XV

Oraa, con certero golpe de vista, lanzó sus tropas hacia Mendaza, mandándolas flanquear la altura y atacar a Iturralde de flanco. Los cuatro batallones tuvieron que moverse de nuevo: al sonar los primeros tiros, su posición era ya muy desventajosa. Difícilmente pudo el Guipuzcoano y uno de los Navarros sostener el fuego contra los cristinos; los otros dos Navarros no sabían dónde ponerse. Iturralde les mandó bajar, y luego subir, y luego estarse quietos. Con la conciencia de su falta, el hombre no sabía ya qué hacer, ni cómo arreglarse para salir airoso de aquel mal paso. En tanto, el amigo Fago, que aún no había disparado un tiro, intentaba hacerse cargo de lo que ocurría en el centro. Por allá también se batían. Sin duda la división de Córdoba atacaba las fuerzas mandadas por D. Bruno Villarreal, consistentes en tres batallones y la caballería, y en apoyo de éstos corría sin duda el propio Zumalacárregui con los cuatro batallones situados en Asarta. Esto se lo figuraba el capellán soldado: lo veía en su mente a la luz de la lógica; pero no en la realidad, pues desde el repecho en que había quedado el 5.º de Navarra, sin poder avanzar ni retroceder, nada se distinguía claramente. Por entre las ondulaciones del terreno de roja arcilla, salpicado de olivos en algunos trozos, en las más enteramente calvo, veíase humo de fogonazos; pero nada más. El tiroteo arreciaba; el rumor de batalla era ya formidable estruendo.

Por el lado de Mendaza, los del bravo Iturralde resistían el empuje de las tropas de Oraa, batiéndose con su habitual denuedo; pero los cristinos habían sabido ganar mejores posiciones, y llevaban la mejor parte en la refriega. El bueno de Iturralde y su gente lo habrían pasado mal si la acción no cobrase un vivo interés en el centro. El coronel del 5.º, descontento de su desairada situación, ávido de entrar en fuego, maniobró hacia la llanura, corriendo por su cuenta y riesgo en apoyo de los alaveses. Ya tenéis a Fago batiéndose en primera línea, impávido, como si en su vida no hubiera hecho otra cosa. Con seguro instinto sabía escoger en el pequeño radio de que disponía la mejor posición; alentaba a sus compañeros, y antes daba que recibía de ellos el ejemplo de serena audacia, pasando más bien por veterano que por bisoño.

Desplegado el batallón en columnas, más de una hora sostuvieron éstas el fuego al amparo de un grupo de olivos. Avanzaron dos o tres veces; tuvieron que retroceder a su primera posición, perdiendo algunos hombres. A la una de la tarde, las bajas de la compañía de Fago eran cuatro muertos y unos catorce heridos, entre ellos el capitán Alzaa. El coronel se impacientaba: no tenía costumbre de batirse largas horas en un mismo sitio; sus valientes soldados se habían educado en los avances rápidos. Pero en aquella desdichada ocasión les atacaba un poderoso enemigo, apoyado en la columna de Oraa, que rápidamente les quitó la ventaja del terreno alto; de poco les valió a los carlistas aventurarse a una fogosa carga a la bayoneta, porque la tropa contraria les tenía ganas, se sentía en mejor posición y con mayor fuerza moral. Mandábala un General de grandes alientos, joven, instruido, hecho a las luchas diplomáticas y militares, tan buen conocedor de la sociedad cortesana como de los campos de batalla. Desde el primer momento conocieron los facciosos que el contrario era duro de pelar, y por aquella vez la extraordinaria pericia de D. Tomás no les llevaba a una fácil victoria.

Los batallones que mandaba el propio Zumalacárregui adquirieron alguna ventaja sobre los cristinos a las dos de la tarde. Pero como por el sur de Mendaza, Iturralde se vio desalojado de sus posiciones, teniendo que replegarse con alguna confusión, Córdoba no tardó en ganar el terreno perdido, y a las tres la caballería cristina, mandada por López, acometió con extraordinario brío, y los facciosos no pudieron con ella. Desconcertado desde el primer momento el plan de Zumalacárregui, apenas pudo éste sacar partido de sus setecientos de a caballo. Harto hizo con proteger la retirada de los castigados batallones, que abandonaban la victoria con más tristeza que desaliento, sintiéndose dispuestos a empezar otra vez en aquel mismo instante, si así se les ordenaba.

El 5.º de Navarra sostuvo el fuego hasta que no pudo más, y perdiendo mucha gente, apoyó la retirada de los alaveses. De tal modo habíase adiestrado el capellán aragonés en la táctica, que preveía todo lo que habían de mandarle, y más de una vez sus movimientos y los de los compañeros que a su lado combatían se anticiparon a las órdenes de los jefes. La serenidad del coronel y su práctica de la guerra; la firmeza de los valientes oficiales que supieron mantenerse en el heroísmo pasivo y en la resistencia deslucida; la conducta de la tropa, penetrándose con seguro instinto de estas ideas y realizándolas admirablemente, enaltecieron al 5.º de Navarra en aquel día. Gracias a él, la derrota de los carlistas no fue una desbandada vergonzosa.

La retirada de los tres batallones a cuyo frente seguía Iturralde no pudo hacerse sin algún desorden; los del centro hiciéronla con admirable serenidad. Al anochecer todo el ejército carlista iba en busca del puente de Arquijas. El General mismo corrió peligro de que le cogieran prisionero, por habérsele caído el caballo cerca de Acedo. Los minutos que tardó en reponerse, auxiliado por los suyos con toda diligencia, decidieron de la suerte del Cuartel General. Un minuto más, y todo se habría perdido. Favorecidas de la noche, las tropas de Carlos V pasaron el Ega, por junto a la ermita de Nuestra Señora de Arquijas, y acamparon en las inmediaciones de Zúñiga, en campo raso. El ejército cristino durmió en las posiciones de Mendaza y Asarta: dormir hoy donde durmió anoche el enemigo es la victoria. Si los facciosos hubieran hecho su cama en Los Arcos y en Viana, es fácil que a los ocho días D. Carlos hubiera puesto sus almohadas en el Palacio de Madrid. Pero aquel Dios, que muchos suponían tan calurosamente afecto a uno de los bandos, dispuso las cosas de distinta manera, y pasó lo que según unos no debió pasar, y según otros sí. Estas sorpresas, que nada tienen de sobrenaturales, obra de la divina imparcialidad, son tan comunes, que con ellas casi exclusivamente se forma ese tejido de variados hechos que llamamos Historia, expresando con esta voz la que escriben los hombres, pues la que deben tener escrita los ángeles no la conocemos ni por el forro.

Ya cerrada la noche, los valientes cristinos, acampados en las posiciones realistas, formaban pabellones, encendían hogueras, preparaban su cena frugal. En los caseríos de Mendaza y Asarta se alojaban los jefes y alguna tropa, y se habían instalado los hospitales de sangre para auxiliar a los quinientos heridos de aquel sangriento día. La cifra de muertos de uno y otro bando no se conocía bien a prima noche. Al pie del cerro de Mendaza había como sesenta, y en el llano de Asarta muchos más, yacentes en una faja de terreno de reducida anchura, que revelaba la firmeza del choque entre las dos fuerzas. Las diez serían cuando avanzaba por el camino de Arquijas, en dirección contraria al puente, un General con su escolta: sin duda venía de practicar un reconocimiento del campo de batalla y de las nuevas posiciones que en su retirada había tomado Zumalacárregui. Al pasar por entre los grupos de soldados que vivaqueaban satisfechos y gozosos, con ese estoicismo festivo que es la virtud culminante de la infantería española, el resplandor de las hogueras iluminó su busto. Era un viejo fornido, de rostro totalmente afeitado, el cabello corto, el perfil a la romana, con cierta dureza hermosa, a estilo napoleónico. Los soldados, al verle venir, abandonaron sus cacerolas, donde guisaban habas con un poco de tocino, y prorrumpieron en exclamaciones de cariño ardiente: «¡Viva el General Oraa!... ¡Viva nuestro padre, y mueran ellos!...». Y más lejos gritaban: «¡A ellos ahora mismo!... a quitarles las camas... ¡Viva Oraa, viva Córdoba, viva la Reina!»

Dirigiose el General al alojamiento de Córdoba, en Mendaza, y allí estuvieron, hasta muy avanzada la noche, en largas conferencias y estudio de la marcha que debían seguir con sus diecisiete batallones. ¿Forzarían el paso de Arquijas? ¿Operarían parabólicamente, pasando el Ega, cuatro leguas más arriba, para buscarle camorra al enemigo en el valle de Campezu? Cualquiera sabe lo que discutieron y determinaron. Es probable que adoptado un plan aquella noche, lo modificaran al día siguiente, en vista de las noticias que por buenos espías tuvieron de los movimientos del enemigo, y de la inducción más o menos acertada que con ellas hicieran de las sagaces intenciones de Zumalacárregui.

Avanzada la noche, se acallaron los ruidos del campamento. Muchos soldados dormían; otros hablaban sosegadamente, aventurando juicios y cálculos para el día próximo. Veíanse bultos que exploraban el campo, reconociendo muertos con auxilio de farolillos, pues la noche era tenebrosa, y el celaje espesísimo no dejaba ver la luna creciente. El estrago de un encarnizado combate, como el del 12 de Diciembre en Mendaza, no lo revela el día, sino la oscura, la callada noche, cuando examina recelosa el campo de batalla y los tristes despojos esparcidos en él; cuando se pregunta a los muertos su número, quizás sus nombres; cuando se busca entre los rostros lívidos alguno que entre los vivos no parece. Tras de los ejércitos van personas que hacen esta triste investigación mejor que los mismos de tropa; gentes que aman al soldado, que le sirven, le ayudan, le auxilian, que rara vez estorban a la disciplina militar, y a menudo fortifican la llamada satisfacción interna.

Más abundaban estas cuadrillas abyecticias en el ejército cristino que en el de Don Carlos, y en ocasiones llegaron a ser en tanto número, que los Generales hubieron de limitar el parasitismo, expulsando vagos, mercachifles y mujeres. A los grupos que aquella noche andaban a la busca y reconocimiento de muertos, agregáronse soldados que anhelaban encontrar al compañero, al paisano, al amigo. Iban de acá para allá, alumbrando el suelo con la luz de las mustias linternas, y al encontrar un muerto le nombraban. «¡Ah, Fulano, pobrecico!...». A otros nadie les conocía: llamaban con fuertes voces a soldados distantes. «Tú, ven, a ver si sabes quién es éste... Juraría que es Juanico, cabo del sexto... ¿Y aquél no es Samaniego, el guipuzcoano jugador de pelota?... ¡Miá, miá, qué cuerpo tan grande! Digo que no va a haber tierra donde meterlo... Ved aquí al pobre Chomín con pierna y media nada más, y la cabeza rota... El que no comparece es Gurumendi, más bravo que el Cid, y más feo que el hambre. ¡Ay!, aquí está el chico ese de Cirauqui... Blasillo. Su madre quedaba esta tarde en Piedramillera rezando porque no le tocaran las balas. Tiene atravesado el pecho. Maldito si saben las balas adónde van... ¡Qué dolor!... Y gracias que hoy no se han reído esos pillos, y en retirada fueron... Pero veras tú la que traman ahora... Lo que yo digo es que con este D. Córdoba no juegan... Denles mañana otra batida como ésta, y veremos adónde va a parar la taifa legítima... ¿Y por qué no viene el asoluto a ponerse aquí, en los sitios donde pegan? ¡Ah!, mientras sus soldados echaban aquí el alma, él tan tranquilo en Artaza, sentadito al amor de los tizones... Ellos, ellos, el D. Isidro ese, y la Isidra de allá, doña Cristina, debieran ser los primeros en meterse en el fuego... pues de no, no veo la equidad. ¡Ay, españoles, que es lo mismo que decir bobos!...».

-Cállate, Saloma -murmuró, reprobando este concepto un granadero esbeltísimo, portador de la linterna-, que no es ésta ocasión de bromas.

-No me callo -replicó la baturra cuadrándose-, que lo que digo es la verdad de Dios.

-Decir españoles -manifestó un vejete riojano que llevaba en un borrico su bien surtida provisión de bebida, con lo cual ganaba mucho dinero-, es lo mesmo que decir héroes. ¿Pues qué eran sino españoles netos Hernán Cortés, Colón y la Agustina de Zaragoza?... ¿Qué me contáis a mí, que estuve en la de Arapiles y en la de Vitoria? Aquí, donde me veis, un día le cosí una bota al propio lor Vellinton... Me la trajo su asistente. Un servidor de ustedes era el primer zapatero de todo el ejército aliado... Y con gran primor le cosí la bota, y él se la puso, y con ella ganó la batalla; quiero decir, que le dio la puntera a Marmont... Conque yo sé más que vosotros... y digo que españoles y héroes es lo mesmo.

-¿Qué sabes tú, borracho? -le contestó la baturra-. Lo que yo digo es que en Borja conocí dos chicarrones que eran más simples que el caldo de borrajas. Les metías el dedo en la boca, y no te mordían... en fin, bobos como los corderos de la Virgen... Vinieron al ejército cristino; el General Lorenzo les mandó a llevar un parte a la guarnición de Los Arcos. Los pobrecicos lo llevaron, y al volver por Logroño encontraron la partida de Lucus, cien hombres. Lucus les dijo: «¿De dónde venéis vos?» Y ellos responden: «Del jinojo...». «Mirad que os afusilamos si no decís la verdad...». «Semos de Borja y decimos lo que nos da la gana». Murieron, ¡angelicos!, gritando: «Venimos del jinojo, y al jinojo nos vamos».

-Eso es decencia. Murieron antes que vender el secreto del General. ¿Y dices que eran simples?

-Como borregos.

-Di que mártires, como los de Dios vivo.

-Pues eso.

-Los santos, ¿qué son?

-Eso... son de Borja... personas decentes.

-¿Qué es un baturro?

-Un simple que no quiere vida sin honor.

-Pues eso digo.

-Eso... jinojo... y ahora danos una copita de aguardiente».