Como si atravesara el ámbito de los ecos rurales que refrescan la página sinfónica
donde Igor Strawinsky narra el ritual consagratorio de la primavera, Berta
Singerman surca el ritmo de los poemas deslumbrados por el estremecimiento de
las imágenes elementales llevando en la piel y los cabellos la unción de los
dorados perfumes que aligeran el equinoccio gozoso.
En el aire ágil y en la luz inconsútil, en el espacio palpitante bajo la libertad de las
formas generadas dentro de la vida virgen de la tierra, Berta Singerman halla las
fraternas fuerzas dóciles al enigma lírico de su garganta, modelada para el
ejercicio canoro de aprisionar la esencia dionisíaca del fuego.
Cuando ella golpea la tiniebla de Septiembre con la torva sentencia del buitre o
alarga en la fatiga lunática de un sueño la evocación de las sombras de los
cuerpos que se juntan con las sombras de las almas, la ternura brillante del fluido
vocal no logra definir la nota de la angustia metafísica, de la añoranza viril. Porque
la noche propicia a su voz no es el arco de signos pensativos ante el cual se
inquiere de los infolios esotéricos la cifra de la eternidad, sino la fiesta fértil de las
nupcias universales que glorifica un himno de fragancias undívagas como cuerpos
de mujeres.
A la orilla de los versos húmedos de temblor matinal, clarificados de rumores
aéreos, las pupilas de Berta modulan el asombro de la distancia rítmica por donde
las mariposas vegetales de sus manos perseguirán el viento de su voz…(Viento
de oro que incendia la fronda sorda de las palabras mensuradas, esa voz debiera
sólo recorrer la clave diáfana que concatena los colores de la primavera en una
ronda fácil). Penetra a la atmósfera de los cromáticos símbolos vernales con la
alegría de una deidad adolescente que danzase a la música de su propia risa.
Danzando alrededor del verso conjura Berta Singerman el espíritu de la letra,
permaneciendo así en el sentido clásico de la danza: enunciación graciosa.
Danza el canto pacífico que rodea en el alba la desnudez de las primeras horas, el
arpegio que festona la ruta de los pájaros, el grito del sol ebrio en el mediodía de
las uvas, el salmo del agua madrugadora que pasa deshojando retoños trémulos
de nubes y la plegaria inmóvil del agua que murmura luceros mientras los árboles
tejen el crepúsculo.
Y al perenne danzar sobre la fiel juventud de los paisajes iniciose su alma en la
bienaventuranza de crear y sus brazos intuyeron la sedosa cadencia de las
letanías maternales. La esplendidez verbal que antes fuera órbita de la loca
emoción asordínase y enternecida se adelgaza en hebras estelares que urden la
íntima mitología delos cuentos y se aterciopelan como el sueño de las ventanas
felices para mecer a los niños en hamacas de luna.
Júbilo de la tierra y la vida, liturgia de la noche y el día, grácil ráfaga de los
ímpetus claros: esa voz de Berta Singerman, encendida en el epitalamio de la
estación madura y en el panteísmo de la maternidad perfecta, grita las intactas
lontananzas que en el corazón extiéndense a la idolatría del mundo
Texto anterior: Gregorio Castañeda Aragón o el mar no visto