El Lazarillo de Manzanares: 23
Capítulo XVI
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Ara pues, mi bueno de mi amigo me trató un casamiento cuyos lances, plática y partes de la novia son del tenor siguiente: yo tenía por costumbre todas las mañanas llevar mis muchachos a San Pedro, que cerca de mi posada estaba, y oír misa con ellos haciendo que cada uno trajese rosario y le rezase, y no era de los peores arbitrios, de donde volvíamos a casa y cada uno se sentaba a su labor.
Pues como un sábado fuese a lo que los días atrás acostumbraba, me hallé mi bueno de mi hombre con cara de casamentero, que es más feroz que de león, el cual me dijo:
-A vuestra posada iba yo y me lo habéis escusado.
¡Vaya vuesa merced notando las necedades! ¡Ir a tratar cosa de tanta importancia a un hombre tan ocupado a aquellas horas que lugar de rascarse la cabeza no tenía!
-Pues éste, señor, no es ni tiempo ni lugar de negociar.
-No importa -respondió-, que mientras la misa hablaremos los dos.
-¡Y daré buen ejemplo a mis discípulos! En la misa o en la iglesia no se ha de negociar más que con Dios. Suficiente tiempo queda para con los hombres.
-¡Ea!, pues entremos y oigámosla.
En fin, que no me dejó de la mano hasta que me volvió a casa, y en acabando de cortarles las plumas y dar a cada uno lo que había menester, me dijo:
-Yo creo que vos estaréis satisfecho de lo mucho que os deseo servir y cuán vuestro amigo soy.
Yo respondí:
-No tan sólo estoy cierto, mas aún muy cierto.
-Pues sabed que os quiero casar de mi mano.
«¡Oh dedos -dije yo entre mí- que escribistes la sentencia al rey Baltasar!»
-¿Pues sabéis vos, señor, si tengo yo intento de casarme?
-Tal es la prenda -dijo él- que puede hacer se vuelva el pie atrás en el intento que seguís.
-Prenda dijiste, ¡y qué cierto es ello, y qué a las veces da un hombre por ella más de lo que vale, pues da la libertad!
-Y para que vais entendiendo las veras con que os amo, esta señora no es niña.
«¡Ojo a la margen! », dije yo entre mí.
-Pues qué, ¿es vieja?
-No señor, mujer de su casa.
«Yo se lo juro a Dios que no lo sea de la mía.» Y deste coloquio la mayor parte me le había conmigo mismo.
-Tendrá treinta y ocho años.
«Ojo -dije- a la margen», «ojos -digo ahora- a los años.»
-Muy discreta, bien nacida y gran regaladora.
-¿Y es doncella?
-No fuera ese buen casamiento, es viuda.
En realidad de verdad él vino por el fruto de su sementera que, aunque había de ser -pues él sembró necedades- necedad, no fue sino paciencia; y si había de ser yo para quien fuese, también participó él dél, pues no arrimé la modestia y le metí las narices en los sesos.
-¿No será pobre?
-Y sobre todo lo dicho, es tercera como vos.
-Yo, señor -le respondí-, por ahora no tengo intención de casarme; si della mudare yo os avisaré, que quedo agradecidísimo a la memoria que de mí tenéis y a la merced que me hacíades en quererme honrar con esa señora, de cuyas partes creo no tan sólo lo que me decís, mas aún mucho más.
Con lo cual quise roer el cabestro, mas dañóme mucho el decir «por ahora», porque me respondió que si en algún tiempo me había de determinar, que no dejase pasar el presente, pues en él se me ofrecía cosa tan para vivir contento que tenía por sin duda no la hallase en otro alguno. Pidióme la viese, ya que no para efetuarlo, para que me enterase de que no me había informado con pasión, y que no la diría a ella cosa alguna cerca del intento con que la iba a ver, como tampoco lo hizo cuando me vino a hablar a mí, pues él de oficio se vino sólo por hacerme buena obra; que podía ir allá cuando gustase, pues era tercera y hermana de su orden. Yo lo prometí hacer como me lo pedía, con lo cual le eché de mí.
Vuesa merced habrá de saber que yo era lampiño. Pues de prometido me salieron barbas desde que le dejé hasta otro día que la fui a ver. Consideré qué me sucediera si llevara intento de casarme. Saliéranme -digo yo- ya canas, como los muchachos agudos que nacen vivido del vientre de sus madres el tiempo que para venir a aquella agudeza era menester, y por eso se dice: «Mucho sabe este niño, no se logrará», aunque pocos dan la razón.
Digo, señor, que fui a ver a mi tercera, tan flaca que más parecía prima, y entrando con la salutación más devota y recibiéndome con la misma, se levantó una mujer negra todo lo que vuesa merced mandare, y tan alta que fatigué la vista dos veces: una en mirarla y otra en ser ella la que miraba.
La cara de la prenda que el casamentero me encaminaba era tan ancha de frente y tan angosta de barba que parecía empezada en un punto, como las cofias que las mujeres para sí hacen. Los ojos eran azules y la cara del color que he dicho. ¡Vea vuesa merced qué buena estaría mi novia! La boquita, si no era como un piñón, era como una piña: pasábale, a mi parecer, cuatro dedos de cada oreja. Saludable, si no hermosa cosa, por que si las enfermedades se yerran por no saber dónde han hecho asiento, abriéndola ella se viera estómago, hígado, bazo y las demás partes del cuerpo. ¡Oh, qué tal era para un día de fiestas en la corte! ¡Alquilárase aquel balcón muy caro porque cabían muchos en él!
Los dientes eran buenos para ella, porque a quien lo tenía todo tan malo, le estaba bien, supuesto que no tenían nada que echar a perder. Parecían pan de santo, porque como ellos no lo comen está por unas partes negro, por otras azul y amarillo por otras. Pues quizá eran pocos, nunca entendí que había Sierra Morena de dientes hasta entonces, según estaban unos sobre otros y tantos como he dicho.
Tampoco entendí hasta que la hube visto que había narices de hábito corto como sotanilla y herreruelo. Hacía un pucherillo cuando hablaba que más parecía cacharro; no era poco, pero no valía nada. Viuda era de un barbero no poco dichoso en morirse por salir de con ella.
Despedíme y vínose conmigo el que a su casa me había llevado, preguntándome qué me pareció della, mas yo no le respondí cosa alguna hasta que otras tres veces me lo preguntó. Entonces alcé los ojos y dije:
-Estoy haciendo memoria si os he ofendido en algo y paréceme que no, y también tengo por sin duda que mis padres no os hicieron ningún agravio; y con todo no me puedo persuadir a que vos no tengáis alguna gran ojeriza conmigo, porque una mujer como ésta no se pudiera haber encaminado sino a un hombre de quien se quisiese tomar entera venganza, estoy por decir mayor que en matarle, porque entonces le mataba muchas veces, si quitándole la vida, una.
-¿Qué queréis decir? -dijo él-, ¿que no es muy hermosa? Pues no fuera buen casamiento si eso no faltara. ¿Nunca oístes, decir: «Dios te dé mujer que todos te la codicien y ninguno te la alcance»?
-Sí he oído -respondí.
-Pues esa mujer os traía.
-¿Cómo me dábades mujer que todos me la codiciasen si pueden espantar los niños con ella?
-¡Ah, señor, la hermosura del alma es mucho mayor que la del cuerpo!
¿No dije que fuese vuesa merced atendiendo a las necedades del casamentero? ¡Pues vea cuál es ésta!
-Ser la hermosura del alma mayor que la del cuerpo -respondí yo- cualquiera lo conocerá, mas no ha habido en el mundo hombre que della se enamore para el apetito sensual. Siendo esto ansí, no tiene que ver reinar en ella honestas costumbres con enamorarse del cuerpo, que por desesperado que sea habrá otro que le haga ventajas; y cuando esto no fuese, da la fea y recibe la hermosa. De manera que lo que se ha de buscar es un buen natural, que con ese es fácil -poniendo un hombre poco de su parte- gozar una honrada mujer.
-Vos miraréis cuán bien os está y yo acudiré por la respuesta mañana.
-Si no habéis de venir a otra cosa no tenéis para qué cansaros, porque yo no me he de casar, que me quiero hacer beato, pues hay beatas.
En fin, se fue y me dejó; pero a otro día, si no él, fue ella la que vino a traerme unos papeles por donde le pertenecía cierta cantidad de hacienda que un su deudo la usurpaba por falta de hombre, el cual estaba en las Indias. ¿No vee vuesa merced qué buen dote traía la que todas ellas con ella no eran nada? Entróseme por las puertas, al parecer, porque el traidor del casamentero no tan sólo la dijo nada de lo que yo le dije, sino que la aconsejó viniese ella misma a traerme los papeles, que gustaba yo dello, porque siendo los dos de una orden podíamos tratárnoslo nosotros. ¡Vea vuesa merced qué brindis éste para hacer el juicio a teja vana! Si bien es verdad que hombre ninguno podía hacer tan gran yerro, porque si pusiera la mira en cogerla algún dinero o cosa que lo valiese, no tenía qué; si en gozarla, tampoco, porque aquella mujer no tan sólo provocaba, antes era efecto de pecado ya cometido.
Hablóme como casi marido y yo la respondí no como casi enfadado, antes como muy enfadado. Pensará vuesa merced que se fue, pues en lugar dello se quitó el manto para hacerme la cama. No es bueno, que me acordé de mi maestro cuando le quitaron la cadena por aquel engaño, y que no las tuve todas conmigo. ¡Válgate el diablo la mujer si me metieses en cosa que me trastornase el juicio! Y esto se podía temer, que casarme yo, ¡ni por pienso!, porque cuando una mujer toda es defectos y es pobre no se ha de temer otra cosa. Yo llamé a Dios, y suplicándole pusiese los ojos en mi inocencia le pedí me librase del mal hombre, el casamentero; de mala mujer, la presente; de poder de justicia, por la que me amenazaba por medio de algunos testigos falsos.
Hecho esto me bajé a mi escuela, y como hallase en ella algunos muchachos -porque viéndola bajar no perdiese con ellos lo ganado- volví arriba a pedirla se quedase por entonces, de manera que hube de tener por convidada a la culebra que engañó a Eva. Cuál estaría yo considérelo vuesa merced y junto con eso, aquél estaría ella, porque cómo fuese tan necia como el casamentero, creyera que ya estaba hecho el negocio. ¡Oh valentía de una pesadumbre!, pues desde que aquel hombre quiso inquietar mi sosiego hasta que la mujer salió de mi casa, debí de vivir doce años, el semblante a lo menos ansí lo mostró.
¡Válgate la malaventura por modo de tratar casamiento! Pues, abrir el ojo, no diré que asan carne, que no la hay, sino que amenazan huesos. Y pues que he dicho huesos, le quiero cumplir lo prometido en un discurso cerca de la mujer flaca, volviendo después al estado en que éste quedó.
Ser flaca no es pecado, como no sea en lo que quita opinión, mas es disgusto, porque una mujer en agudos como erizo, tan angosta de cara que apenas la caben los dedos para persignarse, no puede ser buena más que para hacer penitencia con ella, como quien se pone rallos a raíz de las carnes. ¿Quién podrá negar que no sacó de la puja, su padre desta dama, a los que pesan carne? Que si aquellos dan contrapeso del hueso, fue más la carne que dieron, mas su padre de la carne hizo contrapeso al hueso.
Yo la aconsejaría que cuando saliese de casa con aire se echase unas bolas de bronce o hierro en las mangas, como cuando hay en la mar borrasca que se echan áncoras, porque no se la lleve a otro lugar.
Para una cosa es muy buena esta dama: para llevarla un hombre a su lado, porque como haya pena para el que pone mano a la espada, poniéndola a su brazo quedará esento della y podrá defenderse y ofender, porque un estoque mejor es que una espada. Las armas de las mujeres oí decir siempre que eran la lengua, más esta dama mayor obligación tiene a naturaleza, pues le dio lo uno y lo otro, y tanto que la considero metidas las carnes en un estuche: ellas la herramienta y él las basquiñas. Sin duda ninguna que la hicieron para probar y que la dejaron con la armadura sola, como las figuras en bosquejo.
Si a esta mujer la vinieren buenas fortunas, noble se mostrará en no ensancharse; consuélese, si tuviere dineros, con que una de las honras que a los santos se les hace en esta vida es guarnecerles sus huesos con oro, y si a ella por eso no, por afortunada sí. No sé yo quién como ella por su muerte no tenga necesidad de que la embalsamen, porque si no tiene tripas, por ser mujer es bien cierto que no tiene sesos.
¡Oh, qué dieran los griegos por cuatro mil soldados como ella para su caballo, porque fueran muchos y ocuparan poco! ¿De quién como de la tal se le puede hacer menor cargo a la muerte? Porque si nació sin carne no hubo más que los huesos. Si anduvo el cielo escaso o estimó la que puso en ella, no es mío responder a ello, sólo digo que parece que se la pusieron con algodón, como cuando doran las camas.
¡Buena venía la novia! ¡Qué rostro mostró tan hermoso para que me cegase! Es cierto verdad que las mujeres propias han de ser muy queridas para poder sufrirlas tantas imperfecciones como, quitadas la tara, tienen. Y esto ¿cómo puede ser, no siendo sino muy lindas, que parezcan bien? Porque es llano que son de noche verdad de la ficción de todo el día. Considero yo por tara los chapines: ya queda una mujer media; sin ropa, basquiña y faldellín, ya no queda nada, y más si se pone un capillo de lienzo en la cabeza y otro lienzo apretado por la frente, con unos guantes por amor de la muda, que parece que va a castrar colmenas con las demás cosas que a todas les son comunes. De manera que el ponerse que he dicho, quitarse es, luego bien digo que es menester quererlas mucho para sufrirlas.
Ser una mujer lindo animal, ¿quién habrá que lo niegue? Mas ¡ay lo que hemos asentado para quien lo tiene en casa! Y por esta razón dijo bien un hombre a otro que estaba muy enamorado de su mujer: «Vos, señor, no la habéis visto como yo la veo.» Pues en eso consiste no desenamoraros, y es decir, que siendo esto como queda dicho se persuadirán a que las cosas que a todos nos son comunes a ellas no desdora lo lindo con que se imaginan, antes, por ser suyo, ha de tener otro nombre.
«Denos licencia para ir a hacer campo» me decían los muchachos de mi escuela, significando con aquel término sus necesidades, más ellas estas propias llaman flores; y ansí, cuando habité la casa del canónigo mi señor, vi muchas dellas asidas de las manecillas venir a hacer flores debajo de las ventanas de mi amo, y tantas y tan a menudo que le habían hecho un jardín tal cual de semejantes jardineros se puede entender. Mudóse de allí por mejorar de sitio y de casa, y como el que aquella ocupase fuese más descuidado, hallé que de jardín se había vuelto alameda.
Pensará vuesa merced que me dejó por esto el casamentero y la mujer. Pues antes, me persiguieron de suerte que me fue forzoso dar parte a mi señor el canónigo, el cual conoció a la gente y me dijo que me guardase dellos, porque eran personas que me arrimarían dos testigos falsos por cuyo medio les sería fácil hacer de mí lo que quisiesen.
Yo me fatigué de modo con esto que demás de no comer, no dormía, pensando cómo me eximiría dellos; y hallé que era lo más seguro preguntarle qué le podía valer si me casase. Respondióme que lo que yo le quisiese dar, y entonces creí ser verdad lo que dellos se me había dicho. Díjole:
-Pues señor Antonio, si yo me casara os diera una sortija de veinte escudos. Yo os la quiero comprar de treinta y no es poco para un pobre maestro de escuela. Vos os servid della, mas ha de ser con condición que no me habéis de tratar más de aquí adelante de esa mujer, ni ella ha de venir a mi casa.
Lo cual prometió cumplir como yo se lo pedía. No supe lo que me hice -y no es de maravillar, porque el negocio era suficiente a que el más entendido se hallase alcanzado- porque a la mañana vino ella y en su compañía todos mis males y todos mis bienes. Todos mis males: los cuidados que de hacerme suyo la desvelaban; todos mis bienes: los que a éstos se oponían. Díjome que el diablo del hombre a quien di la sortija la enviaba allá.
Si se ha visto tal desventura, gozo parezca a todos mi desvelo. ¡Que no le bastase a un pobre maestro de escuela trabajar con trecientos muchachos, sino que había de traer a cuestas a aquel picarón y a la otra bellacona!
No me atreví a disgustarla por tener en la memoria lo que mi amo me dijo y ellos en las caras mostraban. Enviéla, o por mejor decir, fuese ella cuando la dio gusto, y yo partí a dar parte a mi amo de desventura la mayor que a hombre le siguió. Allí, llorando, me lamenté de mi suerte y no hice estremos, porque el caso era tal que lo que he dicho: aunque lo parecían, no lo eran.
Él me dijo:
-Yo os prometo que me da no pequeño cuidado vuestro desasosiego y que me desvela cómo os sacaré dél, porque por todas las partes lo hallo áspero. Si los consentís, ahí os han de comer lo que tuviéredes; si los disgustáis, os han de arrimar dos testigos falsos que digan que la habéis dado palabra; si yo doy parte a un alcalde y los hago castigar, en el tiempo que estuvieren ellos en la cárcel os han de matar otros amigos suyos. No sé qué me diga.
-Pues yo sé qué me haga -dije-. ¿Todo eso no se acaba con ausentarme? Pues yo doy palabra a vuesa merced de no estar en Sevilla el sábado, y hoy es miércoles.
En este tiempo vendí el ajuarillo que tenía y me fui huyendo de unos ladrones de quien se dirá, con propiedad, «de libertades», pues la mía querían cautivar sin dejarme por dónde poder rescatarla. «¡Aquí de Dios, que me casan!», no lo debe decir aquel que viene en el concierto, yo sí, que sin quererlo me casaban.