XXVII

No extrañó al comandante Arbués perder de vista a su primo el capellán durante la acción de Artaza. En la confusión de la pelea en retirada, cada cual atiende a sí propio y a su obligación y defensa, sin parar mientes en los demás. En Abarzuza no pareció tampoco el aragonés; pero aún esperaba suprimo encontrarle en Estella, pues nadie le había visto caer muerto ni herido, y las últimas noticias de él eran que se batía heroicamente. Bien pudo quedar rezagado, agregarse a la división de Méndez Vigo, o caer prisionero en los combates que ésta sostuvo. Desgraciadamente, fueron inútiles todas las investigaciones que hizo Arbués en Estella, cuando ya descansaban allí del trágico duelo los soldados de la Reina. Nadie pudo dar noticia cierta del pobre capellán. ¿Debía contársele entre los muertos o entre los prisioneros? Lo probable, según Arbués, era que se hubiera dejado matar antes que rendirse, conforme a su temple de aragonés legítimo.

En tanto Zumalacárregui se había ido a Asarta, donde quiso disimular la falta de cartuchos con una orden del día en que daba ocho de descanso a sus valientes tropas. Comunicada al Rey su carencia de municiones, el Cuartel Real, que estaba en Segura, se conmovió con la triste noticia. La Real Hacienda acudió con arbitrios mil al remedio de tan gran daño; se organizó de prisa y corriendo un activo contrabando para traer de Francia el pan de la guerra, y se enviaron comisionados a los que lo amasaban en diferentes puntos del Baztán, para que activasen todo lo posible la fabricación. Gracias a estas medidas pudo Zumalacárregui tener provisión bastante para lanzarse a nuevo combate antes de la semana, engañando una vez más a los cristinos, pues nunca pensó en que sus tropas estuvieran tanto tiempo en la ociosidad. Si no reanudó las operaciones antes de los ocho días, no fue por falta de ganas, ni porque careciera de planes bien determinados, sino porque la Majestad de Carlos V le ordenó que permaneciese en Asarta hasta recibir la visita de los enviados del Gobierno de Inglaterra, lord Elliot y sir Gurwood, para proponer a uno y otro ejército un convenio que diese a la guerra carácter humanitario, poniendo fin a las sangrientas represalias.

Ya D. Carlos había recibido a los ingleses, que eran personas distinguidísimas, ambos conocedores de España; y mostrándose dispuesto a entrar por el aro de la benignidad y templanza, nada quiso resolver sin el parecer de su General en jefe. Éste recibió a los extranjeros con la cortesía concisa y un tanto seca que gastar solía. Los de Albión, que también eran secos y lacónicos, simpatizaron extraordinariamente con el caudillo del absolutismo; conferenciaron; admitió Zumalacárregui lo que se le propuso, que en rigor de verdad significaba el reconocimiento de beligerancia por las Potencias, y acordadas las bases de arreglo, D. Tomás convidó a los ingleses a compartir con él un modesto cocido, que era su habitual sustento en campaña.

Aceptaron gustosos los comisionados; trincaron del buen vinito navarro, sin cortedad de genio, y fuéronse luego camino de Logroño, donde les recibió Córdoba, por delegación del General Valdés. Nueva conferencia, acuerdo por entrambas partes. No consta que hubiera cocido y vino riojano; pero sí que los emisarios de Inglaterra partieron muy satisfechos de la politesse de Córdoba, que además de experto General era un fino diplomático. Puesto en vigor a los pocos días el convenio Elliot, ya no se fusilaba sin piedad a los infelices prisioneros. Este espantoso resorte de guerra, propio de hordas salvajes, quedaba totalmente abolido en los ejércitos que guerreaban en el Norte; se establecían reglas clarísimas para el canje de oficiales y soldados, conforme a las prácticas militares de todas las naciones del mundo. Por desgracia nuestra y baldón de España, otros caudillos carlistas y liberales de gran renombre, en las asperezas del Maestrazgo o en la montaña de Cataluña, habían de olvidar pronto los procederes humanitarios, derramando a torrentes la sangre cristiana y escarneciendo con sus crueldades los ideales que decían defender: el honor patrio, la religión, la fe.

Reanudadas las operaciones, Zumalacárregui mandó a Gómez a Vizcaya, donde se unió al guerrillero Sarasa, y juntos atacaron a Guernica. Los Generales Iriarte y Espartero salieron mal librados. No bien se enteró de la toma de Guernica, D. Tomás fue contra Treviño, plaza fortificada, y la sitió en las mismas barbas de Valdés, y la tomó a las cuarenta y ocho horas, cogiendo prisioneros a los seiscientos hombres de la guarnición, y arramblando con los cañones. Cuando Valdés acudió al socorro de Treviño con las tropas de Estella ya era tarde. La plaza estaba desmantelada, y los carlistas vencedores en la Berrueza. Antes de que Valdés determinara qué camino seguir, Zumalacárregui, sabedor de la evacuación de Estella, se dirigió a esta ciudad, y en ella hizo su entrada triunfal, aclamado con entusiasta delirio por los habitantes, en su gran mayoría frenéticos sectarios del Pretendiente. Hombres y mujeres rodeaban a la tropa realista, saludándola con ardientes demostraciones, cantos guerreros y populares. Las coplas sonaron todo el día por calles y plazuelas, y el famoso estribillo Ay, ay, ay, Motilá, pasaba de las bocas de los ancianos a las de las mujeres, y por fin a las de los chiquillos... ¡Gran día de expansión febril y de entusiasmo loco fue aquél para los soldados de Zumalacárregui! La pintoresca ciudad ardía en regocijo y triunfal estruendo; las campanas de sus iglesias románicas, de venerable antigüedad, no cesaban de voltear con alegres repiques; aquí y allí convites parciales a la intemperie, mesas en medio de la calle, libaciones copiosas, alegría, seguridad del triunfo de la Fe.

Mas no era Zumalacárregui hombre que permitiera a sus tropas adormecerse en el triunfo, ni perder su fiereza en las fiestas obsequiosas y en los enervantes descansos. Sabedor de que partían de Pamplona tres mil infantes y trescientos caballos, salió de Estella para cortarles el paso. Le había dado en la nariz que la tal columna iba en auxilio de algún convoy salido de la Ribera, y no se contentaba con menos que con batir la columna y apoderarse del convoy. Con celeridad pasmosa se plantó en Puente la Reina, y de allí, con dos batallones y toda su caballería, ocupó las alturas del Perdón. Al propio tiempo esparcía una nube de espías por todos los pueblos y caminos circundantes, y preparó el golpe antes de que los cristinos sospecharan el mal encuentro que en su marcha les esperaba. Pelearon unos y otros con gran bizarría casi a la vista de Pamplona. Ganó Zumalacárregui, si se mira tan sólo a la conquista de la posición y a los cien prisioneros que hizo; pero la jornada le fue desfavorable en otro respecto, porque perdió al jefe y organizador de su caballería, D. Carlos O'Donnell. Viéndole moribundo, dijo: «Pérdida irreparable. Valía él mucho más que todo lo que hemos ganado en este encuentro».

Mientras esto ocurría en el Perdón, en Velate las columnas facciosas de Elío y Sagastibelza atacaban a Oraa, el cual se retiraba con pérdidas. Con esto, y con la evacuación por los cristinos de tantas plazas de segundo orden fortificadas, Navarra, a excepción de Pamplona y de los pueblos de la Ribera, era ya totalmente del dominio carlista, comprendiendo la línea de la frontera hasta el mismísimo Irún. ¿Qué faltaba? Tomar a San Sebastián y a Pamplona. Mas para esto urgía ganar antes a Vitoria, y la llave de Vitoria eran las plazas fortificadas de Villafranca, Vergara y Tolosa, en Guipúzcoa. Pensado y hecho: ya le tenéis en marcha, trasladando de un punto a otro sus masas de hombres con presteza increíble. En aquella expedición debía tropezar con Jáuregui, con Iriarte y con Espartero, que ya ilustraba su nombre con gallardas valentías, y ganaba el aplauso y la admiración de las muchedumbres.

En el asedio de Villafranca hubo de sufrir Zumalacárregui desfallecimientos de sus tropas; pero su energía supo trocar el desánimo en loco frenesí de combate. Acude Espartero desde Durango en auxilio de la plaza guipuzcoana; sábelo Zumalacárregui, y con la celeridad del rayo, corren sus batallones a cortarle el camino. Trábase furioso combate en Descarga; Espartero se ve obligado a retroceder; vuelven los vencedores de Descarga sobre Villafranca; el asedio es formidable, épico; los cristinos rinden las armas en condiciones honrosas; la facción gana en aquel día una posición importantísima, mil quinientos fusiles y víveres abundantes. Y velozmente, siguiendo la acción a la idea, como el disparo al requerimiento del gatillo, Eraso cala sobre Éibar, Gómez sobre Tolosa. Y cuando el mismo Zumalacárregui disponíase a tomar a Vergara, recibe un apremiante aviso de D. Carlos llamándole a su Cuartel Real de Segura.

Como jarro de agua fría cayó este aviso sobre la ardiente voluntad del caudillo guipuzcoano, y de malísimo talante se puso en marcha hacia Segura, pasando por Ormáiztegui, su pueblo natal, donde sus paisanos y amigos le acogieron llorando de entusiasmo y cariño, apenados de ver cómo se acentuaba en su rostro la tristeza, que atribuían a la falta de salud, efecto del desmedido trabajo. Los laureles ganados en tan corto tiempo, las ventajas adquiridas en la conquista del suelo español para la Monarquía absoluta, más parecían entristecer que alegrar al héroe de aquella campaña. Su mirada penetrante se fijaba con mayor tenacidad en el suelo, y su cuerpo se encorvaba hacia la tierra, cediendo más al peso de las aprensiones y cuidados que al de las triunfales coronas que su frente ceñía. En Segura fue recibido afablemente por D. Carlos, que se mostró benévolo y agradecido, estimando mucho el ánimo, la perseverancia y abnegación que en el mando del ejército desplegaba. Abrevió el caudillo su visita cuanto pudo, no sólo por la prisa de expugnar a Vergara, sino porque le asfixiaba la atmósfera, el tufo de camarilla; y aunque ninguno de los corifeos del Cuartel Real le mostraba desafecto, no ignoraba que en la tertulia del Rey y en los corrillos de toda aquella caterva de vagos y aduladores se le iba formando una opinión adversa, regateándole sus méritos o servicios, censurando sus actos. Las victorias que uno y otro día alcanzaba la facción se atribuían al valor de las tropas realistas y al desmayo y falta de fe de las de la Reina. Indudablemente Zumalacárregui, según los habladores y comentaristas del Cuartel Real, había hecho bastante, quizás mucho; pero sin duda pudo hacer más, y seguramente otro General se habría plantado ya en tierra de Castilla, abriendo al Rey legítimo el camino de Madrid. Los estratégicos de gabinete, o de corrillos callejeros, hormigueaban en la Corte trashumante, y los últimos covachuelistas y acólitos se permitían planes de guerra. Ganaba terreno la opinión de que el propio Rey debía ponerse al frente del ejército y dirigir por sí mismo las operaciones, en la seguridad de que el Espíritu Santo, como a predilecto de Dios, le asistiría con luces de ciencia militar, concediéndole los laureles de Pelayo, los Alfonsos y el Cid.

Sabía todo esto Zumalacárregui, y lo sufría con cristiana paciencia, sin desmayar en el cumplimiento de sus deberes. Su honradez era tan grande como su talento militar. Al Rey que proclamó, a la idea monárquica pura pertenecía, y ajustando su conducta a un proceder de línea recta, por nada del mundo de ella se desviaba. A esta excelsa cualidad unía otra, la de no tener ambición política, virtud rara en los militares de su tiempo, de uno y otro bando. Realzada con tan hermosa modestia su figura guerrera, el hijo de Ormáiztegui obscurece a todos sus contemporáneos ilustres y a cuantos en el gobierno de las armas, así como liberales, le sucedieron.

Expugnó, pues, a Vergara, cuya guarnición, tras una débil resistencia, capituló quedando prisionera, y el vencedor penetró en la plaza con gloria, pero sin salud. El mal que padecía y con el cual luchaba de continuo su voluntad pudo más que ésta al fin, obligándola a rendirse. Tres días pasó en cama con horrible sufrimiento, quejándose poco, y empleando los cortos instantes de alivio en completar sus disposiciones militares. En medio de las tristezas de su estado, no dejaba de llegar hasta él el rumor de las envidias del Cuartel Real, y en un acceso de negra melancolía, complicada con dolores físicos, escribió su dimisión y se la mandó al Rey. No quiso admitirla D. Carlos, y para darle testimonio de su Real aprecio, fue a Vergara al siguiente día. Algo mejorado de su enfermedad, salió Zumalacárregui a recibirle, a caballo, con su Estado Mayor, y Rey y General atravesaron la ciudad con aclamaciones del pueblo y tropa, entre el estruendo de las campanas echadas a vuelo y de las salvas de artillería.

Las conferencias de aquellos, días entre el Rey D. Carlos y el más ilustre de sus súbditos provocaron acontecimientos en los que no es difícil ver la desviación de la línea de prosperidades marcada por el destino desde que un distinguido coronel, avecindado en Pamplona en situación de retiro, cogió en sus manos las partidas indisciplinadas de Navarra y Guipúzcoa, y con ellas hizo un ejército. ¡Qué diferencia de tiempos y personas entre aquel día, 20 de Octubre de 1833, en que el coronel D. Tomás Zumalacárregui salía por la puerta del Carmen, vestido de uniforme, y al pasar junto a los centinelas se alzaba el embozo de su capote gris, como deseando no ser conocido! Siguió a buen paso por la carretera, pasó el puente sobre el Arga, y al llegar como a distancia de tiro de cañón, le salió al encuentro un hombre, que tenía del diestro un caballo. Montó en él el militar, y a buen trote tomó la dirección de la Berrueza. La causa de D. Carlos tuvo aquel día lo que le faltaba: una cabeza. Luego veremos cómo y cuándo esta grande y noble cabeza se perdió para siempre.