XXX

Dos días después, hacia el 8 de Junio, llegaba el General carlista a las inmediaciones de Bilbao con catorce batallones y el tren de batir, bien mezquino por cierto, pues el famoso Abuelo, quebrantado por honrosos servicios, había recibido ya la jubilación. Si pobre era la artillería facciosa, la empobrecía más la carencia de municiones, pues para los dos morteros sólo había treinta y seis bombas. Con tan reducidos elementos iba a emprender Zumalacárregui el sitio de una plaza defendida por cuatro mil hombres de tropas regulares, mandados por el valiente General, Conde de Mirasol, y unos dos mil urbanos; tropa y voluntarios igualmente enardecidos en la fe de la causa que defendían, pues ya desde los comienzos de la guerra dominaba en el vecindario de la capital de Vizcaya la opinión liberal, como contrafuerte de la opinión carlista, dominante con absoluto imperio en los campos. Si tenaces eran los habitantes de las villas y anteiglesias en su afecto a D. Carlos, no lo eran menos los bilbaínos en su devoción a los principios representados por Isabel II. Al ardiente arrojo, a la terquedad ciega de los unos, respondían los otros con iguales o mayores demostraciones de constancia y bravura. ¡Qué tiempos, qué hombres! Da dolor ver tanta energía empleada en la guerra de hermanos. Y cuando la raza no se ha extinguido peleando consigo misma es porque no puede extinguirse.

Cincuenta piezas, de las cuales la mitad eran de grueso calibre, tenía Bilbao, emplazadas en los fuertes y reductos construidos en todo lo largo del circuito. Las municiones no faltaban. Víveres tampoco, ni faltarían si el asedio no se prolongaba.

Lo primero que hizo Zumalacárregui fue situar sus batallones en los puntos convenientes para circunvalar la plaza, estableciendo un bloqueo eficaz que impidiera la entrada de provisiones de boca. Sólo por la ría no pudo cortar la comunicación, porque a ello se opusieron los comandantes de los dos buques de guerra, uno inglés, francés el otro, fondeados entre Deusto y San Agustín. Hecho esto, dispuso levantar frente al santuario de Nuestra Señora de Begoña tres baterías, donde colocó sus cañones y obuses. Inmediatamente rompieron fuego contra los fuertes de la plaza. Desde San Agustín, cabecera de la línea de defensa sobre la ría, hasta Miraflores se habían levantando seis fuertes enlazados entre sí por paredones y otras obras de defensa. El ataque por esta parte era temerario, así como por el extremo opuesto, los fuertes de Miraflores. El punto más débil era Begoña, el Campo Santo, la batería del Emparrado, el espaldón de tablas que protegía el camino cubierto de Santo Domingo, la batería y línea construida con barricas y sacas de lana junto al Circo. De este grupo de defensas partía el camino de Begoña hasta el santuario del mismo nombre, junto al cual estaba la Rectoral, donde Zumalacárregui se alojaba. No lejos de allí, como a cien pasos de la iglesia, se alzaba el llamado Palacio, grande y macizo, y a poca distancia la casa llamada de Landacoeche. Entre estos tres edificios, la iglesia, el palacio y la casa, había emplazado Zumalacárregui un mortero, y junto a Landacoeche un obús; más a la derecha, la batería con las piezas de menor calibre.

Los dos capellanes, Ibarburu y Fago, movidos de ardiente curiosidad, subieron a los altos de Artagán, y de allí dominaron todo el panorama de la villa, que parecía sepultada en el fondo de un pozo. Vieron a su derecha la mole de San Agustín y la casa de Quintana; enfrente todas las obras de Mallona, y a la izquierda los fuertes de Solocoeche y Larrinaga.

«¿Qué le parece a usted, amigo Fago? -dijo Ibarburu con desfallecimiento-. ¿Tomaremos esto? Antójaseme que es hueso muy duro para que podamos roerlo.

-Y tan duro... Fíjese usted además en los fuertes de la otra orilla, del lado de Abando... No se concibe mayor obcecación que la de esos señores áulicos, que han puesto la causa al borde de este abismo. Ya verán, ya verán lo que es bueno.

-¿Y no sería conveniente renunciar a batir los fuertes, y entretenernos en arrojar bombas y granadas sobre el caserío, para que se produjeran incendios y ruinas? De este modo el vecindario, lleno de terror, impondría la rendición.

Esa barbarie no es militar, ni tampoco política, Sr. de Ibarburu, y pongo mi cabeza a que Zumalacárregui no ha de darle a usted gusto».

Siguieron observando toda la mañana. Los sitiadores atizaban candela; pero la plaza les contestaba con brío, y pasó el día sin que se viese resultado favorable a la santa causa. Bilbao continuaba impávido, deseando función más brillante y decisiva.

«Es seguro -dijo Ibarburu al bajar de Artagán-, que mañana dispondrá D. Tomás el asalto de San Agustín.

D. Tomás -replicó Fago secamente-, no puede cometer el desatino de asaltar San Agustín, hasta no batir los fuertes de Mallona, y apagarles parte de sus fuegos, si no todos.

-Me parece que usted entiende poco de asaltos de fortalezas.

Y usted menos.

-¿Desconfía usted de la bravura de nuestros batallones?

-No... pero tampoco creo que sean paja los batallones de Trujillo y Compostela, que defienden los fuertes de Mallona.

-Entonces, ¿qué cree usted, gran táctico?

-Creo que mañana castigará D. Tomás los fuertes del Emparrado y del Circo, y luego quizás lance sus batallones al asalto.

-¿Contra San Agustín?

-No, hombre; contra Mallona, que es la parte más débil; y conquistada ésta, desde allí intimará la rendición a la plaza, la cual, seguramente, contestará que no se rinde.

-¿Usted qué sabe?

-Lo sé.

-¿Tan poco puede D. Tomás?

-Puede; pero no tanto como Dios.

-Ya sale usted con Dios... ¡Bah!... Es irreverencia pensar que Dios puede estar en contra nuestra.

-Lo está».

Parose Ibarburu para mirarle con enojo despreciativo, y sin decir nada más bajaron hacia Begoña.

El Sr. Mendigaña, pagador del Ejército, a quien hallaron muy cabizbajo junto a la casa de Landacoeche, les dijo que el General no estaba bien de salud, y se había retirado a su alojamiento, donde daba las órdenes que se habían de ejecutar antes del amanecer del día siguiente. Pero aunque manifestara el propósito de recogerse pronto, lo mismo Mendigaña que el intendente Sr. Lázaro, que sus hábitos conocían, aseguraron que pasaría toda la noche discurriendo arbitrios y combinaciones para la decisiva jornada próxima.

Ibarburu retirose a su alojamiento, en una casa del camino de Lezama, y durmió como un santo. El capellán aragonés se pasó en claro la noche, que era hermosísima, revolviendo en su mente los probables episodios del sitio. Grabada en su memoria tenía la configuración de la villa en la hondura, los montes que la rodeaban, sus líneas de defensa. Todo lo veía como si delante tuviera un bien detallado plano. Veía el entusiasmo de los bilbaínos, sus vehementísimos anhelos de rechazar cuantos asaltos diesen los de arriba con todo el coraje del mundo. No eran ellos menos corajudos y tercos: eran del propio pedernal que sirvió de componente a toda la raza. La contienda sería por de pronto reñidísima. ¡Sabe Dios qué sucedería después, cuando no tuviera la facción un grande ingenio militar que la dirigiese!... Llegose hasta Begoña; vio luz en la habitación del General, y estuvo contemplando el cuadro de claridad un buen espacio de tiempo. Allí pensaba el grande hombre. Lo mismo que él pensaba fuera, a la luz de las estrellas, el hombre pequeño e insignificante, a quien todos tenían por tonto o lunático.

Al amanecer agregose a unos amigos que estaban tomando la mañana, y departió con ellos. Dijéronle que algunos batallones se preparaban para el asalto. Había, pues, confianza en que pronto les abrirían camino los morteros y obuses que sostuvieron el fuego el día anterior. Después se encontró a Ibarburu, que salía de su alojamiento, radiante de ilusiones. Dos oficiales que con él venían manifestaron la convicción de que antes de tres días almorzarían en Bidebarrieta. A las ocho, próximamente, llegáronse los dos capellanes al alojamiento de Zumalacárregui, y le vieron salir, seguido de sus ayudantes y llevando a su izquierda a Mendigaña. Aproximándose al grupo todo lo que la etiqueta les permitía, oyeron decir a D. Tomás: «No he pegado los ojos en toda la noche». Su mirada era febril, lívido el color de su rostro; su tristeza se disimulaba con la animación que quiso dar a sus palabras. Saludó sonriendo: más encorvado aún que de costumbre, se dirigió al Palacio, desde cuyas ventanas observar solía con su anteojo las posiciones enemigas.

Rompiose el fuego. De abajo respondían con cañonazos y algunos, pocos, disparos de fusilería. Los curiosos se guarecieron tras de la iglesia, y no había pasado un cuarto de hora cuando les sobrecogió un rebullicio de gente, saliendo del Palacio. Algo había ocurrido que era motivo de grande alarma. «¿Qué hay, qué pasa?», preguntaron; y nadie supo nada hasta que salió el cura de Begoña, pálido y descompuesto, y dijo: «Herido el General... poca cosa...».

Y luego apareció Mendigaña con ampliaciones balbucientes de la noticia... «No es nada, no hay que asustarse... una rozadura...».

Todo esto pasaba en menos tiempo del que en referirlo se emplea. Vieron bajar a Zumalacárregui por su pie, no más pálido que cuando subió. «Creo que no es nada», dijo a los que con grande azoramiento y ansiedad le rodearon. Pero al decirlo dio un paso en falso... cojeaba del pie derecho. Dos pasos más, y ya no pudo andar. Entre Fago y otro le llevaron a su alojamiento en volandas, y él seguía diciendo: «No es nada... no es nada...».