XVI

Al entrar en Zúñiga, donde Zumalacárregui rehízo a su gente, dándole descanso y municiones, Fago fue hecho sargento, sin pasar por la jerarquía de cabo. Así se lo notificó el coronel, elogiándole por su valerosa conducta. Todo el día 13 se ocuparon en preparar un nuevo combate, presumiendo ser atacados por Arquijas. Cortaron algunos árboles de la orilla izquierda, y destruyeron luego el puente de madera. Los heridos fueron llevados a Orbiso, donde estaba el Cuartel Real, que por disposición de Zumalacárregui debía replegarse, para mayor seguridad, a San Vicente de Arana, desde donde podría pasar fácilmente, franqueando los Altos de Encía, a tierra de Álava. Tres batallones fueron situados en las alturas que dominan a Zúñiga, plantadas de olivos, y las restantes fuerzas las escalonó en las posiciones convenientes, esperando el ataque de Córdoba. No tardó Fago en hacer estudio del terreno, y conceptuó seguro que los cristinos habrían de atacar por un flanco o por otro, o por los dos a la vez.

Sin duda una división pasaría el Ega por Acedo, a fin de embestir por el valle de Lana. Otro cuerpo de ejército podría presentarse por el valle de Santa Cruz. Quizás las dos operaciones se verificarían simultáneamente, en cuyo caso Córdoba y Oraa tenían que dividir su ejército en tres partes. Pensó el novel sargento que el General, obligado a la adivinación de estos movimientos, sabría ya a qué atenerse. «Y si el General no lo adivina, lo adivinaré yo -se dijo, olfateando el aire como un sabueso que rastrea la caza-. Vendrán por un lado y por otro. Como no se prevenga D. Tomás para este triple ataque, estamos perdidos». El 14 por la tarde, hallándose con su batallón en un olivar próximo a Zúñiga, vio venir al General con su escolta, inspeccionando las posiciones y enterándose de que sus órdenes estaban bien cumplidas. El coronel del 5.º le salió al encuentro, y hablaron un rato, denotando en su actitud perfecta satisfacción del estado de las cosas. Zumalacárregui, que todo lo veía, vio también a Fago, cuando éste le hizo el saludo militar; paró su caballo diciendo: «Ya sé, ya sé que tenemos un soldado más, excelente, bueno entre los buenos. Adelante, Sr. Fago, y no desmayar». Y siguió su camino.

El capellán sargento se quedó meditando: en la mirada del General hubo de reconocer sus propias ideas, por virtud de una transfusión milagrosa, y se dijo: «Todo lo que yo pienso, lo piensa él; pero lo piensa después que yo... Está convencido de que nos atacarán por el frente y por las dos alas, y ha tomado sus medidas para esterilizar la combinación. El escalonar los batallones a lo largo de este camino demuestra una gran pericia; las posiciones son acertadísimas para acudir a una parte u otra con presteza y seguridad. Todo va bien, como a mí se me ocurre, como debe ser, como es, porque o se tiene lógica o no se tiene. Yo la tengo, y acierto siempre... Y como acierto siempre, Sr. D. Tomás de mi alma (decía esto viéndole perderse con su escolta tras un grupo de olivos), debo manifestar a vuecencia que yo no me asusto de que pasen el Ega por la ermita de Nuestra Señora de Arquijas: al contrario, que vengan, que vengan pronto a esta orilla, donde hemos tomado posiciones inexpugnables. Y si mi jefe no lo permite, añadiré que yo no habría mandado cortar el puente. El río es fácil de vadear por esa parte. El puente habría sido para ellos una facilidad; la facilidad trae la confianza, y la confianza es la perdición cuando se está en una puerta que conduce a un calabozo. Trampa será para ellos este cerco de montañas. Mientras más pronto entren, más pronto conocerán que no pueden salir.

»Y ahora, se me ocurre meterme en el pensamiento del Sr. de Córdoba. Si yo mandara las fuerzas cristinas, renunciaría al paso del Ega por Arquijas. Yo no combato nunca donde le conviene al enemigo, sino donde me conviene a mí. Pero el espíritu de imitación tiene tal fuerza, que el hombre de guerra no puede sustraerse a la atracción que ejercen sobre él los actos de su contrario. ¿Vas tú por allí? Pues yo detrás. Donde tú estás ahora, estaré yo mañana, y he de ir por el camino que tú recorriste... Pues no, señor... Iré por donde menos pienses tú que debo ir. Yo Córdoba, después de amagar por Arquijas, llevaría durante la noche todo mi ejército a Campezu, y desconcertaría el plan de Zumalacárregui, es decir, el mío, porque yo lo he pensado, y él conmigo... Pero para este caso hay también previsiones, y yo vencería, obteniendo con mi victoria todos los cañones de batalla que trae Córdoba; y reforzado mi ejército y cubierto de gloria, franquearía sin pérdida de tiempo la Sonsierra, caería sobre la Guardia, y luego sobre Haro y Miranda de Ebro. Pasado el Ebro, se salva Pancorbo, y ya estamos en Burgos...

-Mi primero -le dijo el furriel despertándole bruscamente de su espléndido sueño militar-, para el rancho de hoy me han dado una cosa que llaman patatas. Mire, mire: son como piedras. ¿Esto se come?

-¡Qué bruto! Es una comida excelente. ¿De dónde eres tú?

-Mi primero, yo soy de Sansoaín, orilla de Lumbier. En mi pueblo no comen esto las personas, sino las monjas por penitencia, según dicen, y los marranos, con perdón.

-Pues en el mío y en todos se cultivan las patatas y se comen, y saben tan ricas. Se introdujo en España este comestible cuando la guerra del francés. Muchos no querían comerlo por ser fruto traído de Francia; pero ya vamos entrando con él, que para el buen comer no hay fronteras.

-Mi primero, oí que comiendo estas pelotas sacadas de la tierra, se pierde la buena sangre, y nos volvemos todos gabachos o ingleses de la parte de mar afuera, diendo para La Habana. Yo no entiendo; pero le diré que las probé y me supieron al jabón que traen de Tafalla y Artajona. Si es para limpiar tripas, bueno va. Pero no me digan que esto cría sangre.

-Échales vino encima y verás.

-Con el vino solo me apaño, y estas pelotas que las coman los guiris, para que revienten de una vez.

-Ponlas y calla, y el que no las quiera que las deje. Si no tenemos bastante vino, yo lo compro de mi bolsillo: ya sabes que no me falta un duro para obsequiar a la sección. Pídele cuatro o seis Pintas al Riquitrún, y tenlas aquí antes de que toquen a rancho.

-Mi primero, por si no lo sabe, pongo en su conocimiento que el Riquitrún es muy malo, y siempre nos lo da con agua. Ese tunante ha sido sacristán, y esto basta para que no venda vino de ley. De usted se reía esta mañana, diciendo que en Oñate le ayudó la misa y que se equivocó usted tres veces, trabucando los latines, poniendo el cáliz donde no debía ponerlo, y haciendo muchas morisquetas.

-Miente el bellaco -replicó el capellán, pálido de ira-. Yo no me equivoco en la misa ni en nada. Y si vuelven a decirme tal injuria, el sacristán y tú sabréis quién es José Fago».

Al día siguiente, 15, atacaron los cristinos por Arquijas. Vadearon el río; se batían en las dos orillas bravamente, con mucha menos tropa de la que presentaron en Mendaza el día 12. No había duda de que aparecerían por Santa Cruz o por el valle de Lana. A las dos de la tarde se despejó la incógnita: Oraa se apoderaba de la Peña de la Gallina, y contra él fueron cinco batallones mandados por Villarreal e Iturralde. Zumalacárregui estaba en el camino que va de Zúñiga a Orbiso, en lugar culminante, y como adivinaba un tercer ataque por su derecha, tenía dispuestos cuatro batallones. Sereno y previsor, con su ejército y el del enemigo metidos dentro de la cabeza, viendo y sintiendo la totalidad del terreno con sus varios accidentes y distancias, aguardaba el desarrollo de la acción con la tranquilidad del maestro que domina su oficio. Todo en aquel día feliz marchaba como el programa de una función histriónica, y los distintos papeles eran desempeñados con puntual exactitud, no sólo por parte de los suyos, sino de los contrarios. El enemigo hacía lo previsto, lo calculado, sin ninguna iniciativa nueva, sin ninguna sorpresa o improvisación que desconcertara el plan general. Éste, por su sencillez lógica, parecía la página más elemental de un tratado de estrategia.

Los cinco batallones de la izquierda realista, el 5.º entre ellos, atacaron la división de Oraa, sin darle tiempo a descansar de su fatigosa marcha. Iguales eran las fuerzas por una y otra parte; en bravura fuera difícil hallar diferencia. La que resultó a la caída de la tarde tuvo por causa la ocupación de mejores posiciones por los facciosos, y el desaliento de los cristinos al enterarse de que las tropas que rodearon el Ega por Arquijas volvían a pasar a la orilla derecha y se retiraban hacia el caserío de Acedo. Replegose Oraa a su primera posición de la Peña de la Gallina; los carlistas, sintiéndose con indudable ventaja, le acosaron; Iturralde quiso reponer su fama de la pérdida lamentable del día 12, y como hallara en los cristinos pasividad heroica y resistencia formidable, apretó los resortes de su máquina; puso en el último grado de tensión el vigor navarro, y, perdiendo gente, arrebató muchas vidas al enemigo. Toda la tarde combatió Fago con impávida constancia, comunicando su valor sereno a los hombres que estaban a sus órdenes, haciéndoles audaces y temerarios, al mismo tiempo que prudentes y astutos. Ya se venía la noche encima, cuando medio batallón de los de Oraa, revolviéndose desesperado, como el león herido, acometió con zarpazo furibundo al 5.º de Navarra, que fieramente le hostigaba. Trabose lucha a la bayoneta; corrió la sangre; cayó un frente de carlistas de más de veinte hombres, como la mies rápidamente segada por la hoz.

Pero aún había navarros en gran número para vengar a sus compañeros, y multitud de cristinos cayeron acuchillados sin piedad. Fago iba delante, pues había llegado el momento del ardor fogoso, de la embestida frenética con uñas y dientes. En el ardor de la refriega, y en una de esas pausas de segundos que median entre los golpes, vio entre los enemigos que avanzaban una figura extraordinariamente terrible, un hombre de cabellos blancos, corpulento... Desde lejos le miraba, y parecía dirigirle la afilada punta de la bayoneta al pecho o al estómago... El capellán se vio acometido de un miedo súbito: su consternación le privó como por ensalmo de toda su energía militar, arrancándole su conciencia de soldado. Aquel hombre, más bien irritada fiera que contra él venía, era Ulibarri, el propio D. Adrián Ulibarri; no podía dudarlo: le vio como a diez varas; sus facciones no mentían, no podían mentir, ni había confusión posible con otra persona... En mucho menos tiempo del que se emplea en referirlo, el fantasma, o lo que fuera, estuvo a dos pasos... Fago reconoció la voz, la mirada: era él... Su terror fue inmenso... se dejaba matar. Pero cuando sólo un palmo distaba de su vientre la bayoneta del furibundo cristino, dispararon contra éste los navarros dos o tres tiros que le hirieron gravemente. Cayó Ulibarri, y se volvió a levantar. Fago vio en sus ojos moribundos el odio y la ferocidad: una mano de tigre le agarró convulsiva el cuello; una voz le lanzó el mayor insulto que boca humana puede proferir... Recobró el capellán súbitamente su personalidad corajuda; dio un paso atrás, requiriendo su fusil armado de bayoneta, y se hartó de clavarla en el cuerpo de su enemigo.