Zumalacárregui/XXIX
XXIX
Contento como unas pascuas se fue Borra, y en verdad que no le penaba ir solo, pues la soledad era su mejor amigo. Fago, secuestrado por el capellán con cariñosa tiranía, no tuvo más remedio que dejarse conducir en la ambulancia sanitaria; y cuando ya marchaban a media legua de la villa, caminito de Elorrio, aproximó Ibarburu su mula al pelotón que le conducía, y hablaron un rato, el uno a pie, a caballo el otro.
«Agradezco mucho a usted su buena voluntad; pero, créame... mejor servicio me haría dejándome zambullir en la soledad y apartarme de todos estos belenes.
-Déjele, déjese llevar, y no sea usted obstinado y majadero. ¿Qué sabe usted lo que dice? En la primer parada que hagamos me contará el cómo y cuándo de haber venido a la desolación de esa vida, y hablaremos del modo de restaurarle a su estado decoroso... Y aprovecharé el descanso de esta noche para proveerle de ropa, y vestirle con la decencia que le corresponde. Somos de la misma estatura y carnes, y mi ropa le vendrá como suya».
En la primera parada, arrimaditos a una venta próxima al camino, en la cual comieron y refrescaron, Fago contó a su amigo todos los inauditos accidentes de su vida, desde el punto y hora en que dejaron de verse, en Diciembre del año anterior. Oyó Ibarburu el relato, como un confesor que no quiere perder sílaba, atento a los íntimos pormenores de conciencia, para formar cabal juicio del estado moral del penitente; y al llegar al caso de la defección de Fago y de su ingreso en las filas cristinas; al oírle que por ganar la libertad había vendido sus convicciones realistas, combatiendo por Isabelita II en las jornadas sangrientas de la Amézcoa, se mostró tan irritado y severo, que poco faltó para que terminase allí la confesión, y con ella la amistad de los dos capellanes.
Pero Fago, con su noble sinceridad, ganó el corazón de Ibarburu. Todo lo refería lealmente, sin atenuar sus culpas ni empequeñecer su mérito donde lo hubiera. No ocultó que el principal fin de todos sus actos en aquella parte de la campaña, era perseguir y cazar a la descarriada Saloma. Los diversos episodios y peripecias, las vivísimas esperanzas y desengaños tristes de esta cacería fueron tales, que creyó perder la razón. Saloma, como fantasma vano, en todas partes se presentaba, y en los aires se desvanecía cuando las manos se alargaban para cogerla. Rezagado en las angosturas de Artaza tuvo que esconderse en unos breñales para no caer prisionero de los realistas, que le habrían fusilado sin piedad. Huyó después montes arriba, repugnando el seguir en filas liberales, y con asco también de las facciosas; vagó tres o cuatro días, precedido del fantasma, hasta que Dios quiso desengañarle de aquel vano error, iluminando su entendimiento con ideas claras. La torpeza y sinrazón de aquel empeño se posesionaron de su espíritu, y unido a ello el hastío de la humanidad, sintió la querencia hondísima de la vida ascética. Andando, andando, sin pensar a dónde iba, llevado más bien de la fatal dirección mecánica de sus pasos, fue a parar al monte Murumendi, y allí se acordó del solitario Borra. Llegose a la cabaña, hablaron... Lo demás ya lo había oído Ibarburu de los propios labios del anacoreta.
«Todo sea por Dios -dijo entre suspiros el capellán guipuzcoano al ponerse de nuevo en camino-. Dele usted gracias por haber caído en mis manos; que si se quedara entregado a sus desvaríos, no tardaría en volverse loco. Ahora, calma y completa sumisión a lo que yo le ordene: soy su amigo, su protector y su médico. Prescribo, como remedio salvador, que prepare usted su espíritu y su voluntad para volver lo más pronto posible al estado eclesiástico. Todo lo que sea del orden de guerras y política, y el capitulito ese de la persecución de féminas, debe pasar a la historia. Basta de locuras. Sea usted sacerdote, y no eche el pie fuera de la sábana de una modesta posición eclesiástica... Adelante: va usted preso. Esta noche le vestiré, y ahora voy a decir que le dejen ir en un carro de sanidad para que no se fatigue».
A todo se prestó el aragonés, que había vuelto a ser pasivo, abdicando su voluntad en las voluntades ajenas, y sintiendo de nuevo la devoción del acaso. Siguieron andando todo aquel día y el siguiente. Por referencias supieron que Zumalacárregui no había tenido que expugnar a Durango por encontrar evacuada esta villa. Mas no queriendo emprender operación tan comprometida como el sitio de Bilbao, dejando una considerable fuerza cristina en la fortificada villa de Ochandiano, que domina el llano de Álava, resolvió acudir allá rápidamente. Dicho y hecho: embistió el pueblo y la torre que lo defendía; a los dos días se rindió la guarnición. Contemplando Zumalacárregui desde las alturas de Ochandiano el llano de Álava, en cuyas lejanías se distinguen las torres de Vitoria, sintiose encariñado con su pensamiento militar, de cuya ejecución le desviaba la obcecada terquedad de D. Carlos. Aún esperaba convencer a éste. Procurándose un excelente guía de ligeros pies, envió a Vergara un breve mensaje, que decía: «Ochandiano está en nuestro poder. Desde aquí contemplo el camino que tendremos que recorrer para proclamar a Vuestra Majestad en Vitoria, mañana, si Vuestra Majestad me autoriza para desistir de sitiar a Bilbao».
En Durango recibió por respuesta una lacónica pregunta: «¿Se puede tomar a Bilbao?»
Estrujando en su nerviosa mano el papel, Zumalacárregui exclamó: «¡Como poderse tomar, sí!... Después, Dios dirá».
Los pocos días transcurridos desde la presentación en Vergara del capellán aragonés convertido en salvaje anacoreta, bastaron a Ibarburu para transformarle. Le afeitaron y vistieron, y con esto y el buen alimento parecía otro hombre, el mismo de antaño, sólo que más enflaquecido y mustio. Al propio tiempo, ganó bastante en serenidad de espíritu y claridad del entendimiento, y parecía dispuesto a seguir las prescripciones de Ibarburu, encerrándose en la modestia de una vida eclesiástica rutinaria y sin pretensiones. Se le declaró libre de toda pena, atendiendo a que había sido hecho prisionero por los cristinos, y Z que éstos le obligaron a combatir en sus filas so pena de la vida. Habiendo llegado a los propios oídos de Zumalacárregui estas amañadas historias, demostró interés por el desdichado capellán, y deseó verle.
La noche antes de la salida de Durango para Bilbao presentose Ibarburu con su amigo en el alojamiento del General, que era la casa-palacio de los Emparanes, y después de una breve antesala, fueron admitidos a la presencia de D. Tomás. De tal modo se pintaba la tristeza en el semblante de éste, que causaba lastimoso respeto a los que le veían. Sin duda la causa de ello era, además de la dolencia penosa, la inmensa tribulación de haber visto morir frente a Ochandiano a su entrañable amigo D. Juan Francisco Alzaa, antiguo jefe de los voluntarios de Oñate.
Sintiose Fago cohibido en presencia del General, cuya figura militar y política ante sus ojos se agigantaba. Nunca le había visto tan soberanamente investido de la majestad que dan el talento superior y la honradez sin tacha. Poco le faltó al capellán, en su profunda emoción, para arrodillarse delante del caudillo y mostrarle un acatamiento incondicional, pidiéndole perdón por haber hecho armas contra él. Casi con lágrimas en los ojos, hizo ademán de besarle la mano, y lo habría hecho si el otro se lo permitiera.
«¿Qué cuenta usted, buen Fago? -le dijo el General con melancólica benevolencia-. ¡Ah!... ¿Sabe usted que el famoso cañón que me trajo usted de Ondárroa nos ha prestado grandes servicios? Pero en Villafranca, el pobre Abuelo, cascado ya y medio chocho, se nos quedó inútil. Bastante ha servido el infeliz... Todo pasa, todo se gasta y todo se concluye.
-General -replicó el capellán con voz temblorosa-, mi mayor pena es que, por mi incapacidad, no pueda yo prestarle algún servicio con la firme resolución que vuecencia merece.
-Todavía, ¡quién sabe!
-Ya no, ya no... Soy hombre muerto».
Y en aquel mismo instante sintió Fago en su espíritu el fenómeno extraño que en ocasiones diferentes había sentido: la transfusión de su pensamiento en el del insigne guerrero, es decir, que sus ideas se anticipaban a las de éste, o que concordaban milagrosamente en dos cerebros distintos.
«Mi General -dijo después de una pausa-, permítame que le felicite por sus triunfos, que la historia ha de consignar. Permítame exponer con sinceridad una idea que tengo aquí... Será temeridad que yo la exprese, será tal vez descortesía... Vuecencia estima que es un desatino la expugnación de Bilbao; vuecencia, esclavo de su deber, obedece órdenes disparatadas del Rey...
-¡Eh, cuidado! No puede hablarse así de nuestro Soberano... Eso no es cierto, amigo Fago.
-Tenga vuecencia la dignación de oír todos los dislates que se me ocurren. Vuecencia no debe obedecer... debe presentar la dimisión resueltamente, y que venga otro a ejecutar los propósitos que concibe el cerebro vacío de los que rodean a nuestro buen Rey... Si esto que digo merece castigo, mande vuecencia que me den veinticinco, cincuenta palos, y yo resignado los recibiré. Pero déjeme decir todo lo que pienso: se acerca el término fatal de su carrera gloriosa. ¿Cómo lo sé? No sé cómo lo sé; pero muy claro lo veo, y vuecencia lo ve lo mismo que yo.
-Sólo Dios sabe lo que puede suceder -dijo Zumalacárregui queriendo sonreír, y sin poder conseguirlo».
Y el otro terminó: «Vuecencia lo sabe y yo también... El héroe de esta guerra, el restaurador de la Monarquía legítima... no tomará a Bilbao... El porqué... él lo sabe... y yo también.
-Mucho saber es ése, amigo Fago -indicó Zumalacárregui sonriendo al fin de veras-. Yo no soy profeta; por lo visto usted lo es.
-Vámonos, vámonos -dijo Ibarburu con gran zozobra, tomando del brazo a su amigo para cortar conversación que tenía por impertinente-. Basta de profecías... Estamos molestando al señor General...
-¡Oh, no!... Pueden quedarse...».
Algo más quiso decir Fago; pero el otro, azarado y algo colérico, se despidió brevemente por los dos, y salió, llevándose a su amigo casi a rastras. Al tomar aliento en la escalera, le reprendió con aspereza, como a un niño mal criado que acaba de hacer una tontería.
«¿Pero hombre, está en su juicio?... ¡Qué rato me ha hecho usted pasar!... Al demonio se le ocurre, ¡carape!... decirle al General que no tomaremos... que no tomará a Bilbao... ¿Ha querido usted anunciar su muerte?
-He dicho lo que siento, lo que veo... lo mismo que ve y siente él... Es como la luz, amigo Ibarburu, y me sorprende que usted no lo vea.
-Lo que veo yo -dijo el castrense encalabrinándose-, es que, si seguimos con esas salidas de tono, le daré a usted por desahuciado, y le abandonaré a su desdichada suerte».
Y el otro, sin parar mientes en la indignación de su amigo, ni cuidarse de aplacarla, se llevaba las manos a la cabeza, exclamando: «¡Lástima de hombre!... ¡Qué pérdida, Señor!... ¡Inmenso duelo!»
-¿Qué rezonga usted, por cien mil carapes? -gritó el capellán furioso enarbolando el palo.
-Dios lo quiere, Dios lo ha dispuesto... Así debe ser, sin duda, y así será».