VI

A media noche, los urbanos que aún vivían, no pudiendo resistir más el calor que les abrasaba, medio locos de furia, de hambre y de sed, dejaron de hacer fuego. Lentamente descendieron por las escalas, tiznados, los ojos enrojecidos, manos y pies como carbón. Al llegar al suelo apenas podían tenerse en pie. «Vamos, hombres -les dijeron-, por zoquetes os pasa esto. Ved aquí lo que habéis adelantado con vuestra terquedad.

-Que... ¡re-contra! ¿Nos van a fusilar? -preguntó el más significado de ellos.

-Naturalmente -replicó el capitán, con toda la naturalidad del mundo en la entonación de la palabra -. Pues ¿qué queríais?... Vaya, que os traigan un trago de vino.

-Chiquio -dijo uno, que era de Borja-, nos mandan al pocico.

-Qué... ¿te pena?

-Miá que yo...».

Aterrado se alejó Fago, y no sabía cómo dar la tremenda noticia a las mujeres. No se atrevió a decirles más que esta frase: «Se han rendido... Ahora los de abajo les convidan a vino». Prorrumpieron en chillidos las mujeres, gritando: «Les dan la bebía: es la señal de afusilar».

La más brava era siempre Saloma, que dijo: «Mediagorra no tiembla... ¿Qué ha de temblar si es de bronce?»

Desde media noche empezaron las tropas a evacuar el pueblo. Salieron primero el 7.º y 5.º de Navarra; luego los granaderos, el Cuartel General. Zaratiegui partió a las dos, y Eraso quedó el último. El vecindario no pudo entregarse al descanso, pues como se levantara viento, temieron que el fuego cundiera de la iglesia a las casas próximas, y se quemase todo Villafranca. Ocupáronse con los soldados del 3.º y parte de los guías en cortar el incendio, y los del 1.º de Guipúzcoa ejecutaban la orden de vaciar las cubas de vino en las casas y bodegas de cristinos, resorte de guerra que se empleaba siempre en la Ribera, a fin de empobrecer al enemigo y aterrar a los labradores desafectos. Corría el líquido por las calles, mezclándose en algunos sitios con el rojo de la sangre, tan fácilmente derramada como si los cuerpos humanos fuesen odres que se vacían para volverlos a llenar.

Las urbanas quisieron reunirse a sus hombres. Aún ignoraban algunas de ellas si el suyo o los suyos habían perecido en la torre, o estaban entre los vivos condenados a muerte. Corrieron hacia la plaza; pero el movimiento de la tropa que evacuaba el pueblo les cortaba el paso a cada instante, y en la obscuridad de la noche se separaron en diferentes grupos, se perdían, volvían a encontrarse para separarse de nuevo. Llamaban a los suyos; nadie las escuchaba. No faltaron gentes piadosas del otro bando que las auxiliaban y querían consolarlas. El incendio, medio extinguido ya, alumbraba muy poco; la noche era lóbrega; no soplaba viento; el humo pesaba sobre las angostas calles; el olor de madera quemada infestaba toda la villa; no se respiraba aire, sino ambiente de maldiciones mezcladas a un aliento insano, como transpiración de enfermo corrupto. Sin llegar a donde querían ir, porque los cordones de tropa se lo impedían, cada una de las urbanas iba por su lado, como en los viajes de pesadilla, revolviéndose por las calles, siempre a oscuras, entre el vértigo de los soldados y paisanos que corrían de un lado para otro. Con Saloma y Claudia iba Fago, decidido a consolarlas en su tribulación, y encontraron a otras dos, y los cinco se dirigieron por una callejuela que conducía a la ermita de San Bartolomé. Habían oído decir: «por ahí los llevan», y corrieron tras el tumulto. No bien llegaban a unos treinta pasos de la ermita, un pelotón de soldados les cortó el paso. Detuviéronse ellas y él aterrados, sin resuello, con la corazonada de un inmenso duelo. Oyeron una exclamación salvaje, horrendo coro de seis, ocho o veinte voces (no se podía apreciar el número), que con desconcertados y roncos acentos gritaba: «¡Muera Carlos V!...». Siguió una descarga cerrada, varios disparos sueltos... después un silencio lúgubre.

¡Pobres urbanos! ¡Así pagaban su tenaz constancia celtibérica! ¡Así se derrochaba el tesoro inmenso de la energía española! ¡Es verdadero milagro que después de tan imprudente despilfarro del caudal por uno y otro bando, todavía quedara mucho, y quedará siempre, y quede todavía!

Pues, señor, Fago se encontró solo con Saloma. La Claudia había dado un salto y desaparecido en dirección del sitio de la hecatombe. Otra de ellas yacía desmayada en el suelo. Al oír la descarga, Saloma, a quien el capellán quiso tapar la boca para que no gritase alguna barbaridad que les comprometiera a todos, le mordió la mano, y tanto hincó los dientes, que al buen cura le quedó señal para mucho tiempo. Luego, dando un resoplido, con ronca voz dijo: «Acábate, mundo, pa no ver esto... ¡Ay, ay!... Padrico, lléveme a donde pueda gritar y, desahogar todo este veneno de mi alma».

El movimiento de la tropa, que regresaba del lugar del suplicio, obligoles a volverse por donde habían venido; pasaron junto a la plaza, donde no se respiraba más que humo fétido (porque en los últimos momentos del sitio de la torre habían quemado en el interior de ésta gran cantidad de pimentones, a fin de asfixiar más pronto a los sitiados); pasaron de largo a toda prisa; buscaban la salida del pueblo por el lado del río, y en el arrabal encontraron a otras dos urbanas, que se arrancaban los pelos en el paroxismo de la desesperación, rodeadas de gentes compasivas que con palabras piadosas y dulces trataban de mitigar su pena. Sin detenerse más que breves momentos, Fago y Saloma siguieron adelante, pisando fango, resbalando sobre el suelo reblandecido, metiendo los pies en charcos inmundos. «Pisamos sangre humana», dijo el clérigo con terror. Y replicó Saloma: «No, Mosén, que es vino. ¿No vio que soltaban las cubas?»

Llegado que hubieron a la salida de Villafranca, se desviaron de la dirección que llevaba la tropa, y Fago se plantó de pronto diciendo: «¿Pero adónde voy yo? Tengo que seguir al ejército hasta reunirme con el Cuartel Real.

-¿Con ésos, va usted con ésos?

-Naturalmente... Son los míos.

-Pues los míos, ¡re-contro!, son los otros -gritó la moza con ronca fiereza, agitando las manos tan cerca de la cara del cura, que éste creyó que le abofeteaba-. Los otros, sí... y este Don Zamarra, General Meampucheros, me la tiene que pagar.

-No seas loca, que las mujeres nada tienen que hacer en estas guerras.

-¿Que no? ¿Que no somos guerreras nosotras? Ya lo verán -dijo con exaltación delirante. ¡Muerto Mediagorra! Pus ¡viva Mediagorra, vivan los hombres que saben morir con decencia! Soy de Borja, Padrico. He mamado de la teta del Moncayo... No sé hablar más que con hombres valientes, ¡ea!... Si es usted falso (cobarde), buenas noches.

-Yo no soy falso ni valiente; soy sacerdote.

-Pues oiga: en Cadreita, dos leguas de aquí, hay un cura que ha levantado una partida liberal, y mata faiciosos como moscas.

-Vade retro. Ése será un perdido.

-Un ganado... Si quiere, nos vamos allí.

-¿Yo? ¿Por quién me tomas? Soy capellán del Cuartel Real.

-Buen provecho. ¡Miá que Rey ése!...

-Es Rey, el Monarca legítimo, Saloma, y todo lo demás es intriga y usurpación de los impíos y masones de Madrid. Pero el infierno no puede triunfar, aunque Dios le permita ventajas pasajeras para probar a los buenos.

-¿Y los buenos son ésos, ésos, los de Don Zamarra? -preguntó la baturra, picaresca, con toda la malicia y desvergüenza del mundo en su bello rostro-. ¿Lo cree usted, Padrico?

-Como ésta es noche. Creo en la legitimidad, creo en los derechos indiscutibles de D. Carlos, creo que los ejércitos carlinos defienden al verdadero Rey y al Dios verdadero.

-Y yo creo que es usted bobo. Miá que Dios... ¿Qué tiene que ver Dios con la guerra? ¿A Dios le puede gustar que haigan fusilado a Mediagorra?

Fago callaba, sin saber qué decir. Atravesaron solos un campo yermo, y halláronse sin saber cómo en el camino por donde marchaban las tropas. Un mozo de los que habían conocido a Fago en Falces se llegó al grupo, y extrañando ver al clérigo en tal compañía, le dijo: «Mosén Custodio, no se deje engañar de ésa. La conozco, y sé que es muy perra».

Trabáronse de palabras y un poco de empujones la moza y el baturro, llevando la mejor parte Saloma, que le dijo: «Anda allá, falso... ¿Tú quién eres? Un hambrón... Has venido aquí pa comer, porque en tu casa no lo hay.

-Vete, vete pronto a orilla de los guiris.

-Sí que me voy. Y tú y Zamarra... detrás de la boñiga del legítimo.

-A mucha honra.

-Y yo voy onde quiero. Con bustedes si me da la gana».

Agregáronse otros, y con jovialidades de dudoso gusto la incitaban a subir con ellos a una de las galeras.

«¡Miá que yo...! Voy a Cadreita, donde dejé mi legítima... la burra, hombre... Allí me monto, y muera la faición.

-Anda, saltamontes, zanganota.

-Llévense al Mosén, que está arguelladico».

Apareciose de improviso el capellán Ibarburu, furioso contra los chicos, a los que amenazaba con su bastón, diciéndoles: «Animales, os estoy buscando hace una hora. ¿En dónde tenéis el carro?

-Allí está, señor. Monte cuando guste».

Reparó Ibarburu en el bulto del capellán, y al pronto no le reconoció por estar encorvado, calladico y pasado de frío, hambre y tristeza.

«Sí, sí -respondió tímidamente-: soy José Fago.

-Véngase conmigo, y por el camino comeremos un bocadito».

Al coger del brazo a su colega, Ibarburu reparó en Saloma. «¿Qué pájara es ésta?» -preguntó a los chicos. Y como respondiesen que era la de Mediagorra, el capellán echó mano al bolsillo, y sacando una peseta se la dio a la baturra con estas compasivas palabras: «Toma, hija, y vete con Dios... ¡Pobre Pascual! Mañana le aplicaré la misa».

Sin oír lo que Saloma agradecida le contestaba, dirigiose al vehículo, donde ya un chico de tropa le había puesto las alforjas y la maleta. Fago le siguió silencioso. La baturra se despidió airosamente de sus paisanos con breves palabras despreciativas:

«¡Arre, asolutos!»