El Lazarillo de Manzanares: 08
Capítulo I
editar
Ansí que sabrá vuesa merced que dicen haber nacido yo en Madrid, Corte del Rey don Felipe nuestro señor, Tercero de este nombre, villa digna del título no sólo Real, sino Imperial, la más insigne del mundo, tanto por el respecto dicho, cuanto porque en ella nunca es de noche. En esta, pues, Noruega de claridad, me parece que Felipe Calzado y Inés del Tamaño, padres de aquellas mujeres que aunque compran el manto entero no se sirven más que del medio, tuvieron devoción de criar un niño de los expósitos o de la piedra. Y como el día que en Madrid sale la procesión de las amas se fuesen los dos a la calle Mayor, donde mi suerte quiso que yo les agradase más que los otros -tanto por ser varón y haberme soltado del andador, cuanto porque era blanco y les agradó los buenos trozos de mis brazos y piernas, prometedores de no mala persona en los tiempos futuros-, me llevaron consigo a la casa de los dos mayores ladrones que en España ha habido. A cuya mi ya putativa madre servía de guión en todas las más de sus acciones una punta de hechicera -como vuesa merced adelante verá-, no obstante que los dos tenían sus devociones, que es muy de la frutera haber asalariado el ciego para que la rece, y aun derramar lágrimas oyendo el paso de los azotes, y dar con el dedo para que el peso supla lo que en él no ha puesto.
En ésta, pues, fui creciendo alegre y vinoso, porque aquellas hijas, a cuya mayor parte por su edad cae mejor madres, me hicieron un cimiento en el estómago de sopas de vino; fuera de que aquellos rufos, o como los dicen, me ahogaron en él. Y digo bien, porque si el que algunas veces llevaba en el estomaguillo pudiera salir fuera, ocupara más que la misma personilla.
Diéronse tan buena negociación mis putativos padres, que antes de once años me llevaron al estudio, donde no permanecí, tanto por lo que vuesa merced sabrá, cuanto porque si veía hurtar a mi padre, ser hechicera mi madre, el mal trato de sus hijas, ¿cómo había de aprovechar en cosa virtuosa?
En ser bueno entre buenos no se hace poco, llevándose consigo cualquiera su natural, que el que mejor le tuviere por lo menos le vendrá de sus primeros padres, y hará harto en tenérselas tiesas a la mala inclinación: ¡Mire qué será teniéndole malo!
Y desde esta edad haré a vuesa merced partícipe de mi vida y milagros, altos y bajos, próspero y adverso dello. Que si vuesa merced no lo tiene por enojo, es como se sigue.
Sí que no se le hará cuesta arriba decirle yo que el señor mi padre tenía por costumbre no tenerlas buenas. Hacía a aquellas desventuradas mujeres tantas molestias, y tanto las hurtaba sus dineros, que después de haberle preso muchas veces por ello, viendo que no se enmendaba, le dio por su dinero un verdugo zurdo docientos azotes derechos Digo por su dinero porque después pagan la caridad, y si no hay con qué, dejan o ropilla o calzón o herreruelo en prenda. El nuevo modo con que mi padre salió a recebirlos no lo he de pasar en silencio; y así digo, señor, que mi madre se levantó una mañana, no martes, que también dan azotes en viernes, muy melancólica y me mandó fuese a saber qué se hacía de mi padre, porque entre su corazón y unas habas andaban no sé qué sospechas. En cuya ejecución me detuve algo más que debiera por ser andador del seminario, de que no se me seguía poco interés.
Halléle en un aposentillo, que debía ser calabozo, muy desfigurado, tanto que parecía estar en los umbrares de la muerte, y entre algunos que le consolaban diciéndole: «¡Buen ánimo, buen ánimo, que para los hombres se hicieron los trabajos!», y como por tener los ojos en el suelo y estar divertido no me hubiese visto, alzándolos, dijo que me llegasen a él, y poniendo las manos y clavándolos en el cielo me bendijo.
Yo que tal vi, creyendo que le querían ahorcar, partí de carrera para mi casa, donde llegué tan presto como aquel que llevaba malas nuevas. Y diciéndole a mi madre, ayudado de acciones que significasen bien lo que la lengua decía mal, la di a entender cómo querían ahorcar a su marido. Ella cayó luego en lo que era, porque el delicto no amenazaba horca, sino afrenta o azotes por haber reincidido muchas veces.
Ansí fue, porque yendo los dos camino de la cárcel nos le traían ya azotándole por la causa dicha, el cual repetía el pregón diciendo: «Esta es la justicia que manda hacer el Rey nuestro señor a estos hombres por ladrones.» Mi madre se cubrió el rostro y entró en una casa, y yo con ella, aunque no pude dejar de volver a la puerta a informarme si venía más que él, pues le oí decir «a estos hombres». Y es el caso como diré: cuando yo fui a la cárcel ya mi padre estaba borracho, porque como torreznos y vino sea general consuelo en semejantes trabajos, llegaba uno con un mollete y un torrezno dentro y un jarro, y le decía: «¡Ea hermano, ánimo, que más pasó Cristo!» Y otro tras él, y luego otro. Tantos «más pasó Cristo» le dieron que le libraron de lo que había de pasar; y como el que está borracho uno considera en la persona y otro en la sombra, ansí él repetía el pregón volviendo la cabeza a la que al lado llevaba y decía: «Esta es la justicia...», etc.