El Robinson suizo/Capítulo III
Despertados al alba por el canto de los gallos, lo primero que á mí y mi esposa se nos ocurrió fue emprender una correría por la isla con objeto de descubrir alguna huella de nuestros infortunados compañeros de viaje, y comprendiendo ella que la excursion no podia efectuarse en familia, acordámos que Ernesto y los dos hermanitos menores se quedasen á su lado, acompañándome únicamente Federico como el mayor y más juicioso. Despertaron uno tras otro los niños, y todos, incluso el perezoso Ernesto, abandonaron el rústico lecho.
Interin mi esposa preparaba el desayuno, pregunté á Santiago lo que habia hecho de la langosta, y corrió á buscarla entre las rocas, donde la ocultara á fin de que los perros no la hurtasen. Alabé su prevision, y sonriéndome le dije si consentiria en cederme una pata para la correría que iba á emprender.
—¿Qué correría es esa, papá? exclamaron de consumo los niños saltando de gozo; y ¿por qué lado partimos?
Agüéles el contento manifestando que solo Federico me acompañaria, y que ellos quedarian con su madre en la playa bajo la salvaguardia de Bill, pues el Turco nos lo llevábamos. Ernesto nos encargó que si encontrábamos cocos se los trajésemos.
Disponiéndome ya á partir, previne á Federico que tomase su escopeta; pero el pobre lleno de rubor me pidió permiso para servirse de otra, por hallarse la suya inutilizada á causa de su arrebato de la víspera. Mucho hubo de rogarme para alcanzarlo; accedí, y pusímonos en camino con canana, zurron, hacha, pistolas, galleta y una botella de agua.
Antes de marchar nos arrodillámos todos para orar; despues encarecí á Santiago y Ernesto que en mi ausencia obedeciesen en todo á su madre, repitiéndoles más de una vez que no se alejasen de la playa ni perdiesen de vista la balsa, por considerarlo como seguro asilo á cualquier evento; y así, completadas mis instrucciones, nos abrazámos y partí con Federico. Mi esposa y mis hijos rompieron á llorar amargamente; mas los silbidos del viento y el murmurar del arroyo que á nuestros piés corria, en breve ahogaron sus sollozos y voces de despedida.
Era tan escobrosa la márgen del arroyo y tan próximas al agua estaban las breñas, que á veces apénas habia sitio donde poner los piés; fuímos siguiéndola como mejor pudimos hasta que un peñon nos cerró el paso. Por dicha el arroyo estaba en aquel punto sembrado de rocas, y saltando de una en otra llegámos al opuesto lado. En adelante el camino, hasta entónces fácil, hízose por momentos más trabajoso, encontrándonos entre matorrales y yerbas agostadas por el ardor del sol, que al parecer se extendian hasta el mar.
No habíamos bien andado cien pasos, cuando oímos ruido á las espaldas y como que se agitaban las ramas; noté entónces con satisfaccion que Federico sin asustarse preparó la escopeta con la mayor entereza, dispuesto á recibir al enemigo, quien quiera que fuese. Afortunadamente era el caso que Turco, del cual ya no nos acordábamos, corria á juntarse con nosotros; acogímosle con caricias, y de paso felicité á Federico por su valor y presencia de ánimo, diciendo:
—Ya lo ves, hijo mio; si en vez de esperar con prudencia, como has hecho, te hubieses precipitado disparando al acaso, tal vez no arañaras siquiera alguna alimaña, á serlo este animal, y en cambio pudieras matar al pobre perro, de cuyo auxilio quizá necesitemos.
Avanzando siempre, observámos que á la izquierda y á corto trecho se extendia el mar; á la derecha y á media legua de distancia, la cordillera que terminaba en donde acampábamos corria casi paralelamente con el arroyo, ostentando su verde cumbre poblada de frondosos árboles. Como todavía fuésemos más léjos, preguntóme Federico por qué adelantábamos tanto con riesgo de la vida en busca de quienes tan villanamente nos abandonaron. Recordéle el precepto del Señor, que sobre prohibirnos volver mal por mal, nos manda por el contrario corresponder al mal con el bien; añadiendo además que al obrar de tal modo los compañeros de viaje, quizá más que á mala intencion cedieron á la fuerza de la necesidad y á las circunstancias. Calló el muchacho á esas razones, y ambos silenciosos y discursivos continuámos el camino.
A las dos horas de marcha llegámos á un ameno bosquecillo algo distante del mar, en el cual nos detuvímos un rato para gozar su fresca sombra á la orilla de un arroyuelo. Mansa corria el agua en la umbría espesura, revolando en torno infinitos pajarillos de bellísimos colores. Al penetrar Federico en el bosque se imaginó divisar monos encaramados en los árboles, en cuya idea nos confirmaron la inquietud de Turco y sus frecuentes ladridos; y levantándose para ver si los hallaba, tropezó en un cuerpo extraño, redondo, que por poco le hace caer. Lo coge y me lo presenta, dudando de si es ó no un nido de pájaro.
—Es un coco, respondí.
—¿Por qué no ha de ser un nido, habiendo aquí tanto pájaro?
—Cierto, pero en la corteza filamentosa conozco el coco, y si no, pártelo y verás.
En efecto, abrímoslo, y nos encontrámos que estaba seco; trinó el niño contra las relaciones de los viajeros que hacian tan apetitosa descripcion del líquido que encerraba el tal fruto y de la especie de nata que cubria la almendra, é interrumpile diciendo que lo que habíamos encontrado estaba seco de mucho tiempo, y que probablemente hallaríamos cocos frescos. En efecto, á poco encontrámos otro, que algo rancio y todo, no dejó de gustarnos.
Proseguímos caminando por el bosque, siendo á veces preciso abrirnos paso con el hacha entre la multitud de bejucos y enmarañada maleza que lo obstruian, hasta que arribámos á un sitio donde la arboleda era más clara.
En aquel bosque la vejetacion se mostraba lozana y espléndida, y los árboles á cual más extraños y vistosos. Contemplábalos mi hijo suspenso y admirado, haciéndome notar lo raro de los frutos y hojas; pero al llegar á otro más maravilloso, preguntó:
—¿Qué árbol es este, papá, cuyos frutos están pegados al tronco en vez de colgar de las ramas? Voy á coger uno.
Al aproximarme reconocí con alegría que era un calabacero cargado de fruto, y notando Federico mi satisfaccion, me preguntó si era comestible y servia para otras cosas.
—De este árbol, respondí, uno de los más preciosos que en estos climas se crian, sacan los salvajes alimento y utensilios para cocerlo; y si bien tienen en mucho su fruto, los europeos lo desprecian, aprovechando únicamente la corteza, que labran de mil maneras.
Seguí explicando cómo los salvajes hacen de ella platos, cucharas, y hasta vasijas para hervir el agua; y al oirlo atajóme preguntando si aquella corteza era tan incombustible que resistiese á la accion del fuego, á lo cual respondí:
—No, porque los salvajes no necesitan lumbre para eso: echando en el agua guijarros candentes, la calientan hasta que hierve.
Manifestó Federico que con mi consentimiento trataria de labrar algun utensilio para su madre; preguntéle si traia bramante para dividir las calabazas, y contestó que tenia un ovillo, pero que mejor lo haria con la navaja.
—Pruébalo pues, le respondí y á ver quién de los dos sale más lucido.
Pronto arrojó Federico despechado la calabaza que habia elegido, la cual destrozaba enteramente por resbalarse el cuchillo á uno y otro lado en la blanda corteza; miéntras que yo á la mayor brevedad labré con el bramante dos magníficos platos. Maravillado de mi buen éxito, imitóme con facilidad, y despues de enarenar la porcelana de nueva especie, expusímosla al sol para que se secara. Luego continuámos andando, entretenido Federico en labrar una cuchara con un trozo de calabaza, y yo haciendo lo propio con la cáscara del coco que nos sirviera de refrigerio. Empero debo confesar que la obra estuvo léjos de poder competir con las que de su género vímos en el museo labradas por los salvajes.
Si bien íbamos departiendo, no dejábamos de estar recelosos; pero do quiera imperaba el más profundo silencio. Á las cuatro horas largas de camino alcanzámos un promontorio que penetraba muy adentro en la mar, formando una alta y tajada costa, y como el paraje nos pareciese pintiparado para observatorio, comenzámos á trepar con gran trabajo la cuesta, desplegándose en la cumbre á nuestros atónitos ojos un hermosísimo panorama, que con creces nos compensó el cansancio de la subida.
Estábamos en medio de un admirable cuadro de vegetacion y colores, el cual examinado en sus detalles con el anteojo, era todavía más admirable y encantador. Campeaba por un lado una anchurosa bahía cuyas orillas gradualmente se confundian con el horizonte azul á lo largo del mar tranquilo y terso como un espejo, donde el sol rielaba con mágicos reflejos; por otra ostentábase una feraz campiña con frondosas alamedas y verdes prados. Exhalé un suspiro á tan grandioso espectáculo, pues en medio de todo no hallábamos el menor rastro de nuestros desventurados compañeros.
—¡Cúmplase tu voluntad, Dios mio! exclamé. Todos pudiéramos vivir aquí, si no con comodidad, á lo ménos sin fatigas ni molestias, y sólo á nosotros nos fue dado llegar, quizá porque así conviene á tus inescrutables designios.
—No me disgusta la soledad, dijo Federico, con tal que la anime la presencia de mis amados padres y hermanos. Los hombres de los primeros tiempos vivieron como nosotros vamos á hacerlo.
—Aplaudo tu resignacion, repuse; mas como el sol nos achicharra, vamos á la sombra á tomar un bocado y luego emprenderemos la retirada.
Dirigímonos á un bosque de cocoteros que coronaba la altura, atravesando un pantano erizado de cañas entrelazadas que nos impedian el paso; avanzámos despacio y con tiento por si encontrábamos algun reptil venenoso, precedidos siempre de Turco que exploraba el terreno. Ocurriéndoseme cortar una de aquellas cañas para que sirviese á un tiempo de apoyo y defensa, noté que destilaba un jugo pegajoso que me pringaba las manos; acerquélo á los labios, y desde luego conocí que nos hallábamos rodeados de cañas dulces. Proporcionáronme una deliciosa bebida que me refrigeró. Deseando que Federico, que iba delante, tuviese la satisfaccion del descubrimiento, díjele que cortase otra caña para que le sirviera de cayado, como así lo hizo, y miéntras la blandia despidió gran cantidad de zumo que le humedeció la mano, la cual también llevó á los labios, y entendiendo al punto lo que era, exclamó alborozado:
—¡Caña dulce, papá! ¡y qué regalada! Llevemos algunas á mamá y á los hermanos.
Y así diciendo hizo trozos la que tenia para chuparla con más comodidad. Tuve que irle á la mano para que no se lastimara, y á pesar de aconsejarle que no cogiese tantas, pues pesarian demasiado, cortó una docena, atólas con hojas formando haz, y se las puso debajo del brazo con grandes muestras de alegría.
En breve arribámos al bosque de cocoteros, y apénas nos sentámos para terminar la comida cuando vímos una legion de monos que amedrentados por los ladridos de Turco trepaban á los árboles, desde los cuales nos observaban haciendo gestos. Reparando que la mayoría de las ramas estaban cargadas de cocos, antojóseme obligar á los monos á que ellos nos los cogieran, para cuyo efecto me levanté á tiempo de impedir que mi hijo les disparase la escopeta.
—¿A qué viene eso? le dije; mira lo que yo hago, imítame, y verás cómo llueven cocos.
Cogí una piedra, arrojéla á los monos, y aunque á ninguno dió, encolerizáronse de tal modo, que sedientos de venganza nos tiraron gran cantidad de cocos, tantos que cubrian el suelo, sin saber nosotros adónde acogernos para que no nos lastimasen. Apretábase Federico los ijares de risa á mi astucia, y cuando aflojó la lluvia, comenzó á recogerlos. Buscámos luego un lugar umbrío, donde nos sentámos á saborear sosegadamente la carne de coco azucarada con zumo de caña, con lo cual tuvímos un manjar exquisito. Turco se comió las sobras de la langosta, pepitas de coco y pedazos de caña, los cuales machacaba á mandíbulas batientes. En seguida, Federico con el haz de cañas y yo con algunos cocos tomámos la vuelta de la tienda.