El Lazarillo de Manzanares: 18


Capítulo XI

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Cómo se fue a Sevilla para pasar a las Indias, para lo cual asentó con un oidor de Méjico. Cuenta lo que en su casa le sucedió


Cosí pues, para poner este intento por obra, ciento y cincuenta escudos en el jubón. Hice un vestido de paño verdoso obscuro en cuya pretina metí la cadena y caminé a Sevilla para acomodar me con tiempo con quien me llevase a donde deseaba. Mas sucedióme mal, porque como cayese en casa de un oidor proveído para Méjico, cuyo enamorado hijo me llevaba a rondar su dama, sucedió que una noche tenebrosa, llena de confusión y amarga, encubriese de mi norte la luz, que era mi cadena, un sólo hombre o diablo, que ahora le sueño, y es el cómo desta manera:

Mi amo el mozo se ponía para ir a rondar la dama un coleto encima de la camisa y otro encima del jubón, un casco y una rodela con una espada dos palmos mayor de marca, y a mí me daba una guitarra para que hasta la posada de la dama se la llevase; y advierta vuesa merced que yo iba muy sin pesadumbre aunque no llevaba las defensas que él, porque tenía determinado ponerme detrás de una tapia si algo sucediese. Cantaba o cansaba sentado en el suelo enfrente de sus ventanas tan mal como hacía versos, que de todo se picaba, y yo cogía la rodela y haciendo almohada della me dormía junto a él.

Sucedió pues, que aquella noche me vino el sueño más pesado que otras, tanto que llegó este diablo que he dicho y le rompió la guitarra en la cabeza, y él se bajó al suelo y me quitó de la mía la rodela y no desperté ¿Sabido para qué?, para tener más que le llevasen. ¿Hay hombre tan bárbaro que sabiendo que había de huirse, cargase de cosas que se lo impidiesen? Ansí fue, mas alcanzándole, con pocas amenazas, les dio todo lo que llevaba vestido hasta quedar en camisa, que era lo que ellos querían.

A esto, ya yo había despertado, y como echase menos mi rodela creí que por burlarse de mí me la quitó, viéndome tan vencido de sueño, para que aquella noche la pasase en la calle, pues por no saber la posada habría de ser ansí, cuando veo venir un bulto negro, a mi parecer desnudo, y que se me acercaba. Erizáronseme los cabellos y tuve el mayor miedo que hombre en semejante paso puede tener, y mucho mayor cuando le vi tan cerca que casi me pudo tocar con las manos. Pues, ¿qué sería nombrándome? Fue que aposté correr, y él tras mí, llamándome y diciendo que era mi amo. Yo no lo creí, antes tuve por cierto que era algún ánima de purgatorio venida por la parte de cierta limosna para misas que, cuando habité la ermita, se me dio y me quedé con ella sin hacerlas decir. Las necesidades dos, de huir la mía y de alcanzarme la de mi amo, eran iguales, porque si él esperaba remedio en mi alcance, yo le había considerado en que no me alcanzase. Los dos corríamos de buena manera y ninguno sabía las calles. ¡Ayude Dios al peor juego!

Viendo, pues, que tanto corrió tras mí y que nunca me alcanzaba hice un breve discurso que fue: «Si ésta fuera ánima en pena luego hubiera dado conmigo, porque como espíritu, aunque yo volase, me daría alcance. Pues no lo ha hecho, no lo es», y vuelta la cara a lo que era le dije:

-Quien quiera que seas, ¿qué me quieres?

Él me respondió:

-No huyas de mí, Lázaro, que yo soy el desafortunado de tu amo.

Dejéle llegar cerca porque la voz me pareció suya y por estar con menor miedo conocí que era verdad. Quitéme la capa y echándosela a cuestas le pregunté qué trabajo había sido aquel. Él me respondió:

-Sabrás, Lázaro, que en el tiempo que tú dormías bajó una criada de mi dama y me dijo que subiese donde ella me llevase; yo lo hice ansí, y como hubiese determinado darme el fruto -si no de tan largos años, de tantos servicios-, me desnudé para ello, cuando a su padre se le antojó mirar la casa y empezar desde el aposento donde yo estaba. La criada, que le vio encaminar los pasos a él, adelantándose, me cogió por la mano habriéndome una ventana baja que cerca de la calle había, por la cual me dejé caer y casi su padre tras mí. Considera tú, Lázaro, en cuánto trabajo estará aquella pobre doncella, si ya no es que esté sin ninguno por haberla muerto, que sé de lo que estima el honor que lo hará.

-De suerte, señor -le respondí yo-, que por eso se debió de decir: «Amor ciego, amor desnudo.» Ciego por haber entrado donde vuesa merced no fue poco afortunado en salir, desnudo porque viene en camisa. Dígame vuesa merced ahora, le suplico, dónde hemos de pasar esta noche, supuesto que no acertaremos a casa, que temo no nos suceda algún gran trabajo.

Cuando, al volver de una esquina, pusieron mano a las espadas a mi parecer unos treinta hombres, mas ellos no fueron sino cuatro ladrones, es a saber, los camareros de mi amo, los que poco antes, digo, le habían desnudado; y aquí es donde no fuimos iguales en miedo, porque él no tenía qué le quitasen y yo sí. Dijeron que les diésemos lo que llevábamos y entonces vieron a mi caro señor en pelota. Conociéronle y echándole mano dijeron:

-¿No es éste el que nos prestó los coletos? ¿Cómo bueno?

-¡Y cómo si es! -respondió otro.

-Pues el hierro que allí se hizo soldaremos ahora. ¡Caminen por ahí adelante!

Él respondió:

-Adviertan vuesas mercedes que me tienen no por el que soy.

-Ansí lo creo yo -dijo uno dellos-, por lo menos le tenemos por el que es menester, y si por el que no es le juzgamos, ¿no me dirá cómo viene desnudo? ¿No conoce también estos coletos?

-Yo -dijo él-, estaba en casa de cierta dama principal, y como su padre gustase de mirar la casa más aquella que otras noches, me fue forzoso, por venirme a los alcances, echarme por una ventana abajo.

-¿De manera que es enamorado? Y se conoció harto bien en la prisa con que se desnudó, que se abrasaba. Caminen ahora por lo que deben al oficio o por lo que le deberán, seguros de que no se les hará ningún daño.

Echáronnos delante y por el camino le dije:

-¿Ésta fue la caída de la ventana? ¡A fe que vamos buenos!

-Luego, ¿crees lo que dicen?

Con esto no le hablé por entonces más palabra. Lleváronnos no sé dónde, salvo a que les ayudásemos en un hurto que iban a hacer a la misma casa donde mi amo tenía sus amores. Llegamos pues allá y luego el ya desenamorado señor la conoció. Dijéronme a mí que me desnudase. ¡Qué palabra fuese ésta para un pobre mozo que llevaba todos sus bienes consigo, podrá vuesa merced considerar! Allí hallé presentes todos los trabajos, allí eché la bendición a la cadena que en la pretina de los grigüescos llevaba cosida, allí lloré la muerte de mis ciento y cincuenta escudos que en el jubón llevaba, allí di al diablo a Sevilla y a mi amo y a quien a su casa me llevó, allí me acordé de que si yo hubiera cumplido el consejo del difunto ermitaño que no me sucediera el mal que al presente trabajaba, y allí, finalmente, me despojé del bien y apoderé del mal, como el que se veía pobre.

Dejé, pues, caer en el suelo mis vestidos y tomándolos uno dellos los puso en el umbral de una puerta. No me consoló nada aquello, porque era cierto haberlos de mirar después, cuando no fuera más que por curiosidad. Quedé en camisa, y poniéndome un lienzo en la cabeza y otro a mi amo, nos dijeron lo siguiente:

-Vosotros habéis de entrar por esta puerta que os abriremos y después abriréis las demás con esta llave, que es cierto hace a todas, y puestos que estéis arriba en la sala, entrará uno y se quedará otro a la puerta della, y con lindo desenfado dará al compañero de uno en uno, dos o tres escritorios que al lado del estrado están, para que nos los vaya bajando, lo cual puede hacer seguramente, porque como el marido duerma en la sala y la mujer en la alcoba, él pensará que es ella y ella pensará que es él.

No nos atrevimos a replicar temiendo perder las vidas.

-Lo que de no hacer lo que os decimos ganaréis será que entrando nosotros os mataremos Si llamáredes a la gente de casa, primero que os oigan vuestra disculpa lo han ellos de hacer, de manera que es lo más sano ponerlo por obra, y dello llevaréis mayor parte que nosotros.

Abriéronnos la puerta, subimos la escalera y abriendo nosotros otra y dejando la llave dentro porque ellos no pudiesen entrar, nos sentamos en el suelo. Considere vuesa merced con qué miedo y con qué peligro. Allí le dije a mi amo:

-Señor, pues vuesa merced dice que ha estado acá otra vez, camine al aposento de la criada, que ella nos tendrá allí hasta que quiera amanecer, y pues tiene acá sus vestidos, darme ha uno de los dos coletos y, un par de medias, pues trajo dos, y con los calzones de lienzo me acomodaré, que vuesa merced bueno quedará, pues tiene jubón, otro coleto, medias y calzones, herreruelo y sombrero. Si saliéremos a tiempo, que haya gente no importa, supuesto que no nos conocen, antes habremos de pedir nos lleven a casa.

-¡Ah, Lázaro! -respondió él-, por todos caminos estamos al umbral de la muerte, que yo no sé dónde la criada duerme, y si despiertan y nos hallan aquí, harán los dueños lo que abajo se nos notificó antes que nos disculpemos, de manera que es lo más seguro estarnos como nos estamos y al amanecer bajar al portal, que cuando nos hallen en él, viendo que no les falta nada creerán lo que les dijéremos.

-¡Bueno está eso! -le dije.

¿Qué había él de responder si en su vida subió a donde al presente estábamos, ni tales vestidos tenía allá, que se los dio a los ladrones que abajo quedaban? Consolóme algún tanto y la fortuna no quiso llevar adelante aprieto tan grande, pues envió por allí unos bellacos que tirando piedras a la ventana y dando todos juntos gritos, dijeron, nombrando al dueño della, que se quemaba la casa. Despertó él y toda la gente, porque dormía como rico, con el corazón en los dineros.

Luego que lo tal oímos, viendo que la gente de casa se alborotaba, nos bajamos al portal donde teníamos por cierto estar seguros de la gente della, porque diríamos que oído el ruido del fuego venimos a favorecerle, y se pudiera presumir ser ansí viéndonos en camisa; de la de fuera, porque creerían ser de casa y bajar en busca de agua. Salimos pues y no hallamos a nadie, ni a los ladrones, porque les dañó a ellos lo mismo que a nosotros aprovechó y se fueron llevándonos los vestidos y mi hacienda que en ellos tenía.

Henos aquí en la calle que parecíamos volteadores, y yo tan contento como el que había escapado con la vida de borrascas tan grandes, y no se me acordaban los infortunios padecidos quedando con ella. Y deseosos de alguien que nos guiase, nos deparó Dios un aguador que, aunque huyó al principio de nosotros por imaginarnos locos, nos llevó a nuestra posada. Allí fuimos recibidos de mi ama como de la que había llorado su hijo por muerto, y viéndonos desnudos dijo que no andaba ella fuera de camino en llorarle, o sino que le viesen cuál venía. Preguntónos qué trabajos habíamos padecido, a que nosotros satisfacimos con decir que más de veinte ladrones nos salieron y robaron, y que fue milagro quedar con la vida. El padre lo sintió como hombre y lo disimuló como tal, pues le riñó y dijo muchas pesadumbres.

La soga vino, al fin, a quebrar por lo más delgado, que fue despedirme a mí y que buscase qué vestirme. Tampoco me dio esto pena porque me veía con la vida y en tierra de cristianos, fuera de que los ojos de mi señora me dijeron: «Yo te vestiré.» Diome con qué cubrir las carnes, y por el gusto de su marido me dijo que buscase, y que en el ínterin que hallaba podía venir a dormir y comer a su casa sin que él lo supiese.

Yo se lo agradecí mucho, y cargando el pensamiento en buscar alguna cosa que me soldase la pérdida pasada, hallé una famosa, hija del escuela de aquel buen viejo que me destetó de los pañales de la puericia, y fue pedir por Dios para ayuda a descasarme. Unos se reían, otros se burlaban de mí o entendían que yo de ellos, y todos al fin me daban. Si alguno me preguntaba por qué o cómo me quería descasar, daba por respuesta que en Madrid me armó el lazo una vieja de tal suerte que, forzado, me hizo casar antes de salir de su casa, de que tenía testigos suficientes, y que por falta de hacienda con que pleitear pedía por Dios para ello. Con esto llegué el dinero que se me había quitado y algo más.



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