XXXI

El ayudante Plaza explicó lo sucedido, que fue... de la manera más tonta que puede imaginarse. El General observaba con su anteojo los fuertes enemigos. Algo hubo de ver que le inspiró una resolución súbita... Vuélvese para ordenar a su ayudante que mande avanzar inmediatamente el mortero emplazado entre el palacio y la iglesia, y en el momento en que lo dice, una bala de fusil rebota en el hierro del balcón y le hiere en la pierna, por bajo de la rodilla. No dijo más que... «Vamos, ya está aquí...».

Por momentos se confirmaba la noticia de que la herida no era de gravedad... cuestión de media semana. El fuego seguía: a las once acudió Eraso. Poco después se dijo que Zumalacárregui resignaba el mando en su Lugarteniente; por todo el ejército corrió la triste noticia, y los cañones enmudecieron durante un rato.

«Yo sé -dijo a Fago un oficial de Guías, que se mostró afligidísimo, y no lloraba por creer que las lágrimas deshonran el uniforme-, yo sé quién ha disparado el tiro infame, aleve, diabólico, que ha herido a nuestro General. Ha sido un soldado de Compostela, un bribón ferrolano, que tiene la más asombrosa puntería que puede imaginarse. Ya sabe usted que algunos gallegos aborrecen a D. Tomás por los tremendos castigos que aplicó en el Ferrol, en sus tiempos de coronel, para exterminar a los bandidos que infestaban aquella tierra. Llámase este asesino tirador Juan Bouzas, y me consta que juró quitarle la vida al General si ponía sitio a Bilbao.

-¿Y cómo sabe usted eso, amigo Elizalde?

-Lo sé por una prójima que al gallego conoce, amiga de un capellán aragonés que sirvió con nosotros hasta lo de Arquijas.

-Ese capellán -dijo Fago con sobresalto, deseando echar a correr-, no es el que usted cree, ni ha tenido nada que ver con... con la... Ese aragonés, señor mío, no existe, no ha existido nunca... yo lo aseguro. Los que hablan de él no saben lo que dicen... Quédese usted con Dios».

Salió de estampía, y de la arrancada se alejó más de una legua sin fijarse en la dirección que llevaba. Hasta más de mediodía estuvo dando vueltas por el campo, en lugares donde nada se veía del terrible asedio de la villa, y sólo se oía el lejano zumbar de los cañonazos. Las dos eran ya cuando vio que por el camino adelante venían tropas, en número de cincuenta hombres, y bastantes paisanos. No tardó en reconocer a los granaderos de Zumalacárregui, y cuando se aproximaban pudo ver que en el centro del pelotón transportaban una camilla. Al punto comprendió que la herida de D. Tomás se había agravado, y que le llevaban al Cuartel Real, a que le vieran y curaran los médicos del Rey. Ni lo uno ni lo otro era verdad, pues la herida se seguía considerando poco menos que leve, y conducían al General a Cegama, residencia de sus hermanos, no de su mujer y niñas, que vivían en Francia.

Incorporose al convoy, movido de una adhesión ardiente al mártir glorioso de su deber, y en la primera parada suplicó a los granaderos que le permitieran cargar la camilla; mas no quisieron aquellos valientes ceder a ningún nacido el honor de transportar carga tan preciosa. A medida que avanzaba el convoy, se iban quedando atrás los paisanos y mujeres que lo acompañaban; agregáronse otros que salían de los pueblos, y al enterarse de la triste noticia, prorrumpían en exclamaciones de dolor. Profundamente turbado el espíritu del capellán, se apropiaba toda la pena que en los semblantes vela, y juntábala con la suya. No tenía consuelo; el corazón, rebosando amargura le anunciaba infortunios terribles, los cuales no se referían exclusivamente a los demás, ni al General herido, sino a todos: a la Causa, al país, a él mismo, al pobre capellán que se creía responsable, sin saber por qué, de las catástrofes que al mundo amenazaban. A su tristeza se mezclaba el terror, una ansiedad semejante a la que le acometió en el campo de Arquijas.

Obedeciendo a un instintivo impulso, reconocía los rostros de todas las mujeres que salían al camino. Las había feas, las había hermosas, algunas de atlética estatura, como la Ignacia de Elosua; otras contrahechas y desmedradas. Pero todas eran quienes eran quienes eran, y nada más. Al propio tiempo que estas extrañas cosas sentía, no podía pensar que fuese leve la herida del General, como todos aseguraban. Teníala por gravísima, mortal, y cuando Zumalacárregui, en la parada de Zornoza, le llamó a su lado y, ofreciéndole un cigarrillo, le dirigió palabras afectuosas, le miraba como a un muerto que hablase... La idea de que el General sería pronto cadáver, si ya no lo era, se aferraba a su mente, sin que ninguna consideración pudiera desecharla.

«¿Y cómo se encuentra vuecencia? -le preguntó, intentando poner en su rostro una confianza que no tenía.

-Así, así... -le contestó Zumalacárregui no más triste que antes de la desgracia-. Los dolores de la pierna se me han calmado con la untura que me puso este señor médico que me acompaña. Más me molesta mi enfermedad que la herida, y creo que, aun sin este accidente, habría tenido que dejar el mando para atender a mi salud.

-La salud es lo primero -dijo Fago-, y que busque la Causa otros Generales. En el grado de robustez en que, por obra y gracia de vuecencia, está la Causa, ya puede andar sola... Vengan otras cabezas, y Dios dispondrá lo que nos convenga a todos».

Tirando con fuerza la colilla, Zumalacárregui dio orden de seguir. Y a los pocos pasos entabló Fago conversación con fray Cirilo de Pamplona, hombre muy apersonado, como de cuarenta años, que no gastaba hábito, sino la usual vestimenta de los capellanes. Era pariente de la esposa del General, y sobre éste tenía gran ascendiente. Hallábase con Eraso en Bolueta cuando tuvo noticia del suceso, y acudió al instante, determinando acompañarle hasta el propio Cegama. Charlando con el aragonés, mostrose confiado en la pronta curación del General, sobre todo si éste seguía el consejo que le había dado, y era llamar sin pérdida de tiempo a un curandero del país, nombrado Petriquillo, hombre muy práctico en sanar heridas y en entablillar miembros rotos. El tal vivía en Hermúa, y ya se le había mandado un emisario para que saliese al camino, al paso del enfermo. Más confianza que en los médicos tenía fray Cirilo en aquel practicón sin estudios que de continuo realizaba curas maravillosas, empleando los ungüentos y pócimas que, con yerbas de su conocimiento, él mismo confeccionaba. A todo asintió Fago, por urbanidad, pues creía firmemente que los enfermos se pierden o se salvan por sentencia superior, sin que pueda la ciencia humana precipitar ni atajar la muerte.

Llegaron de noche a Durango, y no bien paró el convoy en el palacio de los Emparanes, llegó un mensajero del Rey, diciendo fuese el médico Sr. González Grediaga a informar a Su Majestad del estado del herido. La visita del Soberano se fijó para la siguiente mañana, a fin de que el General descansase toda la noche. Acudieron no pocos personajes de la Corte trashumante a visitar a D. Tomás; pero éste no quiso recibir a nadie. En los arcos de Santa María y en el paseo de la Olmeda hubo hasta hora muy avanzada de la noche corrillos, donde se comentaba con ansiedad el triste accidente. Los más lo creían adverso, algunos favorable, y no faltó persona bien informada que aseguró no mandaría el General Eraso las Reales tropas por mucho tiempo, pues ya era seguro que sería nombrado González Moreno, de quien se esperaba la toma de Bilbao en un abrir y cerrar de ojos.

Tan a disgusto se encontraba Fago en la llamada Corte, y tan malas tripas le hacía el encuentro probable con D. Fructuoso, que se fue a dormir a Abadiano, para incorporarse a la mañana siguiente al convoy, que por aquel pueblo tenía que pasar. D. Carlos visitó a su General muy temprano. Cuentan que le reconvino cariñosamente por exponer al peligro vida tan preciosa. Y el herido contestó: «Señor, sin exponerse, nada se adelanta... Bastante he vivido ya... En esta guerra tan desigual y destructora, por necesidad hemos de morir cuantos la hemos comenzado».

Sin penetrarse bien de la profunda tristeza de estas palabras, ni del sentido pesimista que contenían respecto al curso futuro de la guerra, D. Carlos quitó a la herida de su General toda importancia. Los médicos González Grediaga y Gelos le habían asegurado que dentro de quince días podría volver a campaña. Movió la cabeza en señal de duda Zumalacárregui, y no quiso contradecir los felices augurios de su Señor y Rey. Éste le incitó a quedarse en Durango, donde le asistirían los facultativos de la Casa Real, y se le prodigarían exquisitos cuidados. Pero el herido se defendió con tenacidad de la obsequiosa protección de Carlos V, insistiendo en que le llevaran al retiro y quietud de Cegama. Fácil es al historiador penetrar en la mente del héroe, y ver en ella su repugnancia de la Corte, y su aborrecimiento de los intrigantes que en ella bullían. Despidiéronse sin que mediara ninguna observación acerca del sitio de Bilbao, ni de las dificultades que ofrecía la desdichada operación impuesta por los conspicuos del Cuartel Real. Ya no volverían a verse más en este mundo D. Carlos y Zumalacárregui, representación viva del absolutismo el uno, representación el otro de la formidable fuerza nacional que lo amaba y lo defendía. La idea y el brazo se separaban para siempre. En su respetuosa despedida, el gran caudillo parecía decir: «Ahí queda eso, Señor. El que tanto ha hecho por Vuestra Majestad, no puede hacer más».

Y no bien salió D. Carlos del alojamiento, se dieron órdenes para continuar el transporte de la camilla. Contento iba el General al partir de Durango, y al perder de vista las enfatuadas figuras de los cortesanos que acudieron a despedirle. Su amigo Mendigaña, pagador del ejército, le había dado treinta onzas a cuenta de las pagas atrasadas, y con ellas obsequió espléndidamente durante el camino a los granaderos que le conducían. Anhelaba llegar pronto a Cegama, donde le esperaban deudos y amigos cariñosos; perder de vista el ejército; descansar de la continua brega; olvidar sus propios esfuerzos físicos y espirituales, y la ingratitud, irrisorio galardón de tanta inteligencia y desinterés.

Impaciente, daba órdenes para que los granaderos se remudaran, a fin de acelerar el viaje, que era penoso a causa del calor y la distancia. Fumaba cigarrillos uno tras otro; en las cortas paradas hablaba con Capapé, su fiel amigo; con fray Cirilo; con los médicos, que le renovaban el emplasto para atenuar sus dolores, y con el curandero Petriquillo, que le auguraba sanarle en cuatro días por procedimientos de él solo conocidos. Agregándose al convoy en Abadiano, Fago marchó a retaguardia con la gente menuda, alejado de la camilla por virtud de una timidez aplanante, tristísima. No gustaba de ver de cerca al héroe. El sentimiento de emulación que llenaba su alma en los primeros días de conocerle y tratarle, trocábase ya en suprema piedad, y en adoración de las virtudes y méritos grandes del caudillo, méritos y virtudes que comprendía como nadie; y si antes tuvo la pretensión de penetrar en su mente, adivinándole las ideas militares o anticipándose a ellas, ahora creía también en la transfusión de su espíritu en el de Zumalacárregui, y viviendo dentro de él se recreaba en la placidez de una conciencia limpia, en la entereza de un morir cristiano, sereno, con la satisfacción de haber desempeñado un papel histórico agradable a Dios, y de resignar su poderío terrestre en medio de la paz religiosa y de los consuelos de la fe.

Meditaba en esto el buen capellán, siguiendo al convoy, y se decía: «Morirá, morirá, sin duda. Es ley que tiene que cumplirse. Este endiablado Petriquillo paréceme instrumento de la fatalidad... Y yo me pregunto: ¿Qué pasaría si este hombre extraordinario no se muriera? Si yo me engañara y D. Tomás curase, ¿qué resultaría del quebrantamiento de la lógica histórica? Porque su morir es lógico, es bello además, inmensamente humano y divino, consorcio de lo divino con lo humano. Si el General viviera, veríamos una falta de armonía en las cosas... No, no: debe morir, morirá. Allá se las compongan la ciencia y el charlatanismo para llegar a este resultado preciso... Yo no dudo, no puedo dudarlo. Dios me ha enseñado a conocer las oportunidades de la Historia, y cuándo es bueno que ocurra lo malo».