El Robinson suizo/Capítulo II
Al romper del alba estábamos todos levantados, y en habiendo rezado con mi familia la oracion de la mañana, previne que se dejase alimento para muchos dias á cuantos animales en la nave quedaban.
—Tal vez, entre mí dije, podamos algun dia recogerlos.
Resolví trasbordar á la almadía un barril de pólvora, tres escopetas, otras tantas carabinas, un par de pistolas, dos de cachorrillos, y la mayor cantidad posible de comestibles, amen de la bien abastecida canana que mi esposa y cada uno de los niños llevaba; tomando ademas una caja de pastillas alimenticias, otra de galleta, una olla de hierro, una caña de pescar, un cajon de clavos, otro de herramientas, y un gran trozo de lona para tienda de campaña; con lo cual y otros objetos, no obstante haber reemplazado el lastre con otros más necesarios, no nos fue posible recargar la balsa con muchas cosas que tambien deseábamos llevarnos. Invocámos en seguida el santo nombre de Dios, y ya nos disponíamos á partir cuando cantaron los gallos como en són de despedida, inspirándome la idea de recogerlos junto con los patos, ánades y palomos; tambien tomámos diez gallinas y dos gallos, uno polluelo y otro viejo, y metímoslos en una tina que tapámos, soltando á las demas aves por si se les antojaba seguirnos á vuelo ó á nado.
Estábamos embarcados todos ménos mi esposa, que saltando en la almadía con un saco lo colocó en la tina donde iba el hijo menor, sin duda para que le sirviese de almohada.
Hallábase en la primera tina mi esposa, tierna compañera, pia y cariñosa madre; en la segunda Franz, de muy buenas disposiciones, aunque todavía ignorante de todo; en la tercera Federico, valiente y fogoso; en la cuarta las gallinas y varios objetos; en la quinta los comestibles; en la sexta Santiago, atolondrado y travieso, si bien dócil y emprendedor; en la séptima Ernesto, tan inteligente como juicioso; en la octava y última yo, el padre de todos, gobernando la canoa con un timon. Espuñaba cada cual un remo, atado al cuerpo el salvavidas de que debíamos valernos en caso necesario.
Al abandonar la nave estaba la marea á la mitad de su creciente, circunstancia que nos vino de molde; y al notar los perros que nos alejábamos, arrojáronse al agua para seguirnos nadando, no habiéndonos sido posible embarcarlos por ser demasiado grandes. Turco, que así se llamaba el primero, era un alano inglés de los más corpulentos, y Bill una perra de igual pujanza y tamaño. Al principio temí que la travesía fuese para ellos sobrado larga; mas permitiéndoles de cuando en cuando apoyar las patas en los travesaños de la balsa, tal maña se dieron que ya corrian por la playa cuando desembarcámos.
Navegando con toda felicidad, en breve descubrímos la costa lo suficiente para notar su aspecto á primera vista poco atractivo, pues las peladas rocas que la ceñian eran claros indicios de esterilidad y pobreza. Serena estaba la mar, las olas rompian suavemente á lo largo de la costa, y en torno flotaban maderos y cajas procedentes del buque náufrago. Pidióme Federico permiso para recoger algunos de aquellos restos, y pudo atraer dos pipas que cerquita flotaban, las que conducímos á remolque.
A medida que nos aproximábamos perdia la costa su agreste aspecto, y los perspicaces ojos de Federico divisaron luego árboles que aseguró ser palmeras; mucho sentí á esta sazon no haberme llevado el anteojo del capitan; pero Santiago sacó uno pequeño que habia encontrado, con el cual examiné con detenimiento la costa á fin de elegir punto á propósito para el desembarque; y miéntras me hallaba embebido en esta tarea, á lo mejor una rauda corriente nos arrastró hácia la playa en la embocadura de un riachuelo, junto á una planicie triangular cuyo vértice se perdia en las rocas y cuya base formaba la playa. Como allí la orilla no excedia en elevacion á las tinas y el agua podia mantenerlas á flote, determiné desembarcar en dicho sitio.
Saltámos en tierra, excepto Franz, que por sus tiernos años hubo de tomarla con la ayuda de su madre. Los perros, que ya nos estaban aguardando, colmáronnos de fiestas, mostrando su agradecimiento con saltos y ladridos de alegría; los patos retozaban en la caleta parpando á más no poder, de suerte que, unidos sus gritos á los de innumerables aves acuátiles, pacíficos moradores de aquellos lugares á quienes asustábamos con nuestra inesperada presencia, heria los aires una algazara inexplicable; empero gozábame en escuchar tan extraño concierto, pensando que los infortunados cantores que me regalaban los oídos podrian en caso necesario proveer á nuestra subsistencia en aquella solitaria tierra. Así que la pisámos pusímonos de rodillas para agradecer al Señor la señalada merced de habernos guiado á ella salvos y sanos.
Al acabar la plegaria levantámos una tienda al abrigo de las peñas con el trozo de vela que traíamos, circuyéndola á modo de parapeto con las cajas de los abastos; hecho lo cual encargué á mis hijos que recogiesen musgo y hojarasca para no acostarnos en el duro suelo, y en el ínterin aderecé un fogon con piedras lisas y llanas que me ofreció un arroyo inmediato, sobre el cual mi esposa ayudada de Franz colocó un puchero de agua con algunas pastillas alimenticias, aderezando así la comida.
Al principio tomó Franz las tales pastillas por pedazos de cola, y como aventurase sobre el particular alguna observacion, desengañóle su madre manifestando que estaban compuestas de varias carnes reducidas á gelatina á puro cocerse, y servian en los viajes largos para tener siempre caldo más sustancioso que el de la carne salada.
A todo esto Federico, despues de recogido el musgo, fuése arroyo arriba con una escopeta, miéntras Ernesto se encaminaba al mar, y Santiago á las rocas de la izquierda para coger almejas. Tocante á mí, en tanto que me esforzaba inútilmente para sacar á tierra las dos barricas recogidas en la travesía, súbito hirió mis oídos la clamorosa voz de Santiago; incontinenti volé á su auxilio con un hacha, y encontréle metido en el agua hasta las rodillas, pugnando con una langosta de gran tamaño que se le enredaba en las piernas; salté al agua, quiso huir el espantado crustáceo, y como no me tenia cuenta, despues de contundirle con un hachazo lo arrojé á la playa.
Ufano Santiago con su presa, apoderóse de ella con ánimo de llevarla á su madre; pero como sólo estaba aturdido, dióle en la cara tal ramalazo con la cola, que el niño hubo de soltarla llorando á grito herido. Miéntras me reia del lance, repuesto el niño y lleno de coraje, aplastó con una piedra la cabeza de la langosta; reprendile porque de tal modo mataba á un animal vencido, advirtiéndole que á ser más cauto, á no acercar tanto el rostro, se ahorrar el golpe.
Convencido por mis razones, cogióla de nuevo y corrió á su madre exclamando:
—Mamá, mamá, ¡una langosta! Ernesto, ¡una langosta! ¿Dónde está Federico? ¡Cuidado, Franz, que muerde!
Rodeáronle sus hermanos asombrados del tamaño del marisco, escuchando las hazañas de Santiago, y volví á la interrumpida faena, no sin felicitarle por ser el primero que habia hecho un descubrimiento útil, prometiéndole en recompensa una de las patas mayores.
—Pues yo, saltó Ernesto, he descubierto otra cosa buena para comer; mas no la he traido porque para cogerla tenia que mojarme.
—Serán almejas, replicó Santiago con cierto desden; no las cataré siquiera; vale más mi langosta.
—No, que son ostras, repuso Ernesto, porque están muy hondas.
—Otras ó almejas, señor filósofo, díjele entónces, tráenos un buen plato para la comida, pues en nuestra situacion nada debemos despreciar. Cuanto á lo de mojarte, continué con más suavidad, no se pescan truchas á bragas enjutas, hijo mio. Por lo demás, ¿no ves como el sol nos ha enjugado en un santiamen la ropa á mí y tu hermano?
—Tambien traeré sal, añadió Ernesto levantándose, pues hela encontrado en las grietas de las rocas, donde la habrá depositado el agua del mar, ¿verdad que sí, papá?
—Más valiera, pregunton sempiterno, que en vez de disertar sobre su orígen nos hubieras traido ya un saco. Vé en seguida por ella si no quieres que comamos la sopa desabrida.
Volvió Ernesto al instante, pero la sla que nos presentó era tan terrosa, queya la íbamos á tirar, cuando á mi esposa se le ocurrió disolverla en agua y filtrarla para el puchero.
Miéntras explicaba al atolondrado Santiago por qué no aprovechábamos el agua del mar para el susodicho objeto, la cual no podíamos emplear por contener sustancias repugnantes al paladar, mi esposa nos anunció que la sopa estaba en su punto.
—Alto, la dije; aguardemos á Federico; pero ¡calle! y ¿con qué la tomamos, como no sea sorbiendo y quemándonos los labios?
—Si tuviéramos cocos, observó Ernesto, los partiríamos por la mitad y nos servirian de cucharas.
—Más cómodos serian nuestros cubiertos de plata, si los tuviéramos.
—¿Por qué no echamos mano de las conchas?
—¡Excelente idea! exclamé; pero ¿qué adelantarémos si carecen de mango? Con todo, anda á buscarlas.
Levantóse Santiago al mismo tiempo, y tan diligente anduvo que ya estaba en el agua cuando su hermano llegó á la orilla. Cogió gran cantidad de ostras que fue entregando á Ernesto, quien las metió en su pañuelo, guardándose de paso una gran concha en el bolsillo. En tanto que volvian, sonó á lo léjos la voz de Federico, respondímosle de recio para que nos oyese, y sentíme aliviado de un grave peso, pues ya me inspiraba seria inquietud su larga ausencia.
Acercósenos con una mando á la espalda, diciéndonos con fingida tristeza:
—¡Nada!
—¡Qué! ¿Nada? exclamé.
—¡Cómo ha de ser! ¡Nada!
Empero sus hermanos que le miraban detrás clamaron:
—¡Un lechoncillo, papá, un lechoncillo!
—¿Dónde lo has encontrado? A ver.
Entónces con aire triunfal mostró su caza; reprendíle por haber mentido, y mandándole que nos refiriese circunstanciadamente cuanto habia observado en su excursion, algo repuesto del cansancio comenzó una pintoresca descripcion
de aquellos lozanos y frondosos parajes, en cuyas orillas yacian restos del buque náufrago, é instónos á fijar los reales en aquel punto, donde hallaríamos abundante pasto para la vaca que se quedara en la nave.
—Poquito á poco, señor mio, interrumpí, todo se andará; díme primero si has encontrado rastro de nuestros infelices compañeros.
—Ninguno; pero en cambio, divagando por la campiña ha topado con una manada de animales como este, que de buena gana trajera vivo, segun lo mansos que parecen, si no temiera que se me escapase y perdiéseme tan buen hallazgo.
Ernesto, que durante la conversacion examinaba atentamente el animal, manifestó que era un agutí [1], y confirmando yo su aserto, lo explané añadiendo:
—Oriundo de América, este animal tiene sus vivares como el conejo, alimentándose con raíces de árboles, y dicen que su carne es muy sabrosa.
Trataba Santiago de abrir una ostra con el cuchillo y no lo conseguia; prevínele que las pusiese encima del rescoldo, y abriéronse todas á un tiempo, proveyéndonos así cada cual de cuchara. Despues de muchos ascos decidiéronse los niños á comer los mariscos, que por cierto les gustaron poco, y en seguida apresuráronse á meter las conchas en la sopa; pero se quemaban los dedos, y esto les causaba risa. Ernesto entónces muy ufano sacó su gran concha, que era mayor que un plato, y llenándola en parte sin quemarse, desvióse del corro aguardando á que se enfriase el caldo. Dejéle obrar, y cuando iba á sorber le atajé diciedo:
—Egoista, sólo en tí piensas; esa porcion debes cederla á los fieles perros que nada han comido, contentándote con hacer lo que nosotros.
La reconvencion surtió efecto, pues Ernesto dejó el plato á los animales, que al instante lo vaciaron; mas como ni con mucho les bastase, aprovechando nuestra distraccion dieron buena cuenta del agutí de Federico, quien se levantó colérico y dióles tales culatazos con la escopeta, que torció el cañon, persiguiéndoles á pedradas hasta que desaparecieron aullando desaforadamente. Fuí tras él, y cuando se le pasó la ira manifestéle el disgusto que nos habia dado á mí y su madre, sin contar la pérdida del arma, que tanto podia servirnos, y la mayor y hasta probable de aquellos dos fieles guardianes. Reconoció Federico la falta, y con humildad me pidió perdon por su arrebato.
En esto el sol iba ya desapareciendo y la volatería agrupándose junto á nosotros, á la cual repartió mi esposa algunos puñados de grano que sacaba del talego que se llevara del buque. Alabé su prevision, advirtiéndola empero que quizá sería mejor economizar la semilla para nuestro sustento, ó bien para sembrarla, y prometiéndola en cambio traer galleta para las gallinas si tornaba á la nave.
Las palomas estaban ya apareadas en los huecos de las rocas; las gallinas con los gallos al frente se encaramaron encima de la tienda, y los patos se entraron por las junqueras del arroyo. Nosotros tambien dispusímos lo conveniente para pasar la noche, cargando las armas; pero apénas terminámos la oracion de la tarde, cuando repentinamente nos sorprendió la oscuridad sin crepúsculo intermedio: fenómeno que expliqué á los niños, deduciendo de él que debíamos hallarnos próximos al ecuador.
Como la noche era fresquita nos acostámos arrimaditos unos á otros en el musgoso lecho, y cuando ya dormian todos, con tiento me levanté á ojear los alrededores, saliendo de puntillas. Serena, pura estaba la atmósfera; el fuego aun despedia vacilantes resplandores, y para que no se apagase añadí ramas secas: entónces apareció la luna, y al recogerme, despertado un gallo por su claridad, me saludó cantando, y volví á acostarme ya más tranquilo, acabando por conciliar el sueño.
Apacible fue esta primera noche, en la que nada vino á turbar nuestro reposo.
- ↑ El agutí pertenece al género de los roedores que comprende tres especies conocidas: el agutí propiamente llamado, el acuchí y el agutí moñudo. Es un hermoso animal casi igual en tamaño y forma al conejo, y se cria en la América Meridional, en las Antillas y en Méjico; es montaraz, se alimenta de fruta y cortezas de árboles, y se alberga bajo los troncos N. del T.