Nota: En esta transcripción se ha mantenido la ortografía original.

Libelos

SE llaman libelos los libritos de injurias. Estos libros son pequeños, porque teniendo sus autores pocas razones que dar, y no escribiendo para instruir, y deseando ser leídos, se ven obligados a ser cortos. Raras veces llevan el nombre del autor, porque los asesinos temen ser cojidos con arma prohibidas.

Hay libelos políticos: los tiempos de la liga y de la honda están llenos de ellos. En Inglaterra, cada disputa los produce a cientos. Contra Luís XIV se hicieron los bastantes para formar una grande biblioteca.

Hace como unos mil seiscientos años que tenemos libelos teológicos: esto es mucho peor; estas son injurias sagradas de labadero. Véase solamente como san Jerónimo trata a Rufino y a Vigilancio. Pero después han adelantado mucho los disputadores. Los últimos de estos libelos han sido los de los motinistas contra los jansenistas, de los que se cuentan millares. De todo este fárrago solamente queda en el día las Cartas provinciales.

Los literatos pueden apostarlas con los teólogos. Boileau y Fontenelle que se atacaron con epigramas, decían ambos que los libelos que se habían escrito contra ellos, no cabían en sus casas. Todo esto cae como las hojas en otoño. Ha habido gentes que han tratado de libelos todos las injurias que se dicen por escrito al prójimo.

Según ellos, las pullas que los profetas dijeron algunas veces a los reyes de Israel, eran libelos infamatorios para sublevar los pueblos contra ellos. Pero como el populacho jamás ha leído en ningún país del mundo, es de creer que estas sátiras, que se esparcían por debajo de mano, no producían un gran mal. Las sediciones se excitan hablando al pueblo reunido mucho mejor que escribiendo. Por esta razón, lo primero que hizo a su advenimiento la reina de Inglaterra Isabel, cabeza de la Iglesia anglicana, y defensora de la fe, fue mandar que en seis meses nadie predicase sin su permiso especial.

El Anti-Caton de César fue un libelo; pero César hizo más mal a Caton con la batalla de Farsalia y con la de Tapsa, que con sus diatribas.

Las Filípicas de Ciceron son libelos; pero las proscripciones de los triunviros fueron libelos más terribles.

San Cirilo y san Gregorio Nacianceno hicieron libelos contra el grande emperador Juliano; pero tuvieron la generosidad de no publicarlos hasta después de su muerte.

Nada se parece más a los libelos, que ciertos manifiestos de los soberanos. Los secretarios del gabinete de Mustafá, emperador de Osmanlis, han hecho Un libelo en su declaración de guerra.

Dios los ha castigado a ellos y a su comitente. El mismo espíritu que animó a César, a Cicerón y a los secretarios de Mustafá, domina en los guilopos que hacen libelos en sus guardillas; Natura est semper sibi consona. ¿Quien creería que las almas de Garase, del cochero de Vertamon, de Nonotte, de Paulian, de Freron y de Langleviel, llamado Beaumelle, fuesen bajo este respecto del mismo temple que las almas de César, de Cicerón de san Cirilo y del secretario del emperador de Osmanlis? Y sin embargo, nada hay más cierto.