Duque de Alba (Retrato)

Nota: En esta transcripción se ha respetado la ortografía original.


EL GRAN DUQUE DE ALBA. editar


Quando se acercaba el fin de sus días al Gran Capitán D. Gonzalo Fernandez de Córdoba, pareció cuidado de la Providencia prevenirle sucesor de su renombre de Grande, y de los méritos para obtenerle. Este fue D. Fernando Álvarez de Toledo, tercero Duque de Alba, que nació en 1508 de D. Garcia, muerto dos años después en la desgraciada expedición de los Gelbes; y de Doña Beatriz Pimentel, hija del Conde de Benavente.

EL GRAN DUQUE DE ALBA.
Nació en 1508. Sabio Político; General completo, terror de Italia y de la Flandes: Concluyó su gloriosa carrera conquistando á Portugal, y falleció año de 1583.

D. Fadrique Alvarez de Toledo, segundo Duque de Alba, y Conquistador de la Navarra, tomó á su cargo, como tan buen maestro, la crianza política y militar de su nieto D. Fernando, dándole por ayo al célebre Boscan para la moral y literaria. Era entonces la profesión de las armas patrimonio de la Casa de Alba, cuyos dueños ponían en la estimación de Soldados la primera de su grandeza y sangre. Llevado del mismo espíritu D. Fernando añadió á su genio grave una firmeza de carácter y severidad de costumbres, que en su tierna edad le hicieron notable, y después en la madura le atraxéron muchos desafectos. Sus pocos años carecían todavía de fuerzas, quando sin consultar con nadie, ni temer la indignación de su abuelo, con fuga generosa se fué al sitio puesto por los Españoles á Fuenterrabía. El General, D. Iñigo Fernandez de Velasco, se pagó sobremanera de este ardimiento; y al ganar la plaza, quiso que el mancebo ilustre tomase la posesión, y se ensayára para conquistas propias. Ayudándole la naturaleza con un entendimiento despejado y reflexivo, hermanó bien pronto las prendas de buen Político con las de gran Soldado. Suya fué, contra el Consejo de Guerra, la vigorosa resolución de seguir el alcance á Solimán, que se retiró de su interpresa de Viena con pérdida de ochenta mil hombres.

Para oponerse al Turco había seguido desde Flandes al Emperador Cárlos V, quien le trató siempre con el aprecio y honor correspondientes á deudo tan cercano suyo: las madres de sus abuelos, el Rey D. Fernando el Católico, y el Duque D. Fadrique, fuéron hermanas. Calmadas las cosas de Alemania, pasó á Italia mandando la retaguardia del Exército en que el famoso Marqués del Basto llevó la vanguardia, y el Emperador el cuerpo de batalla. La misma confianza mereció en la jornada de Túnez; en donde los nuestros fatigados de la sed y el cansancio hubieran perecido, si D. Fernando, ya Duque de Alba, no hubiese hecho frente á todas las fuerzas de Barbaroja.

En la defensa del Milanesado, en la empresa del Emperador contra Francia, en la infeliz jornada de Argel, siempre ocupó uno de los primeros puestos del Exército, siempre procedió como instrumento necesario para todo intento grande. Solo en la guerra de 1543 que el Emperador hizo al Duque de Cleves, no se halló el de Alba; porque con no inferior honra quedó por coadjutor del Príncipe D. Felipe para el gobierno del Reyno. No mucho despues, encendiéndose la guerra de religion en Alemania, mandó el Exército como Lugar-Teniente del Emperador contra el Duque de Saxonia, y el Landgrave de Hesse fautores de los Luteranos; hasta que humillados á discreción los rebeldes, confesó Europa que el Duque de Alba no tenia superior en el denuedo, ni semejante en la entereza.

Felipe II, heredero de las dignaciones de Cárlos V para con el Duque de Alba, le nombró Vicario general de todos sus dominios en Italia. La elección pareció hecha con presentimiento firme de las asechanzas puestas en Roma, y apoyadas en Francia contra el Reyno de Nápoles. Los derechos violados, las reconvenciones desatendidas, las suplicas sin fruto, y sobre todo la razón y la defensa natural obligaron á Felipe II á volver por su causa. El Duque de Alba, entrando en el Estado Pontificio, consternó á los Romanos: aumentaron su terror los escarmientos del Duque de Guisa y de sus Franceses auxiliares, y la osada fortuna de los Españoles á las puertas de la Metrópoli. Pedida por fin la paz por quien la había turbado, el Duque de Alba reconcilió decorosamente al Pontífice y al Rey Católico.

Las provincias de Flandes andaban alborotadas con especiosos pretextos de libertad de conciencia, y agravios del gobierno Español. Tentados en vano los medios suaves, ni se halló recurso mas conveniente que el de las armas, ni persona de quien fiarlas mejor que del Duque de Alba. Seis años se mantuvo en Flandes á todo trance, y siempre con sucesos mas prósperos para las armas que para la reducción de los ánimos. El nuevo castillo de Ámberes, el Tribunal de los Doce para los reos de Estado, la rota del Conde Luis de Nassau, el exterminio del Príncipe de Orange, las alusiones de una estatua del Duque, su tributo de la Décima, y otros ruidosos acaecimientos, quanto mas nombre le daban, mas ofendían á los Flamencos. Al fin sus quejas, y las artes de los Príncipes protestantes de Alemania lográron apartarle de Flandes, pero no de la gracia de su Soberano.

Faltábale empero un golpe de otra naturaleza. Por los esponsales de su primogénito D. Fadrique (cuyo consejo se le atribuyó) fué arrestado el Gran Duque de Alba, lleno de canas y merecimientos, en el castillo de Uzeda: contratiempo que acreditó su constancia, y le hizo mas glorioso; porque de la prisión salió á conquistar un Reyno. Hecho dueño de Portugal en dos años, con elogio de sus mismos enemigos, enfermó gravemente, y falleció, visitado de Felipe II, y asistido de Fr. Luis de Granada, en Lisboa por Enero de 1583.

Además de sus empleos militares, obtuvo los de Mayordomo mayor del Emperador, y de Consejero de Estado. En el primer matrimonio de Felipe II con Doña María de Portugal, el Duque de Alba y su esposa Doña María Enriquez, hija del Conde de Alba de Liste, sirviéron de padrinos. Con poderes del mismo Príncipe para sus terceras nupcias, se desposo con Doña Isabel de Valois; y en 1565 volvió á París con el Collar del Toison para Cárlos IX. En suma, siempre fué buscado para las ocasiones de empeño y lucimiento. Los Escritores extrangeros han obscurecido sin razón su memoria; los naturales han callado por descuido su patria. Dícese que fué Madrid: no le estará mal que sea cierto.


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