XIV

Al amanecer llegaron hasta ellos las avanzadas de la división de Eraso, que aguardándoles estaban, y con francas demostraciones de alegría, cambiaron unos y otros noticias y saludos, y se pusieron al tanto de lo ocurrido en la expedición y en el ejército. Chomín y Gorria contaron con vivo lenguaje las fatigas y apuros del transporte del cañón, y los otros, después de manifestar que no habían tenido encuentros importantes con los cristinos, dijeron que el grueso del ejército iba en marcha hacia el valle de Berrueza, donde se daría una batalla, que debía de ser la más sonada de toda la campaña, y quizás la decisiva. Al descender a la Borunda, encontraron a Eraso, que, en cumplimiento de órdenes del General, mandó dar sepultura al cañón en una ladera próxima a la venta de Urbasa. La tropa no se cansaba de admirar la soberbia mole, y los aldeanos de ambos sexos y hasta los chiquillos acudían a contemplarla gozosos, y la palpaban con blandura y cariño, ponderando los estragos que haría cuando empezase a vomitar por su negra boca balas y más balas. El popular entusiasmo se manifestó, al fin, bautizando la pieza con el gráfico nombre de El Abuelo, y nadie la llamó de otro modo en todo el curso de aquella memorable guerra.

Incorporáronse a sus respectivos Cuerpos los compañeros de Fago, y éste se fue al Cuartel General para presentarse a Zumalacárregui y darle cuenta del feliz cumplimiento de la misión que le había confiado. Diéronle caballo en Alsasua, y con el 1.º de Guipúzcoa atravesó la sierra de Andía en dirección a la Berrueza. El tiempo era magnífico; comenzaba Diciembre con apariencias de Octubre; la Naturaleza favorecía la campaña, se hacía también guerrera, obsequiando con temperatura bonancible y tibia sequedad a los dos ejércitos, que ansiaban una batalla campal decisiva. Entre los carlistas era general la creencia de que ésta se daría en las posiciones de Mendaza, y que tendrían que habérselas con las dos divisiones de Oraa y Córdoba, acantonadas en Los Arcos y en Viana.

Atravesando la Amézcoa baja, fueron a dormir en Artaza, y al día siguiente encontraron la división de Iturralde acantonada en Aucín. Zumalacárregui, con D. Bruno Villarreal y los batallones alaveses, estaba en Piedramillera. Antes que al General vio Fago a su amigo Ibarburu, el cual le abrazó con efusión, felicitándole por su feliz arribo. Ya se sabía en todo el ejército la hazaña realizada por el buen sacerdote y sus ocho auxiliares, ¡Oh!, bien merecía tal hazaña una cruz, la cruz de San Fernando, sí señor, y es seguro que D. Carlos adornaría muy pronto con ella el noble pecho de uno de sus primeros capellanes. Replicó Fago a estas cariñosas demostraciones que ninguna falta le hacían cruces ni calvarios, pues él servía desinteresadamente al Rey, creyendo servir a Dios.

También dijo Ibarburu con gran alborozo a su amigo que el ejército de la Fe iba adquiriendo las deseadas piezas de artillería, arma indispensable en todo organismo de guerra: además de El Abuelo, tenían ya dos cañones de batalla que los señores Reina y Balda habían logrado fundir en Labayén con el metal de cacerolas y chocolateras reunido en Navarra. «Ya hay cañones en casa, y ahora podremos hablar gordo a la impiedad. Lo único en que la impiedad nos ha llevado ventaja ha sido en esto, en poseer cañones. Pues ahora nos veremos, señores cristinos. Trátase de saber si ustedes nos los quitan, o si nosotros les quitamos los suyos... Ya no hay razón que aconseje el circunscribirnos a la guerra de montaña, amigo Fago. Al llano, a Castilla, ¿no cree usted lo mismo? A pasar el Ebro, después de merendamos a Oraa y a Córdoba... y quédese aquí el Sr. de Mina echando discursos a los alcaldes, cortando puentes que no habríamos de pasar, y fortificando villorrios que no habríamos de acometer, pues ninguna falta nos hace poseerlos. Nuestra ambición santa va más lejos, y los poblachos que queremos tomar se llaman Miranda de Ebro, Burgos, Madrid...».

Fago no decía nada, y atacado de intensísima melancolía, contemplaba las cazuelas y sartenes puestas a la lumbre. Hallábase esperando la comida en la cocina de la casa, donde Ibarburu se alojaba. Gatos y perros les daban compañía, y un viejo decrépito, veterano del Rosellón y de la Independencia, les refería la expedición del Marqués de la Romana y la vuelta del Norte, aderezándola con embustes novelescos. Ibarburu tomaba en serio cuanto el anciano decía, y Fago deseaba comer y marcharse, para estar solo y platicar a sus anchas consigo mismo.

Al siguiente día vio al gran D. Tomás en el campo, en ocasión que el General salía con su escolta a recorrer las inmediaciones de Mendaza. Volvía Fago de dar un paseo a caballo con dos amigos, más bien conocidos, del batallón 1.º de lanceros. Zumalacárregui le conoció al punto, mandole acercarse y hablaron de silla a silla, poniendo los caballos al paso. Lo primero fue felicitarle con urbana frialdad, como si no quisiera dar a la expedición desmedida importancia. El capellán, alardeando de modestia, se la quitó por entero, y expresó su afán de que se le encargaran cosas de mayor dificultad.

«El método de organización que vengo empleando -le dijo D. Tomás-, no me permite dar a usted el mando de una compañía. Esto sería contrario a las Ordenanzas, que aquí se cumplen lo mismo que en cualquiera de los ejércitos regulares de Europa. Si usted quiere combatir por la causa, no hay más remedio que entrar en filas. Yo le aseguro que si se porta bien, adelantará conforme a sus servicios; y si nos hace algo extraordinario, extraordinaria será también la recompensa».

No podía Fago mostrarse exigente ni soberbio, ni era aquélla la ocasión más propicia para ponerse a discutir con el General. Reconociendo que el orden de la milicia tiene, como todos los órdenes, su método de ingreso, que alterarse no puede sino en casos excepcionales, dijo: «Principio quieren las cosas, y a los principios me atengo. Seré soldado, mi General. Fácil es que no pase de ahí; mas no tengo por imposible el merecer algún adelantamiento; y mereciéndolo, no hay duda que vuecencia me lo dará».

Despidiéronse con esto, y poco después le veía recorriendo la falda de la altura riscosa que domina a Mendaza. Como los lanceros le dejaran solo, el capellán observar al General en su paseo, que al parecer no tenía otro fin que un examen y estudio del terreno. Le vio rodear la montaña, alargándose por la parte norte, en el camino que conduce al puente de Murieta sobre el Ega. Detúvose un rato, hablando con los que le acompañaban; volvió grupas, y recorrió el llano que separa a Mendaza de Azarta. Fago no le perdía de vista. Fingió ocuparse en adiestrar su caballo, galopando en derredor de las eras de Nasar. Por fin, Zumalacárregui examinó la angostura que conduce de Azarta a Santa Cruz, por un escabroso sendero. Sin duda, quería reconocer la distancia a que está el Ega por aquella parte.

Y luciendo habilidades de entendido jinete, más que por presunción, por disimulo, Fago se decía: «Ya, ya conozco tu plan: no puede ser otro que el que la configuración del terreno te señala y te inspira. Estoy dentro de tu cerebro, y sé todo lo que vas a disponer mañana, pasado mañana, o cuando sea».

Al ver a D. Tomás de regreso hacia Mendaza y Piedramillera, se retiró también, rodeando, y se fue a su alojamiento. Aquella misma noche se le notificó su ingreso en filas, y dándole fusil, correaje y canana bien abastecida de cartuchos, le destinaron al 5.º de Navarra. Sin entusiasmo ni desaliento, en un estado de pasividad estoica, resignábase el capellán a ser uno de tantos resortes comunes de la máquina de guerra. Esperaba que en la primera coyuntura le señalase su destino alguna senda, o se las cerrara todas; mas no tuvo tiempo de pensar en ello, porque a la madrugada su batallón recibió orden de marchar a los Altos de Mendaza. Cuatro batallones, tres navarros y uno guipuzcoano, iban al mando de Iturralde, el rival de Zumalacárregui en los comienzos de la guerra, y después su más sumiso Lugarteniente o General de división; hombre tosco, más notado por su temeraria bravura que por su pericia militar. Zumalacárregui le encomendaba las situaciones de empeño, los avances peligrosos, dándole órdenes estrictas respecto a posición y marchas, como freno de su impetuosidad, que unas veces precipitaba el éxito y otras lo entorpecía. Era el audaz guerrillero, cuyas dotes utilizaba el General habilidosamente, educándole en el gobierno de tropas regulares; teníale siempre sujeto con una rienda que aflojaba o requería, según los casos.

Al amanecer iban en marcha los cuatro batallones hacia Mendaza. En las filas del suyo se encontró Fago a Chomín, que había pasado del 1.º Guipuzcoano al 5.º de Navarra. En el capitán de su compañía, D. Antonio Alzaa, natural de Sangüesa, reconoció una amistad antigua: era un valiente oficial, hijo de sus obras y de sus méritos, pues de soldado raso había ido ganando poquito a poco sus ascensos, y con moderada ambición y conducta intachable esperaba seguir adelante. A uno de los tenientes, Saráchaga, le conocía también, por ser íntimo de Ibarburu. El coronel era un aristócrata navarro, pariente de los Ezpeletas, hombre enérgico, de buenas formas, excelente militar y cumplido caballero. Ostentaba en su zamarra la cruz de Santiago.

A las nueve ya habían tomado posiciones las fuerzas de Iturralde en la falda del monte de Mendaza, y al propio tiempo otros cuatro batallones, mandados por Zumalacárregui, en persona, se dirigieron a Asarta. La caballería y los tres batallones alaveses al mando de Villarreal ocupaban el llano entre los dos pueblos. Al observar estos movimientos veía Fago confirmadas sus ideas de la tarde anterior. El plan de D. Tomás era el suyo; y el suyo era el mejor, el único, el que resultaba de la disposición y accidentes del terreno. Podría creerse que sus ideas penetraban en el cerebro del General al modo de inspiración divina, y allí obraban sobre la voluntad que a la práctica resueltamente las llevaba. Y a todas éstas, los cristinos no parecían: se les esperaba por el desfiladero de San Gregorio. Faltaba que vinieran pronto, y que cayeran en la ratonera que se les había preparado.

La columna o división de Iturralde extendiose a la falda de la montaña de Mendaza, circundándola por el poniente y el norte, y Fago se encontró en un sitio desde donde no veía nada. «Naturalmente -pensó-, estos cuatro batallones deben permanecer ocultos a la vista del enemigo. De otro modo, el plan resultaría un desatino, a menos que Córdoba y Oraa no vinieran con los ojos vendados». Y tanto tardaban en presentarse las tropas de la Reina, que los facciosos llegaron a creer que no vendrían. Por fin, a eso de las diez corrió en el batallón la voz: «Ya vienen, ya están ahí». Un rumor vago, de inquietud y alegría, corrió por todo el ejército. Desde su posición, detrás de la montaña, conocía Fago la ansiedad de las tropas situadas en la llanura. Veía un movimiento singular de lanzas, como vibración del aire, y oía un resollar lejano. De las tropas de Asarta nada se veía, porque lo estorbaba una protuberancia del terreno. Tiros no sonaban aún.

De pronto las cornetas ordenaron marcha. Uno de los batallones rebasó la línea del pueblo; los demás les seguían: cada uno ocupaba sucesivamente las posiciones que el anterior dejaba. El 5.º Navarro, que era el último, se colocó donde antes estaba el 1.º Guipuzcoano. Al efectuar este movimiento oyó decir Fago que el enemigo avanzaba hacia el centro en formación de columna; mas él no veía nada. Lo vio después, cuando Iturralde mandó desplegar sus cuatro batallones en la falda de la montaña; impetuoso movimiento de impaciencia en que se revelaba el guerrillero, y que determinó un cambio en la dirección que traían los cristinos. Oraa, que mandaba la vanguardia de éstos, en vez de marchar contra el centro, que era el cebo de la ratonera hábilmente armada por Zumalacárregui, se fue sobre la izquierda, o sea los cuatro batallones del bravo Iturralde. La impetuosidad de éste alteró gravemente la posición de las piezas en el tablero, y la jugada no podía ser ya tal como la concibió y preparó el General, inspirado por los ángeles, o por Fago, que éste así lo creía y así lo expresaba en un breve soliloquio. «Ya nos ha reventado este Sr. Iturralde con su acometimiento de principiante. Se le mandó que tuviese ocultos, tras la montaña, los cuatro batallones, y los presenta de cara al enemigo... Sr. D. Tomás, ¿qué hace usted en este momento al ver la pifia de su amigote? Pues rabiar y patear, como pateo y rabio yo. Esta acción, no lo dude usted... la perdemos».