XXVIII

¡Desde aquel otoño de 1833 hasta la primavera del 35, cuántas páginas de patética historia, cuántos hechos brillantes o bárbaros, cuántos esfuerzos de sublimidad heroica, de honrada abnegación o de fanatismo delirante! En tan breve tiempo crece y se complementa una figura militar, que sería muy grande si no la hubiera criado a sus pechos la odiosa guerra civil. Y en la precisa oportunidad histórica, el destino dispone la integración de la figura del insigne guerrero, agregando a sus coronas de laurel la de abrojos que para él había de tejer puntualmente la envidia; que sin esto la figura no podía ser completa. Aproximábase a su ocaso, con todos los sacramentos, la gloria que enaltece, la ingratitud que roe, el público aplauso que empuja hacia arriba, la envidia que tira de los pies para hacer bajar al sujeto, y poner su cabeza al nivel de las pelonas de la muchedumbre.

Reservadísimas eran las conferencias entre D. Carlos y su General, y cuando se celebraba consejo, al que asistían, además de Zumalacárregui, los llamados ministros, no se revelaban al público ni las discusiones ni los acuerdos. Pero algo trascendía siempre, como es natural, mayormente entre españoles, raza inepta para guardar secretos; y en los corrillos de la plaza, en las dos boticas, en los pórticos de la Casa Consistorial y en todos los demás mentideros de la ilustre villa, se hablaba de los grandiosos planes que de aquellas encerronas habían de salir muy pronto. No será preciso advertir que el Sr. D. Fructuoso de Arespacochaga y Vidondo, natural de Vergara, unido al vecindario por vínculos de sangre y por multitud de conocimientos, no podía salir a la calle sin que le acometiera la caterva de impertinentes curiosos. En las galerías del Seminario Real y Patriótico le asaltaron una tarde las turbas, pidiéndole los secretos o la vida, y él, ante el número y poder de los asaltantes, no tuvo más remedio que rendirse, dando noticias incompletas. Juntose después al capellán Ibarburu, y se fueron a la sala de Capítulo de San Pedro de Ariznoa. En grata tertulia con el Párroco y dos racioneros de los más significados, dejó salir por su boca D. Fructuoso cuanto tenía en el buche.

«Pero, en fin -preguntó Ibarburu con viva impaciencia-, ¿dimite o no dimite?

-¡Qué ha de dimitir! ¿Cree usted que brevas como el Generalato de tan grandes huestes se sueltan por una cuestión de amor propio?

-¿Y su enfermedad -dijo el Párroco no sin malicia-, es real, o un nuevo ardid estratégico y político?

-Es real. Padece de la orina. Bien se le conoce en la cara ese alifafe... Figúrome que exagera un poquito, con la intención marrullera de que Su Majestad, que le aprecia verdaderamente, ceda en sus resoluciones por no contrariarle.

-Pero a buena parte va -observó uno de los racioneros, que por su gordura no cabía en ningún sillón y tenía que mantenerse en pie-. Tenemos un Rey que por su carácter entero, así como por su religiosidad, merecería gobernar todita la Europa.

-La cuestión es la siguiente -dijo Arespacochaga, a quien faltaba poco para reventar como una bomba, de la satisfacción que el dar noticias auténticas le causaba-; varias casas holandesas han ofrecido a Su Majestad un empréstito de consideración tan pronto como caiga en nuestro poder una plaza de importancia... Quien dice plaza de importancia dice Bilbao, que además es villa de gran riqueza, y podría damos un botín cuantiosísimo, señores. En fin, repetiré textualmente las palabras de Su Majestad, que oí de sus augustos labios: «He decidido que tan pronto como te restablezcas y te halles en disposición de poder montar a caballo, te dirijas a Bilbao».

-Textual, ¿eh?

-Y él... naturalmente, ¡cómo había de atreverse a contradecir el soberano mandato!

-Hizo protestas de sumisión, obediencia y lealtad... ¡Qué menos, señores! Pero a renglón seguido, con muchísimo respeto, hubo de presentar su opinión contraria a la del Rey, y a la de todos los dignatarios, así civiles como militares, que teníamos voz y voto en el consejo. Allí nos hablé de los inconvenientes y peligros que a su juicio ofrece el asedio de Bilbao, y de la facilidad con que podría tomar a Miranda y Vitoria. Ganadas estas dos plazas, la invasión de Castilla será cosa de un par de semanitas.

-No estoy conforme -dijo el Párroco gravemente, tomando y ofreciendo de su rapé oloroso-. En las cosas de guerra se prefiere siempre lo fácil a lo difícil. Si ese criterio prevalece, que nos den el mando a los curas, y pónganse los militares a rezar.

-Justo... ésa es mi opinión y la de todo el que discurra con buena lógica -afirmó Arespacochaga-. Acométanse las cosas difíciles, que las fáciles, las de cuesta abajo, por sí solas se resolverán luego. Pues bien, señores: a mí me tocó la honra de concretar la cuestión en el consejo. Su Majestad tuvo la dignación de pedir mi dictamen, y yo... respetando las razones estratégicas que expuesto había mi señor D. Tomás, llevé el problema al terreno político, alegando altas razones, de más peso que las razones militares, y mirando al decoro y dignidad del Trono. Palabras mías textuales: «¿Tiene el General D. Tomás Zumalacárregui fuerzas para tomar a Bilbao? Si considera que no las tiene, nada digo. Pero si cree, como creen conmigo otros príncipes de la Milicia, a cuya autorizada opinión me remito, que tiene fuerzas sobradas para tal empresa, no debe hablarse una palabra más del asunto. Pues el Rey quiere que se tome a Bilbao, esto basta para que se intente la empresa, no siendo, como no es, imposible».

-Bien, admirable... ¿y qué contestó?

-Por de pronto, ni una palabra. Parecía desconcertado. Su rostro de color de cera permaneció inalterable. El Rey, mientras yo peroraba, no quitó de mí sus ojos, asintiendo con fuertes cabezadas. Zumalacárregui, apremiado por Su Majestad para que concretase si era posible o no tomar la plaza, no se atrevió a negar que poseía fuerza bastante para tal fin. Allí nos habló de que las dificultades podrían sobrevenir después. Pero no nos convencimos, ni Su Majestad tampoco. En fin, señores, el consejo acordó el ataque a Bilbao... y mande quien mande las operaciones, Bilbao será nuestro antes de quince días.

-¡Mande quien mande! -repitió Ibarburu-. ¿Luego cree usted probable que dimita?

-Sí; pero también creo que no se le admitirá la dimisión. Si se le aceptara, no faltaría un General de grandes miras y conocimiento que llevara nuestros batallones a este gran triunfo, y así lo llamo porque Bilbao carlista es el empréstito holandés, y con dinero, que es lo único que nos falta, haremos un caminito seguro y breve por donde las Reinas de Madrid se vayan a Francia, y nosotros a la Villa y Corte».

Siguieron haciendo caminitos y cuentas galanas hasta que les sirvieron el chocolate con que el Capítulo les obsequiaba, y tomado éste, Ibarburu se fue solo a la calle, taciturno y caviloso. No sabía a qué carta quedarse, ni a qué santo encomendar el logro de sus desmedidas ambiciones. ¿De qué le valía adular a Zumalacárregui si éste dimitía? Y si no dimitía, ¿qué eficacia tendrían sus adulaciones a González Moreno y Arespacochaga? Su instinto cortesano, afinado por la ilusión de la mitra que quería ponerse en la cabeza, le guió hacia el alojamiento de D. Tomás, que era el palacio de los Elóseguis, amigos suyos; y en el portal salió a su encuentro Celestino Elósegui, a quien con viva ansiedad preguntó: «¿Dimite o no dimite?»

Llevole adentro y arriba, y tuvo la suerte de sorprender al General en uno de esos instantes en que la espontaneidad no puede contenerse, y en que se manifiestan sin rebozo los sentimientos que llenan el corazón. Acompañaban a D. Tomás su amigo íntimo D. Juan Francisco de Alzaa y el dueño de la casa, D. Matías Elosegui. Quitándose el capote y arrojándolo sobre una silla, como si con él arrojara la investidura de General en jefe, dio una patada y dijo con rabia: «Esto es inaguantable... Ya lo presentía yo... ¡Tener que ejecutar proyectos que juzgo disparatados en el estado actual de cosas!» Sin hacer gran caso de lo que tímidamente le dijo D. Matías para calmar su irritación, dejose caer en un sofá con notorio desaliento, y expresó con estas graves palabras la grande agitación de su noble espíritu: «Dejo a la enfermedad o a una bala enemiga el cuidado de sacarme de esta situación».

Oído esto, se arrancó Ibarburu con un encomiástico discurso, pronunciado con cierto énfasis político: «Mi General, quien ha conquistado los lauros que enaltecen el nombre glorioso de Zumalacárregui, ese nombre escrito ya con letras de oro en el libro de la Historia, nada debe temer. Donde vaya Zumalacárregui irá la victoria. Nuestro Rey reina por el esfuerzo de este gran caudillo, y por el camino de Bilbao, lo mismo que por el de Vitoria, con la ayuda de Dios nuestro Padre, y de la Reina de los Cielos María Santísima, las tropas que con sabia mano rige vuecencia llevarán a la Corte de las Españas al representante de la Monarquía legítima y de los derechos de la Religión».

Con una mirada benévola y dos o tres monosílabos de modestia, rechazando honores tan desmedidos, disimuló Zumalacárregui el desprecio que le merecían las gárrulas demostraciones del capellán de su ejército. Entró a este punto el médico, y el General se fue con él a su habitación.

Contento de sí mismo y del buen golpe que había dado, Ibarburu salió en busca de otros capellanes y militronches amigos suyos, para dar un paseo y poder contar cuanto sabía; noticias bebidas en los propios manantiales de información. Toda la tarde estuvo despotricando: en la conversación deambulatoria, el optimismo embriagaba las almas de los pobres ojalateros, pues cuál más, cuál menos, todos tenían sus esperanzas de medro en diferentes carreras y profesiones. Al regresar a sus hogares, donde les esperaba la menestra de borrajas, la sopita, el huevo pasado, et reliqua, se mecían en dulcísimas ilusiones. Éste veía las insignias de coronel, aquél la congrua eclesiástica, el uno la judicial toga, el otro la mitra, y todos estos símbolos de autoridad y posición se les representaban en forma extrañísima, bombas y granadas cayendo sobre la infeliz Bilbao.

A la siguiente mañana, y cuando el señor capellán a partir se disponía con el ejército por el camino de Durango, le anunció su patrón una visita, advirtiéndole al propio tiempo que no la recibiera porque debía de ser enfadosa.

«¿Quién es?

-Señor, dos ermitaños que piden limosna; pretenden ver a usted para que les libre de no sé qué pena que se les ha impuesto por espías».

Bajó presuroso el Sr. Ibarburu, y con indecible sorpresa reconoció en uno de los dos infelices que a implorar venían su protección, al mismísimo D. José Fago, ex-capellán, ex-sargento, santo en ciernes por temporadas, gran estratégico en ocasiones, y notado siempre por su falta de seso y sobra de ambiciones desapoderadas. Vestía el desdichado aragonés un balandrán deslucido y roto, ceñido a la cintura por cuerda de esparto; calzaba alpargatas; habíale crecido la barba y cabello, y su aspecto semisalvaje inspiraba más compasión que miedo.

«Amigo mío, ¿qué es esto? -le dijo Ibarburu con estupor no exento de severidad-. ¿Qué le pasa a usted? Nos dijeron que se había dejado seducir por la impiedad cristina... yo no lo creí. Luego se corrió la voz de que había perecido en la tremenda degollina de la Amézcoa... ¿Qué significa esa facha miserable, y quién es este hombre que le acompaña?

-Mi facha significa el desengaño de todas las cosas, el hastío del mundo y el gusto de la soledad... Y este que me acompaña es el santo ermitaño Borra, que tenía su cabaña en el monte Murumendi, y fue días hace inicuamente expulsado de ella por los soldados de la facción, y luego él y yo perseguidos y amenazados de no sé qué horrendos castigos, por lo que llaman delito de vagancia y espionaje.

-Señor capellán -dijo el otro con grave acento-: yo, Simeón Borra, vivía en Murumendi lejos de todo comercio con el mundo, consagrado a la oración y abominando de las opiniones que hacen fieras a los hombres y les llevan a guerrear. Con nadie me metía ni nunca hice daño a nadie. Vivía de lo que me querían dar y del fruto de una huertecilla. Este amigo vino a pedirme consejo para conseguir la paz de su alma: contome su historia; pidiome luego que le admitiese en mi compañía, y a ello me resistí: no quiero formar comunidad. Estableciose por mi advertencia en un sitio cercano a mi choza; labró la suya, y vivíamos como a dos tiros de fusil...

-Y cuando más seguros nos creemos -prosiguió Fago-, una columna facciosa nos destruye las casas; se nos acusa de espionaje; se nos amarra y nos traen aquí, donde hallamos un señor Mayor de plaza, hombre caritativo, el cual nos libra de la muerte y promete ponernos en libertad si hay alguien en el ejército que garantice que no somos rateros ni traidores».

Uno de los militares que les acompañaban manifestó que el menor castigo que podía imponérseles por espionaje era cortarles las orejas.

«A mí no puede ser, ¡carambo! -afirmó Borra apartando las guedejas que caían sobre sus sienes-, porque ya me las cortó el tunante de Mina el año 22, y no porque yo cometiese delito alguno, sino por crueldad sanguinaria... De modo que si alguna pena me aplican, sea la de muerte, y pronto, que nada le importa a quien aprecia la vida en menos que un cabello.

-Lo mismo digo -afirmó Fago-. Que me maten si quieren, si no han de darme la libertad».

Los militares, que atraídos de la curiosidad formaban corrillo en torno de los dos infelices, más se inclinaban a la burla compasiva que a la severidad. Ibarburu, profundamente apenado del lastimoso sino del que fue su amigo, y a quien verdaderamente apreciaba, le cogió de la mano, como si resueltamente bajo su amparo le tomase, y con acento firme dijo al militar que les acompañaba: «Bajo mi responsabilidad, amigo Zuazo, deje usted libres a estos hombres, pues a entrambos les tengo por tontos, que es lo mismo que decir inocentes. Váyanse a donde quieran, a hacer vida boba, que también podría ser vida regalona. Ea, despejen, que tenemos que marchar a Durango... Usted, señor santo Borrajo, o como quiera que se llame, puede ir a donde quiera, y volverse a su monte o al mismo infierno; pero lo que es a éste no le suelto. Amigo Fago, no puedo consentir que un hombre de su inteligencia y carácter se deje inducir a la extravagancia que revelan su traje y modos... no, no, no lo consiento, y si no de grado, por fuerza se viene usted con nosotros. Eh, amigo Zuazo, me le lleva usted por delante, entre bayonetas. Yo hablaré al Coronel, y respondo de que ordenará lo que digo... Adelante, entre bayonetas. Éste no puede ser libre; éste me pertenece: quiero salvarle de su propia insanidad, de su propia tristeza... En marcha... D. José Fago, es usted prisionero de su amigo el capellán Ibarburu. No haga resistencia, o el Coronel mandará que le apliquen cincuenta palos».