IV

Los urbanos o cívicos (que de entrambos modos se les llamaba) defensores de Villafranca no eran menos templados que los del otro pueblo, y como allá, se encastillaron en la iglesia, el único edificio sólido y fuerte de la villa, la cual parecí de barro y yesca, como la tierra circundante. Los carlistas situaron a la puerta del templo los dos únicos cañoncitos que llevaban, y batiéronla y se hicieron dueños de ella. Replegáronse los urbanos en la torre, de robusta construcción, y con ellos se encerraron sus hijos y mujeres. Debe advertirse que, si en el vecindario dominaba la opinión facciosa, no eran pocos lo cristinos furibundos; y enconadas las pasiones, el sexo femenino, con su locuaz vehemencia, exaltaba el ánimo de los hombres y les hacía sanguinarios y feroces. Al encastillarse con sus maridos en la torre, las urbanas, antes que por un móvil heroico, hacíanlo por miedo a las uñas y a las lenguas de las mujeres del otro bando.

Ganada la iglesia por los facciosos, resolvieron pegarle fuego. Los lugares sagrados, mediante una breve salvedad de conciencia, caen también dentro del fuero de guerra, y los militares atan y desatan al demonio según les conviene. Hacinaron bancos, túmulos y confesionarios; metieron mucha paja, y poco después las imágenes se veían envueltas en humo que no era de incienso. Antes se había cuidado de poner a salvo las Sagradas Formas, que llevaron a la ermita de Santa Ana, sin que en ello prestara ayuda el bueno de Fago, el cual, atónito, presenciaba cosas tan extrañas y nunca vistas. Impávidos en la elevada torre, los cívicos hacían fuego certero desde el campanario; tenían municiones abundantes y los víveres precisos para resistir; apuntaban bien y mataban todo lo que podían. Vino la noche, y como el fuego de la iglesia no cundiese con rapidez, metieron los sitiadores más paja, atizaron de firme, y el altar mayor, que era un armatoste grandísimo y muy apropiado a la propagación del incendio, llevó las llamas a la techumbre. Por fuera, guedejas de humo negro y espesísimo coronaban el caballete, enroscándose, por causa del viento, en dirección opuesta a la torre, lo que daba algún respiro a los urbanos. Y el tiroteo no cesaba. La claridad del incendio permitió a los sitiados hacer puntería, y con las balas salían del campanario apóstrofes injuriosos y cuchufletas impropias de la gravedad de la contienda. Las mujeres chillaban más que los hombres.

Durante la noche ardió parte del tejado y el tramo superior de la escalera del campanario, la cual era exenta y se apoyaba en el caballete, quedando así incomunicados los cívicos y sus mujeres y chiquillos; mas no por eso menos decididos a defenderse a todo trance. Lo peor fue que el humo, penetrando en la torre por diferentes huecos, les molestaba más de lo que quisieran; a media noche parlamentaron con los sitiadores por un ventanucho ojival, distante como doce varas del suelo, y, reiterando el propósito de no rendirse, pidieron al General consintiese la salida de las mujeres y niños, que no merecían correr la triste suerte de los hombres. Oyó esta propuesta Zaratiegui, que al pie de la torre vino con tal objeto, y al punto fue a ver al jefe, alojado en la Rectoral, y que, según se dijo, estaba pasando una noche de perros, molestado por el mal de orina que aquejarle solía. Con la respuesta consoladora de que se salvase a las mujeres, volvió Zaratiegui al poco rato; pero como el fuego había devorado la escalera superior, y los sitiados no tenían escalas ni cosa semejante, se discurrió suministrarles medios de salvamento. Toda la madrugada duró el trajín para reunir sogas y hacer con ellas y palitroques escalas de bastante resistencia para el objeto, y no hay que decir que esta operación fue como un paréntesis de esparcimiento y jovialidad en la cruelísima lucha. Fago ayudaba en aquella faena con gran celo y actividad, y sus manos encallecieron de tanto hacer nudos con ásperos cáñamos. Él fue el primero que, encaramado en los hombros de un gastador, y valiéndose de una larga percha, alargó el rollo de cuerda para que lo cogiese la mano flaca, perteneciente a un enjuto y tiznado brazo, que se estiraba en la ventana ojival. Dueños ya de una soga, los sitiados subieron con ella las escalas y todo el aparejo necesario para el salvamento.

Habríale gustado a Fago encontrarse arriba para prestar su concurso en el dificilísimo y peligroso descendimiento; se le ocurrían advertencias de aparejador mañoso, y haciendo bocina con sus manos gritaba: «¿Tenéis un madero fuerte?... ¿No?... Pues asegurad la cuerda en el pivote de las campanas, no en la barandilla, que parece endeble... Sujetad a las mujeres con cuerdas por bajo de los sobacos y retenedlas a medida que vayan bajando...». Prolongose la tregua hasta la mañana para que tuvieran tiempo los sitiados de disponer lo conveniente, y los facciosos, luego que retiraron sus heridos y muertos, descansaban, confiados en que tras de las mujeres se descolgarían los hombres, rindiéndose a discreción. Era gran locura o necedad obstinarse en la resistencia, rodeados de llamas y humo, sin esperanza de que vinieran tropas de Pamplona a socorrerles. En esta confianza, no se curaban de atizar el fuego, que parecía encalmado después de medía noche por la quietud del aire. A lo largo del caballete corrían llamitas fantásticas, graciosas, en algunos puntos humorísticas, que hacían mil figuras, signos de un lenguaje luminoso, semejante al dulce platicar de los tizones de una chimenea. A ratos, avivada la lumbre por una racha de viento, alumbraba con siniestro resplandor la plaza y calles circundantes, enrojeciendo las fachadas de las viviendas y las caras de los soldados. El pueblo no dormía; todos los vecinos estaban en la calle, mirando a la torre, aún entera, erguida, arrogante en medio de tanta desolación, despertando el interés de los seres vivos, que tienen alma. Callaban sus campanas; pero todo en ella era rostro y muda expresión, que decía: yo vivo, yo pienso, yo padezco.

Al despuntar el día se intimó desde abajo que despacharan pronto, y comenzaron a reunirse gentes diversas en los sitios más próximos a la torre. Zaratiegui mandó que no se permitiera acercarse a las mujeres; pero éstas, en fuerte pelotón, gravitaron sobre la línea de soldados, y convencidos éstos de que no se podía con ellas, dejáronlas llegar adonde quisieron. Conviniendo mucho a la facción contemporizar con el vecindario de los pueblos adictos y aun halagar sus pasiones, se toleraba a las mujeres de la causa todos los alborotos, chillidos y escandaleras que no perjudicasen a la moral del soldado; moral militar, se entiende, que de la otra no tenía por qué cuidarse la Ordenanza. No bien empezó la operación de descolgar las hembras y criaturas, la muchedumbre no pudo contener su inquietud. Las mujeres de los urbanos no eran bien miradas en el pueblo. Rivalidades de familia, que la feroz política exacerbaba, produjeron escisiones, continuas querellas, habladurías. La Fulana, por ser cívica, había llegado a tener mal concepto entre sus convecinas. La Zutana, carlista furibunda, era motejada entre el bello sexo urbano del modo más cruel. Así es la política, en las aldeas como en las ciudades populosas. El día anterior, las hembras encerradas con sus maridos en la torre, mientras éstos hacían fuego, insultaban a las facciosas. «Ya sabes dónde te has puesto, bribona -les contestaban éstas, chiflando desaforadamente-. Abajo eras carraca, y arriba campana. No voltees mucho, que puedes caerte...». Y como las bravatas de las urbanas terminaron pidiendo misericordia, y se les permitió el descenso, que era como concederles la vida, al comenzar el acto caritativo, las señoras de la causa no pudieron contener su inquina, y allí fue el cantarles el Trágala y el ponerlas de oro y azul. Bajaron primero tres niños: los de arriba poníanles cuidadosamente en los últimos peldaños de la escala, y eran recogidos por soldados que trepaban cuidadosamente para esta operación. El descenso se hacía paso a paso, presenciado con ansiedad por unos y otros. Llegaron a tierra felizmente los chiquillos, y fueron auxiliados al punto de ropa y comida, pues se hallaban ateridos y muertecitos de hambre. Al descender la primera urbana, la muchedumbre la saludó con aullidos de burla, por ser la que el día anterior con más desvergüenza injuriaba a los facciosos. «Anda, gran púa, saltamontes... ya ves cómo te perdonamos... Merecías colgar ahorcada, y te descolgamos con vida...». La segunda, que era de libras, fue asegurada con una cuerda por debajo de los sobacos, y así la iban aguantando en el penoso descenso por si acaso faltaba la escala. «Anda, anda, y no te tapes, descaradota. ¡Tapujos ahora, si cuando debías taparte no lo hiciste!... ¡Miren que salir ahora con vergüenzas!... ¿Vergüenza tú?»

En esto ocurrió un incidente que excitó más los ánimos, y en un tris estuvo que se malograse la difícil operación de salvamento. Un soldado llamado Díaz, natural de Lerín, mozo de mucha viveza y travesura, que ayudaba en el trajín de las escalas, se pasó de un brinco a la parte de tejado que aún se conservaba libre del fuego y se aproximó al boquete de la destruida escalera de la torre, el cual los sitiados habían tapado malamente con cascote y maderas. Creyeron, sin duda, los urbanos que se trataba de atizar candela por el interior de la torre, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, ínterin descendían trabajosamente las hembras, hicieron fuego sobre Díaz y le hirieron en la paletilla. No hay para qué decir que se armó gran tumulto, y que la falta o ligereza de los sitiados, por poco la pagan con su vida las tres pobres mujeres que en aquel momento descendían, hallándose una a pocos pasos del suelo, otra a mitad del espacio y la tercera arriba, tratando de afianzar sus pies para descender. Si no contienen a las mujeronas de la causa que al pie de la torre chillaban, fácil hubiera sido que éstas rompieran la cuerda y que se estrellaran dos por lo menos de las tres infelices que estaban en el aire. La agitación era grande; el de Lerín bajó rápidamente con el hombro ensangrentado; las cívicas de la torre lloraban afligidas; las otras las insultaban; gritaban todos. Algunos querían matarlas, para castigar en ellas la increíble torpeza de los urbanos, que así rompían la tregua y respondían tan indignamente a la generosidad con que se les había concedido la vida de sus esposas. Se avisó al General en jefe, y pronto cundió entre la muchedumbre la voz: «¡Ya viene ya viene!...». Los soldados, a culatazo limpio, quisieron despejar, y se arremolinó el mujerío procaz; pero al fin, donde menos parecía que pudiera abrirse un hueco, el hueco se abrió, y este hueco en la masa humana lo fue aumentando la tropa por el procedimiento sencillísimo de arrear golpes a diestro y siniestro sin reparar en pechos, espaldas ni barrigas, hasta formar como una plazoleta vacía de gente. Esto no bastaba, y continuaron rompiendo calle por entre el apretado gentío, hasta comunicar con la casa del cura, donde se alojaba el General de los ejércitos de Carlos V. Consta que el héroe, hallándose frente a la ventana de su habitación, ocupado en cosa tan vulgar como afeitarse, veía descender las hembras por la escala, y al oír el tiro y la algazara que se produjo, apresuró la operación barberil, en la que comúnmente perdía muy poco de su precioso tiempo, y todavía con algo de jabón pegado a las orejas, poniéndose la zamarra y abrochándose los cordones, salió a la salita próxima, donde le aguardaban su ayudante Plaza, dos o tres notables del pueblo y el cura D. Fabricio, que, aunque furibundo sectario de la legitimidad, no se consolaba del incendio y destrucción de su querida iglesia. Al entrar D. Tomás, el reverendo, dando un puñetazo en la mesa y apretando los dientes, decía: «¡Guaidiós, que esas hi-de-porra, malas chandras, tienen la culpa de todo! Yo que usted, mi General; yo, Fabricio Gallipienzo, en vez de colgar esa carne podrida afuera, la habría colgado dentro de la santísima iglesia, cuando ardían los santísimos altares, para que se les ahumaran bien los tocinos».