de Federico, tan divertido como los gestos del animalito. Burlándome de su miedo y diciéndole que de seguro el mono huerfanito le tomaba por padre adoptivo, desembaracéle de la bestia no sin algun trabajo, y toméla en brazos cual si fuera un niño, discurriendo en lo que de él haria. Tamaño como un gazapo, todavía no se hallaba en estado de comer por sí solo. Suplicóme Federico que se lo cediese, prometiendo que le sustentaria con leche de coco hasta que tuviésemos la vaca del buque. Objeté que así añadiríamos otra carga á las muchas que nuestra situacion nos imponia; mas á sus ruegos y protestas consentí en que lo llevase, considerando que quizá nos serviria de mucho el instinto de la bestezuela para conocer las propiedades nocivas de ciertos frutos. Dejámos á Turco que se cebase en su presa, y con el monito sobre el hombro de Federico echámos á andar.

Al cabo de un cuarto de hora presentóse el perro con el hocico todavía ensangrentado; aunque le recibímos con frialdad, como si tal cosa siguió andando detras de Federico, no con poco pavor del nuevo compañero, que del hombro de mi hijo se le metió en el pecho; pero Federico lo sujetó con un cordel al lomo de Turco, al cual dijo en patético tono:

—¡Tú que has muerto á la madre, carga con el hijo!

Así el perro como el mono se resistieron á tal operacion; mas á golpes y amenazas pronto reducímos á Turco á la obediencia, y el monito, bien atado, acabó por habituarse á la montura, siendo tales sus ademanes y muecas que no pude ménos que reirme al imaginar la alegría de mis otros hijos cuando viesen tan burlesco jinete.

—¡Vaya si se reirán! exclamó Federico; y á fe que Santiago tendrá un buen modelo para aprender más visajes de los que hacer suele.

—El modelo que tú debieras tomar, respondí, es el de tu buena mamá, que en vez de notas vuestros defectos siempre trata de disimularlos.

Conoció Federico su falta y habló de la ferocidad con que Turco habia devorado la mona. Sin vindicar la accion del perro, atenué su odiosidad recordando los grandísimos servicios que presta al hombre ese fiel animal.

—Es su único auxiliar, añadí, y le ayuda contra las bestias más fieras. Turco sería capaz de habérselas con una hiena, con un leon, si necesario fuese.

Naturalmente esta plática nos condujo á hablar de los animales del buque, y al paso que Federico echaba de ménos la vaca, el asno le parecia de escasa importancia.

—Te equivocas, dije; el asno nada tiene de gallardo, lo confieso; pero pertenece á una raza excelente. ¿Quién sabe si con el tiempo el buen alimento y sobretodo el clima acabarán por mejorar su perezosa índole?

Distraidos con la conversacion, hízose tan breve el camino que sin pensarlo nos encontrámos cerca del arroyo y de los nuestros. Bill fue el que primero nos saludó, recibiéndonos con alegres ladridos y meneando la cola; respondiéndole Turco, con que tanto se asustó el pobre mono, que rompiendo las ligaduras saltó de nuevo al hombro de Federico, de donde ya no se movió, miéntras Turco ladrando corria á anunciar nuestra llegada.

En breve nos reunímos con la familia, que nos aguardaba á la orilla opuesta del arroyo. Pasados los primeros trasportes, los niños comenzaron á saltar gritando:

—¡Un mono! ¡un mono vivo! Y ¿cómo se le ha cogido? ¡Qué bonito es! ¡Ay qué cocos, papá!

Y todo eran preguntas sin aguardar respuesta, hasta que calmándose algun tanto la algazara tomé la palabra.

—Me alegro de veros, queridos; gracias á Dios volvemos buenos y sin la menor novedad. De los compañeros de viaje no hemos hallado rastro ni huella.

—Conformémonos con la voluntad del Señor, dijo mi esposa, y bendigamos la misericordiosa mano que nos salvó y os ha restituido aquí salvos y sanos tras algunas horas que me han parecido siglos. Pero dejad ya la carga, que os habrá fatigado mucho.

Soltámosla al punto, y miéntras Ernesto recogia los cocos Federico repartió las cañas entre sus hermanos, que las recibieron saltando de júbilo. Grande fue el de mi esposa al ver los platos y cucharas de calabaza.

Llegámonos á la tienda donde nos aguardaba la cena. Estaban junto al fuego una buena sopa, boquerones ensartados en una espiguilla de madera, y un pato asado cuya abundante grasa caia en una gran concha de ostra; además un abierto barril de los que encontrámos nos brindaba con exquisitos quesos de Holanda.

—Amigos mios, exclamé al contemplar tal aparato, bien está que os acordeis de nosotros con tanto regalo y esplendidez; pero es lástima haber muerto este pato, pues debemos economizar la volatería.

—Sosiégate, respondió mi esposa, que todavía están intactas las provisiones; lo que tomas por pato no es sino un pájaro de sabrosa carne segun dice Ernesto.

—Papá, interrumpió el último, yo creo que es de los que se llaman penquinos [1] ó pájaros bobos.

Y citó las señales por las que á su parecer lo conocia. Confirmé su aserto, y observando la impaciencia con que todos deseaban cenar, sentámonos en el suelo; tocónos á cada cual una buena racion de sopa que no habia más que pedir; siguióse el pescado, y luego abrímos los cocos, que nos sirvieron de postres. De pronto se levanta Federico exclamando:

—¡Papá! y el víno de Champaña ¿lo ha olvidado V.?

Fué al punto por la botella; pero ¡oh desgracia! el supuesto víno se habia acedado. Con todo, aprovechámoslo para sazonar el pescado, y como el ave asada tenia tanta grasa, con el nuevo vinagre la encontrámos sabrosísima.

Miéntras cenábamos cerró la noche; entrámos luego en la tienda, donde se habia duplicado el musgo; los animales ocuparon cada cual su puesto, las gallinas arriba, los acuátiles en las junqueras, y el mono se agazapó entre Federico y Santiago, que le abrigaron. Yo me recogí el último como siempre, tardando poco en abandonarnos al sueño.

Apénas lo conciliámos cuando me dispertó el cacareo de las gallinas que se alborotaban y los ladridos de los perros. Levantéme inmediatamente, imitáronme mi esposa y Federico, y tomando las escopetas salímos de la tienda. La luna iluminaba una horrorosa refriega: los dos valientes perros, rodeados de hasta doce chacales por lo ménos, despues de malparar á cuatro ó cinco, contenian á los demás á respetable distancia.

—¡Cuidado! dije á Federico, apunta bien y disparemos á un tiempo para escarmentar á estos merodeadores.

Simultáneos fueron los disparos, y á la segunda descarga, que acabó de dispersar á los enemigos, arrojáronse los perros sobre los muertos para despedazarlos.

Sin embargo, Federico logró arrancarles uno, y con mi beneplácito lo arrastró hasta la tienda á fin de que á la mañana lo viesen sus hermanos. Asemejábase bastante á la zorra, y era tan alto como Turco. Dejando á los perros que saboreasen la sangre de las víctimas, derecho de que les invistiera su brava hazaña, tornámos al musgoso lecho junto á los otros niños, que afortunadamente nada oyeron, y dormímos hasta la alborada, en que dispertados mi esposa y yo por el canto del gallo comenzámos á pensar en qué emplearíamos el dia.


  1. El penquino ó alca pertenece á la rara familia de palmípedos sin alas, que sólo presentan los rudimentos de estos órganos, y por su conformacion especial parecen tan extraños á la tierra como á las regiones del aire, pues apénas pueden andar, ni volar. Los hay en el Sur, y en el Norte se conocen varias especies. El mencionado pájaro es el que se nomina gran penquino ó penquino brachyptere (Alca impennis).