Aura o las violetas: 005

Aura o las violetas : 005
de José María Vargas Vila
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Catorce primaveras contaba yo aquel día;

esta frente, que veis palidecida y angustiada, era entonces tersa, despejada y serena; estos ojos que han enturbiado después las lágrimas de la desesperación, y los insomnios del pesar, eran grandes y negros, abiertos, soñadores; Esta cabellera, en la cual despuntan hoy delgados hilos de plata, como un pago anticipado, del invierno del dolor, al invierno de la edad, era entonces negra, rizada y abundante; estos labios amargamente plegados ahora por la decepción, sonreían con esa ingenua franqueza, con que un alma de catorce años sonríe a la mañana de la vida; mi alma era pura, como la sonrisa de una madre, y mi corazón inocente, como la mirada de un niño;

¡y, ella! ¡cuán bella estaba aquel día, con sus hermosos ojos azules, como flores de borraja, sus blondos cabellos, del col de las margaritas en estío, su semblante pálido, y su mirada triste!

¡cuán bien le sentaban su traje vaporoso, azul, y su sombrero de paja, atado debajo de la barba, con cintas del mismo color!

el sol descendía lánguidamente al ocaso, y sus últimos fulgores iluminaban la naturaleza, con esa luz melancólica y tibia ;con que e] astro rey se despide de aquella parte de la tierra que empieza a dormirse en los brazos de la sombra, helada, los besos de la noche; las nubes vagaban desgarradas en el firmamento, semejando copos de níveo vellón, y más encendidas al Occidente, parecían con los resplandores de la luz moribunda, las últimas gradas de un incendio lejano; era la hora del crepúsculo, en que las aves se recogen al nido,  tendiendo sobre él las alas entreabiertas, y las flores de noche abren sus cálices pálidos, al primer resplandor de los luceros, cual si fueran las almas de las muertas vírgenes, que vienen  al silencio de la noche, a recibir los besos que sus amantes les  mandan con rayos de luz desde el espacio; esta hora en que la naturaleza toda, al compás de las palmas que se mecen, de las palomas que se quejan, de las olas que ruedan, de los murmullos que gimen, y, viendo levantarse la luna silenciosa en el Oriente, como *una hostia sostenida en el espacio, por las manos de un sacerdote invisible,* parece mur­murar con todos aquellos acordes, una plegaria a su Creador;

hora meditabunda y triste, para las almas soñadoras y enamoradas; ¡hora de la meditación y el sentimiento, de las tristezas y del amor, hora sublime!

el huerto de la paterna estancia, estaba lleno de perfumes; las brisas murmuraban tristemente, como los acordes de un arpa desconocida, pulsada en el silencio de aquellos campos por el genio de la soledad; el cielo estaba sereno, despejado, como nuestra conciencia de niños; las flores se inclinaban temblorosas a nuestro paso; los viejos árboles que nos habían visto crecer cerca de ellos, parecían brindarnos el toldo de su anciana vestidura para cobijar nuestros amores, y las aves asomaban su cabeza fuera del nido para vernos pasar, levantando un gorjeo débil, cual si estuviesen celosas de nuestra felicidad. Aura, apoyada en mi brazo, caminaba distraída, dejando errar su mirada dulce, por las riberas del torrente cercano, bordadas de lirios blancos y de azucenas silvestres, y apenas hollaba con su planta las gramíneas que le servían de alfombra; yo, me sentía orgulloso y feliz, de llevarla a mi lado, aquella niña vaporosa y bella, soñadora y triste; había sido el encanto y la dicha de mi niñez; juntos habíamos nacido, bajo ese cielo siempre primaveral de nuestra patria, habíamos crecido a la sombra de aquellos bosques gigantescos, y nos había servido de horizonte la inmensa esplendidez de aquellos valles; junto con ella y mis hermanas, habíamos recorrido alborozados esos campos, en pos de las perdices, cazando con flechas las palomas, y robándoles el nido a las alondras, y cuando las sombras de la noche nos sorprendían, regresábamos al hogar, recibíamos la bendición, que mi madre daba a todos, como si ella también fuera su hija, rezábamos al toque de oración, y nos separábamos luego, dándonos cita para recorrer al día siguiente algún paraje olvidado en nuestra última excursión;

los viejos arrendatarios de la hacienda, estaban acostumbrados a vernos vagar juntos, en alegre caravana, recorriendo sus campos y hollando descuidados sus plantíos, y, muchas veces, habíamos tomado en su rústico albergue, el pan y la leche con que nos obsequiaban aquellos sencillos campesinos, que habían sido: unos, compañeros de mi abuelo en sus faenas de campo; otros, soldados de mi padre en las últimas campañas, y hoy, cultivadores de aquella hacienda, donde mi madre se había refugiado cor: nosotros, después de la muerte de mi padre, y los cuales miraban con tan cariñoso respeto, a la viuda y a los huérfanos, que habían ido a vivir allí, entre los restos de su pasada opulencia, como el que habían tenido por sus antiguos señores, en todo el esplendor de su fortuna;

así se habían pasado los primeros años de nuestra infancia, sencillos y puros, como la vida de las aves que gorjeaban sobre nuestras cabezas, inocente y amable como la de los niños pastores de las tribus bíblicas;

después, un poco más crecidos, el corazón y la mirada, los suspiros y los anhelos infinitos, nos hicieron comprender que nos amábamos, y despertamos a un mundo nuevo, entre los himnos de aquella naturaleza, virgen como nosotros, los cánticos de aquellas aves, los murmullos de aquellas fuentes, el esplendor de aquel cielo bellísimo y la galana exuberancia de aquella vegetación tropical, como debieron despertar Adán y Eva, a los primeros rayos del sol y a las primeras sensaciones de la pasión, entre todas las armonías, la luz y la belleza del paraíso;

desde entonces comprendimos el amor, y ya nuestros ojos se buscaban con insistencia, cada una de nuestras sonrisas era una promesa, y cada una de nuestras palabras era una confesión; Buscábamos la soledad, porque el mundo nos era importuno, y nos entregábamos a esos raptos de dulce melancolía, en que parece que las almas de los amantes, se desprenden de sus cuerpos, y alzando el vuelo juntas, cual dos palomas que dejaran el nido, buscan regiones más serenas donde poder hablarse en ternísimos coloquios, de aquel amor que forma su ventura;

¡cuántas veces, su mano entre mis manos, y mi frente sobre su seno, nos arrobamos en aquellos éxtasis sublimes, mirando declinar el sol, hasta que las sombras de la noche nos advertían que era tiempo de volver a casa!

¡virginidad del alma, primera eflorescencia de la vida, primavera del amor, quién os tuviera! ¡Quién conservara una no de vuestros himnos, una palabra de vuestros cantos, una flor de vuestras coronas, que sirviera de consuelo en esta noche eterna de pesar!

así se deslizaba nuestra vida mansa y feliz como un rumor la soledad, como una onda en el lago, como un murmullo en el viento; éramos dos aves gemelas, ensayando el vuelo en el nativo bosque, dos olas jugueteando en el remanso azul de un mismo río, dos lágrimas de la aurora en el cáliz de una misma flor, dos lirios nacidos y enlazados a la ribera de una misma fuente; pero, ¡ay! pronto la tempestad debía rugir sobre nosotros; el nido de nuestra felicidad debía caer al suelo y separados tristemente, iríamos a consumirnos al dolor de la ausencia;

yo veía la tormenta condensarse sobre nuestras cabezas, veía que el rayo de la desgracia iba a herir aquella frente inmaculada, y no podía protegerla, ni me atrevía a anunciarle la desventura que nos amenazaba;

embebido en tan tristes pensamientos, llegamos al sitio de Las «Violetas», espacio cubierto por grandes árboles, bajo cuya sombra crecían en profusión, aquellas flores que ella amaba tanto, y al cual, los campesinos habían dado aquel nombre poético y bello.

Aura, quitóme de la mano el pequeño cesto que yo le había ayudado a conducir, y doblando las rodillas, se inclinó para llenarlo de violetas;

¡cuán bella estaba así!

después, han pasado muchos años; errante y solitario, he llegado a aquel lugar, y siempre me ha parecido verla allí, arrodillada, formando ramilletes con las flores;

mientras permanecía en aquella actitud, yo la devoraba con la mirada, y al pensar que iba a abandonarla, acaso para siempre, no pude contenerme, y las lágrimas brotaron de mis ojos;

ella, acababa de formar un pequeño ramo, que ató con hebras de sus cabellos a falta de cinta, y alzando la frente, me lo alargó con cariño, diciéndome:

–Toma, éste es el tuyo;

pero al fijar sus ojos en los míos notó que había llorado, y poniéndose de pie, exclamó con emoción:

–¿Qué tienes? ¿por qué lloras? ¿por qué estás triste?

temblaba la pobre niña como azogada, y sus ojos suplicantes inspiraban lástima;

callé, porque no me atrevía a desgarrar su corazón, con la noticia de mi partida.

–Por piedad –me dijo entonces–, dime qué tienes;

había tanta tristeza en su mirada, tan profunda desesperación en su acento, que fue preciso decirle todo;

al saber que era la última vez que debíamos vernos en mucho tiempo; que al día siguiente partiría para la Capital, donde mis parientes me reclamaban para que principiara mis estudios y que duraría largos años sin verla, lanzó un gemido ahogado, como el grito de una torcaz que va a morir, y se lanzó a mis brazos exclamando con desesperación:

–No te vayas, por Dios, no me abandones;

nada pude responderle, porque los gemidos ahogaban mi voz; estreché contra mi corazón, su cabeza idolatrada, y nos sentamos sobre el césped; allí, permanecimos mudos, largo rato, sus lágrimas caían sobre mi pecho, y las mías empapaban sus cabellos;

¡qué cuadro aquél! ¡dos niños heridos por la primera ráfaga del dolor, y estrechándose el uno al otro, como para protegerse contra la desgracia!

¡cuánto lloramos! el corazón, en la adolescencia, es como una sensitiva; se abre al más tibio rayo del sol del placer, y se recoge estremecido al contacto del dolor;

feliz edad, aquella en que se encuentra el llanto como un consuelo, en presencia de la adversidad;

¡ay! después he buscado en vano en mis ojos, una lágrima para desahogarme; el pesar y la desesperación las han secado;

así mudos y absortos permanecimos un rato; después, hablamos mucho y muy paso; ¿qué nos dijimos? el coloquio de dos almas inocentes, en el silencio de un bosque, prontas a separarse tal vez para siempre, es como acordes de un himno misterioso, que sólo pueden remedar los ángeles; como estrofas incoherentes, voces truncas de un idioma divino, de un canto melodioso, que no se vuelven a escuchar jamás;

en aquel silencio que todo lo envolvía, sólo se escuchó por algún tiempo el ruido confuso de nuestras voces, murmullos y gemidos, y besos, y promesas, y súplicas de amor...

cuando volvimos de aquel delirio apasionado, en que nos habían sumido el cariño y el dolor, la noche acababa de cubrir el firmamento, con sombras tan espesas, como las que acababan de caer sobre nuestra alma;

mudos y temblorosos, no acertábamos a mirarnos, pero al fin era preciso decirnos adiós;

haciendo un esfuerzo supremo, la estreché por última vez contra mi pecho, junté  a los suyos mis labios yertos, y, al separarlos, sentí que mi alma se quedaba en ellos; como un hombre que huye de la luz, me cubrí los ojos con la mano, y me alejé rápidamente;

sonó un grito débil a mi espalda, volví a mirar, y Aura, que había caído de rodillas sobre aquella alfombra de violetas, pálida como un cadáver y bañada en llanto, pronunciaba mi nombre;

cerré los ojos para no verla llorar, apuré el paso, y doblé senda que conducía a mi casa.