V

«Gracias a Dios -se dijo Fago- que voy a ver a ese portento, el caudillo de los soldados de la Fe, el Macabeo redivivo». Y poniéndose en el sitio que creía mejor, no quitaba los ojos del camino que debía traer el héroe viniendo de la Rectoral. Rodeado, más bien seguido, de diversa gente militar, paisana y eclesiástica, apareció Zumalacárregui, andando con viveza, la boina azul de las comunes muy calada sobre el entrecejo, ceñidos los cordones de la zamarra, botas altas, en la mano un látigo. Le precedían dos perros de caza, blancos con lunares canelos, que olfateaban a los soldados y agradecían sus caricias. Era el General de aventajada estatura y regulares carnes, con un hombro más alto que otro. Por esto, y por su ligera inclinación hacia adelante, efecto sin duda de un padecimiento renal, no era su cuerpo tan garboso como debiera. En él clavó sus ojos Fago, examinándole bien la cara, y al pronto se desilusionó enteramente, pues se lo figuraba de facciones duras, abultadas y terroríficas, con hermosura semejante a la de algunas imágenes de la clase de tropa, como los guerreros bíblicos Aarón, Sansón y Josué. Como en aquel tiempo no circulaban retratos de celebridades, bien se explica que Fago no tuviese conocimiento de la estampa real del caudillo, el cual era un tipo melancólico, adusto, cara de sufrimiento y meditación. La firmeza de su voluntad se revelaba más en el trato que a la simple contemplación del rostro, y había que oírle expresar sus deseos, siempre en el tono de mandatos indiscutibles, para comprender su temple extraordinario de gobernador de hombres, de amasador de voluntades dentro del férreo puño de la suya.

Con tan intensa atención le miraba el bueno de Fago, que, si en aquel punto dejase de verle, nunca más olvidaría el rostro enjuto y tostado, la nariz fina, bien cortada y picuda, el entrecejo melancólico, el bigote negro, que enlazaba con las patillitas recortadas desde la oreja, el maxilar duro y bien marcado bajo la piel. Su voz era un tanto velada; el mirar, grave, sin fiereza en aquel momento. Después de cambiar algunas palabras con Zaratiegui y otros que allí mandaban, llegose a las urbanas, que acababan de poner el pie en tierra, y arreó a cada una un par de latigazos, diciéndoles iracundo: «Bribonas, por culpa vuestra perecerán esos desgraciados... Y ya veis cómo corresponden a mi generosidad. ¿Qué demonios hacíais vosotras en la torre ni qué teníais que pintar arriba, condenadas? Y si yo mandase fusilar ahora mismo a la que no acreditara ser esposa, hija o hermana de algún urbano, ¿qué diríais?; a ver, ¿qué diríais?» No decían nada las pobrecitas: tal era su terror. Y por contera del discurso, ¡zas!, otro par de latigazos a cada una, agraciando también a la que en aquel momento ponía el pie en tierra. Con aclamaciones y vítores acogió la multitud las palabras y el hecho del General, que por tales medios halagar quería las pasiones populares, movido de un fin político. En aquella terrible guerra, más que ganar batallas, urgía sostener el tesón de la causa, y esto no se lograba sino aboliendo en absoluto toda compasión delante de los sectarios; tratando con crueldad al enemigo fuerte, con menosprecio al débil, para que cundiese y se afianzase la idea de que el cristino era forzosamente, por naturaleza, un ser inferior, abyecto, indigno hasta de las consideraciones más elementales. Sólo así se formaba un partido viril, duro, resistente a toda adversidad. Para poder lanzar confiadamente las masas de hombres a combates desesperados era forzoso encender en ellos sentimientos de implacable furor, los cuales debían tomar cebo y sustancia de los odios mujeriles. El genio de Zumalacárregui veía este resorte, por muchos inapreciable, del mecanismo de la guerra, y quería producir la ferocidad del varón con las pasioncillas villanas de la hembra. Azotó a las mujeres de los urbanos, no por gusto de maltratar inhumanamente a seres indefensos, sino por contentar a las otras, a las furias chillonas de la causa, que sostenían con su procacidad la exaltación populachera, fermento necesario en las guerras civiles.

No comprendiendo esta trastienda política el aturdido Fago, al ver el bárbaro tratamiento que el General daba a las pobres mujeres, la indignación hizo vibrar todos sus nervios, y apretó los dientes, y se clavó los dedos de una mano en otra, movido de su natural corajudo, que se sobreponía en ocasiones como aquélla, sin poder remediarlo, a la mansedumbre propia del estado eclesiástico. Olvidado de la Orden que profesaba, de buena gana habría salido del ruedo, y acometiendo al orgulloso caudillo, le habría dado un par de morradas buenas, pero buenas, de las que él sabía y solía dar en sus tiempos de seglar levantisco y pendenciero. Pero ello no fue más que un fugaz estímulo, que logró dominar al punto, y para mejor apartar de sí ideas tan peligrosas en aquellos momentos, trató de alejarse y dar una vuelta solo por las inmediaciones del desgraciado pueblo. No lo hizo, porque cuando rompía trabajosamente por entre la multitud, oyó estas voces, que le dejaron helado: «Ahora bajan a la última que quedaba... Saloma... la gallarda Saloma...».

Creyó que aquellas voces y aquel nombre habíanlos pronunciado todos los demonios del infierno, difundidos invisibles por los aires, y volvió a donde estaba, y oyó nueva algazara de mujeres chillonas... y, mirando para arriba, vio un bulto, una mujer con la cara tapada... Dudoso estuvo entre huir campos afuera o quedarse para ver la hembra descolgada, a quien el pueblo, bullicioso, nombraba y denostaba al propio tiempo, juntando el nombre y los insultos. ¡Dios poderoso!, lo que sufrió el hombre en breves momentos no es para referido. Bajaron a la moza, y si cuando se aproximaba al suelo, descubierto ya su rostro, pudo creer por un instante que era la hija del infortunado Ulibarri, al verla de cerca la reconoció como absolutamente distinta: aunque hermosa, como aquélla, no se le parecía ni en las facciones ni en el color del rostro. Vamos, que era otra Saloma. El hombre dio gracias a Dios con toda su alma, pues verdaderamente, si hubiera resultado la Saloma de su historia, dificilillo le habría sido contenerse viéndola de tal modo escarnecida e insultada.

El General se había vuelto a su alojamiento; el que mandaba la tropa al pie de la torre ordenó que no se hiciese daño a las pobres urbanas, y las familias de éstas, con la timidez natural de quien se siente minoría en el pueblo y se halla bajo la presión moral de masas irritadas y vencedoras, las auxiliaban con ropas y alimentos.

Mandaron despejar, y las urbanas y sus hijos retiráronse en compañía de algunos vecinos notados de cristinismo; las unas, absolutamente decaídas de espíritu, lloraban sin consuelo; las otras, bravas e iracundas, enronquecían de tanto gritar contra la facción y su insolente General, y todas creían perdidos a los bravos defensores de la torre si no se entregaban pronto y sin condiciones. Compadecido de aquellas infelices, Fago las siguió al través de las tortuosas calles, hasta que acamparon en los últimos corrales del pueblo, o en medio de las eras, temerosas siempre de ser atropelladas. Pero no querían ausentarse de Villafranca sin conocer la suerte de sus infelices maridos, hermanos o lo que fuesen, que sobre esto había dudas. Tratando Fago de inquirir con buenos modos el verdadero parentesco de las azotadas heroínas con los héroes de la torre, entabló coloquio con la llamada Saloma, cuyas facciones no se hartaba de examinar para cerciorarse de su desemejanza con las de la extraviada hija de Ulibarri, y ella, que desde los primeros momentos dio a conocer su desahogada condición, no tardó en franquearse con él en esta forma: «Yo, señor, no soy mujer de naide, aunque no es por culpa mía, que bien quise y bien quisieron mis padres darme marido por la Iglesia santísima. Huérfana quedé a los veinte años, y me engañó, ya digo, un tal Sedaliz, que en la faición está, malos truenos le confundan, y era alpargatero en mi pueblo, que llaman Borja, para servir a usted.

-Lo conozco -dijo Fago-, y sé que sus habitantes no son los menos brutos ni los menos nobles de Aragón.

-Dispénseme, señor: usted es de iglesia.

-Efectivamente: soy sacerdote.

-Se le conoce en lo aflegidico... Los hay de dos clases: los aflegidicos, que son los buenos, y los de pelo en pecho, que mataban franceses en la otra guerra, y ahora salen contra los pobres cuscos... Pues, señor, si quiere que le diga lo que hay tocante a mí, lo primero, ya digo, es que después que me plantó Sedaliz en metad de la calle, dejándome con lo puesto, me amparó uno que le llamaban Comecome, de junto a la Huecha; mas como era casado, le dejé, ya digo, porque a honradez podrán ganarme, pero a conciencia no... y me fui a Zaragoza, donde hablé con un chicarrón de infantería de la Guardia Real, ya sabe, los primeros que vinieron hace dos años a sofocar la faición, lo cual que no la sofocaron. Era el tal de junto a Tarazona, bueno como el pan; pero muy cuitadico, en fin, de los que no encuentran agua en el Ebro. Con su casaca abrochadica, el correaje en cruz, y la gorra de pelo con la chapa, estaba como un sol. A los de la Guardia se les llamó entonces guiris porque llevaban tres letras, G. R. I., en la gorra y en la cartuchera, y guiris se les llama todavía. Pues, ya digo, aquel y yo contábamos casamos cuando acabara el servicio... era un pedazo de animal como los ángeles... Pasó el Cuerpo a Logroño, y yo detrás del Cuerpo... Mandaba el General Lorenzo... Siguió el Cuerpo a Navarra al mando del General Rodil... yo no podía menos de ir detrás del Cuerpo, donde tenía mi alma... ¡Ay!, ya digo, se me parte el corazón cuando lo cuento. En la faición de Artaza me le mataron... ¡Pobre maño, rico mío! Le vi cadáver, arrimado a una peña, que parecía dormidico... Estuve mala de la desazón y me acogieron unos vecinos de Abarzuza. No le puedo contar, porque es cosa larga, cómo vine a parar a Funes, orilla de este pueblo, donde hice conocimiento con Pascual Muruve, por mote Mediagorra, que es uno de los urbanos de más calzones que tiene usted en la torre, y allí se batirá hasta dar las boqueadas, porque, ya digo, es muy entero, y él sabe que por ser tan bravo hablo con él, que si no no hablaba».

A este punto llegaba la moza de su relación, cuando oyeron gran tiroteo y vieron aumentada la humareda que envolvía la iglesia.

«Padrico del alma -dijo una de las más afligidas, llamada Claudia, que era mujer legítima de un urbano-, lléguese a ver qué pasa...

-Por lo visto -replicó Fago-, se han roto las hostilidades, y creo que los señores cívicos lo pasarán mal.

-Son tercos, y morirán antes de rendirse -observó otra llorando, pero sin perder la entereza-.

-Mosén, vea lo que hay, y venga después a contárnoslo -indicó una tercera-. Si les dan cuartel, deberían rendirse, que harto han hecho ya por la bandera urbana y por la Reina chiquitita. ¡Ay, Dios mío, qué será de ellos!

-Que Dios les dé fortaleza; que no se entreguen.

-Que vivan, aunque tengan que entregarse.

-No, no... rendirse no. Cada uno mira por la honrilla... ¡Que viva el Cuerpo!

-Eso, eso... lo primerico el Cuerpo.

-Que es el alma, como quien dice, el amor propio de uno... de una también, porque lo que aquí sobra es patriotismo».

Pronto se enteró Fago de lo que ocurría, que era lo más sencillo, lo más conforme a la marcha natural de los acontecimientos. Salvadas las mujeres, se rompieron de nuevo las hostilidades con recrudecimiento de fiereza por una parte y otra. Hacia el mediodía preguntaron los urbanos si daban cuartel, y como les respondieran que no, siguieron apurando su defensa con la débil esperanza de que por cansancio levantasen los facciosos el sitio y se largaran a expugnar otro pueblo. Pero lo que hicieron fue atizar más el fuego de la iglesia, y abrir una comunicación directa de ésta con la torre, para que el humo envolviera completamente a los sitiados. La tarde fue para éstos angustiosa: el humo les ahogaba, y recalentada toda la fábrica, sentían que se les quemaban las plantas de los pies. Al anochecer lograron los facciosos arrojar materia combustible en la parte baja de la torre. La mitad de los urbanos o habían muerto o estaban fuera de combate; los restantes aún hacían fuego desesperados, al amparo de las campanas, y de tiempo en tiempo gritaban: «Cuartel, cuartel»; pero de abajo respondían: «Discreción, y pronto, pronto».

Con estas noticias, que Fago llevaba a la tribu de urbanas acampadas en las eras y corralizas del pueblo, las pobres mujeres no hacían más que llorar y lamentar su suerte. Esposas eran algunas, hermanas otras, arrimadas las menos: todas amaban en diferentes estilos. Tan pronto rezaban invocando a la Virgen y a los santos con fervor sincero, como arrojaban de sus bocas horrendas maldiciones contra la facción, contra su General, su Rey, y el demonio que los trajo al mundo. La gallarda Saloma decía: «¡Que no se rindan, contro!... Tú no te rindes, Mediagorra; ¿verdad que no te rindes, maño mío?»