Nota: Se respeta la ortografía original de la época

EXCURSION A LA MESETA NORTE—TUM­BAS INDIAS

Un viajero halla siempre múltiples atractivos en los parajes que visita, por mal que los haya do­tado la naturaleza; y su curiosidad no deja de en­contrar incentivos, sea cual fuere el carácter de las comarcas que recorra, desde los hielos paleocrísticos del polo, hasta los pantanos miasmáticos del Africa con su calor sofocante. Cediendo a ese impulso, y a pesar de los muy reducidos recursos de que disponía y de la falta de seguridad sobre el tiempo que debía demorar el buque, lo que no me permitía internarme a largas distancias, no pude menos de hacer un paseo a la meseta que li­mita por el norte el valle.

Muy triste me hubiera sido abandonar el Chubut, sin haber tentado siquiera, el inquirir lo que escudado por esa monotonía poco halagadora, guardaba en sus soledades aquel lecho de mar an­tiguo, levantado por las fuerzas que desde su in­terior diseñan y cambian continuamente la fisono­mía externa del globo.

Después de tocar con mil dificultades para pro­curarnos caballos, tan escasos allí, salí una mañana en compañía de los señores J. M. Thomas y Berwin con rumbo a cruzar el valle. Este, muy desigual, estaba cubierto por pequeñas lagunas secas o ba­ñados antiguos, limitados por albardones matiza­dos de arbustos espinosos. En su suelo blanquizco, relumbraban numerosos fragmentos de sílices, a que los indígenas ya extinguidos, antiguos habitantes de esos puntos elevados, habían dado la for­ma de puntas de flechas.

Inclinándonos al Este, divisamos una inmensa sábana salina, que inutiliza gran extensión del va­lle y que se denomina Laguna de Chiquichano, nombre del cacique de los quirquinchos, tribupampa. A la sazón estaba seca, su suelo era blan­do, muy suelto, hasta hundirse en él el caballo, y contenía eflorescencias salinas a las que el sol co­munica una reverberación que daña la vista.

Cruzamos la laguna, con gran fatiga de los ca­ballos, y alcanzamos el pie de la meseta, a tiempo que se acercaba un chubasco, que, apenas llegados a la cumbre plana, descargó sobre nosotros. Resguardados detrás de unas matas, con la cabeza protegida por las caronas del recado contra el gra­nizo grueso que podía herirnos, almorzamos un pe­dazo de pan y manteca. El viento frío nos helaba, mojados como estábamos por la lluvia.

Un matorral de Colletias resinosas, que encen­dimos, nos volvió el calor necesario para continuar viaje. Estas plantas, verdes y mojadas, arden con facilidad.

Hasta la tarde continuó desagradable el tiempo. A intervalos, él aparecía o la lluvia arreciaba; nuestro camino se hacía en extremo tortuoso y el fuerte viento impedía observar en la pequeña agu­ja, la dirección que seguíamos.

La planicie, entre la niebla de la lluvia y la bruma que, al reaparecer el sol, se levantaba, oca­sionada por la evaporación, cuyo proceso se hace con gran rapidez, en las tierras altas, se extendía llana, limitada al oeste y norte por el escalón de la segunda meseta. Sólo algunos guanacos viejos, rumiaban impasibles las escasas gramíneas, acostumbrados ya, y veteranos de las inclemencias de las estepas; otros más jóvenes, con sus largos cue­llos cómicamente estirados y agachados, sus cabezas en rueda, se prestaban protección mutua esperando la calma, al reparo de algún gran incienso.

El desierto patagónico, hubiérase dicho abandonado por los dones de la naturaleza desde el último tiempo geológico. La capa aluvional moderna que llamamos humus, no lo cubre ni fertiliza en ninguna parte.

A la caída del día, ascendimos el segundo escalón, elevado de doscientos pies sobre el primero, al que la influencia colectiva del levantamiento y la erosión, han dado un aspecto de grada ruinosa pero soberbia. La misma vista y el mismo carácter monótono, sólo interrumpido a lo lejos por algunos pequeños cerros aislados, restos quizás de mesetas que el agua en cientos de siglos ha gastado y que se elevan solitarios, como grandes formas truncadas, semejando gigantescos Teocalis mejicanos.

En una suave hondonada, guarecida del viento, encontramos un buen retazo de pasto dorado, y resolvimos hacer allí noche. No nos había sido dado encontrar agua: la lluvia había sido duradera, pero era tal la sed de la estepa, que toda la había absorbido. Los pobres caballos hubieron de contentarse con el duro pasto y nosotros con un fragmento de pan negro y queso. Sin embargo, no podíamos quejarnos; después de ese día desagradable, la tarde presentábase espléndida, iluminada por los rayos solares oblicuos que daban largas sombras y matices oscuros a los matorrales.

Tan bello espectáculo no duró largo tiempo; el horizonte oscurecióse rápidamente al sudeste y pronto los característicos chubascos se sucedieron sin interrupción, apagaron nuestra hoguera y apenas pudimos gozar de algún sueño, envueltos en los quillangos.

La noche del 27 de noviembre pasóse así, y habiendo amanecido el día siguiente claro y despejado, prometiendo buena continuación de viaje, ensillamos y nos dirigimos a las elevaciones citadas.

Entramos en un terreno más ondulado que de costumbre; la vegetación era más robusta y el pasto abundante, por lo que dimos un pequeño descanso a los caballos, para prepararlos a ascender un cerrito de aspecto extraño, que a la distancia de una milla al oeste, se divisaba. Llegados a él, vimos que las rocas que lo formaban, no eran del terciario, sino más antiguas, alteradas por acciones plutónicas; eran rocas metamórifcas no denunciadas aún en esos parajes, y por consiguiente, un descubrimiento de gran importancia.

Las planicies terciarias desaparecían allí, para dar lugar a una formación de diverso origen.

En la cumbre del cerro nos aguardaba una sorpresa.


Elevábase del suelo un montón de piedras y ramas secas, de un metro y medio de altura, que parecía haber sido arreglado hacía largo tiempo, y entre cuyas junturas blanqueaban restos humanos. Era un cairn funerario.

Ya en mi viaje a Nahuel-Huapí había visto esos modestos monumentos que el respeto y la amistad a más de la costumbre, han elevado, en forma de pirámide de piedras sueltas, sobre los restos y para recuerdo de los que allí murieron. En Choconyegu, a inmediaciones de Limay, pasé junto a nueve tumbas de esa clase, atribuídas por mis compañeros indígenas a una familia Mapuche (gentes de los campos), que según ellos, habían muerto de frío, a causa de haberles arrebatado los caballos los Picunches (gentes del norte) durante la noche.

Los indios, al pasar por ese punto, colocaban antes, sobre las tumbas, una piedra que aumentaba la altura u ocupaba el sitio de las que el tiempo desmorona; luego se contentaron con cortar ramas de los arbustos cercanos y ponerlas sobre las piedras, y ya en el momento de mi viaje, se limitaban a depositar, respetuosamente, y en silencio, ramitas pequeñas e hilos de los ponchos desflecados por las espinas.

Ni a la ida ni a la vuelta, pude registrar esas tumbas, de las que, de todas maneras, no me hubiera sido dado sacar provecho alguno, pues a haber intentado recoger los despojos que encerraban, enviáranme mis guías a hacerles compañía.

En la meseta alta del Chubut, era caso distinto, y pude extraer siete cráneos y algunos fémures, sintiendo que el mal estado de los caballos no permitiese llevar todos los huesos. Semejantes monumentos fúnebres no son raros en Patagonia; en las costas del mar los viajeros hanlos mencionado repetidas veces, y Cox señala uno de ellos en un paso de la cordillera. En el interior los he visto, y el Sr. Dournford que últimamente ha seguido el curso del Chubut en una gran extensión, ha encontrado más de diez de ellos, aunque sin poder reconocerlos, ni obtener un solo cráneo, como ha sucedido con los otros descubridores.

Esos cairnes están formados de piedras amontonadas, que rodean y cubren los restos humanos, colocados al parecer, sobre un piso artificial de piedras planas; el más elevado que conozco, mide cerca de tres metros, y algunas piedras de las que los forman, pesan de cuarenta a cincuenta kilogramos.

Las Chulpas de los antiguos bolivianos, más civilizados que dichas tribus, no son sino un simple perfeccionamiento del cairn patagón; digo patagón, porque me ocupo ahora de Patagonia; pero es bien sabido que ese modo de perpetuar el sitio de una tumba, es casi universal, en los tiempos y en las razas primitivas. En Europa, Asia, Africa y América, ha sido empleado; Livingstone menciona los cairnes en su último viaje y aún los noruegos y corsos, tienen respeto por ellos y les colocan piedras y ramas.

El humilde cairn, levantado sobre la cumbre de los cerros, y habitado por las aves de rapiña, es fruto de la misma idea que ha elevado las gigantescas tumbas de la India, las pirámides de Egipto y los ciclópeos monumentos funerarios de Bolivia, Perú y México.

Ese cairn domina una región completamente distinta de la que habíamos dejado atrás: un valle profundo o mejor dicho, un gran bajo, situado al pie del cerro en que nos encontrábamos, se extiende hacia el N. E. hasta una larga distancia. En el centro levántanse rocas rojizas de aspecto abrupto, que quiebran la igualdad del paisaje, pero de tan escasa altura, que apenas llegaban al nivel de las mesetas, no sobresaliendo de ellas para alterar en lo mínimo su triste horizonte.

Algunas matas de incienso brindaban su sombra humilde, y a ella nos acogimos durante la siesta, mientras el fuerte sol de medio día reflejaba sus rayos como en espejo, en las grandes lajas de yeso, de que estaba sembrado el suelo. Animaba el paisaje, la presencia de algunos guanacos que relinchaban sobre las rocas, y mostraban sus elegantes y curiosas cabezas entre las grietas de las pequeñas cavernas, que semejan burbujas gigantescas, que dejara, al solidificarse, el líquido ígneo. Capas de tufas de colores suaves, que alternan del blanco al amarillo y rosado, veíanse al pie de los cerros, y embellecían el aspecto caótico de aquel fragmento de la tierra.

El fenómeno del espejismo se reproducía a esa hora, y los mirajes surgían del horizonte imitando inmensos bosques que en vano se buscaría. En la planicie, al oeste de los cerros rojos, el bañado cargado de sales cristalizadas, representaba una extensa plaza de cristal, en cuyo centro, los fragmentos aislados del pórfido, adquirían proporciones gigantescas imitando arcos de triunfo y enormes monolitos macizos de figuras extravagantes.

Nada más monótono que la hora del medio día en aquellas regiones: los rayos de un sol ardiente caen a plomo del cielo sofocado de nubes; sólo el modesto ruido peculiar del tucu-tucu, que se escucha a intervalos desde el fondo de su cueva, cavada preferentemente en el suelo blando, cerca del agua, interrumpe durante las horas de la siesta, el silencio y la quietud.

El viajero no puede sacudir la pereza y laxitud que le asaltan, y esa influencia no desaparece hasta que el sol declina y llega el aire fresco de la tarde, que despeja el cerebro, sacándolo de su abatimiento.

Subiendo la meseta que frente al paradero mostraba sus barrancas perpendiculares y su estratificación horizontal característica, y caminando dos días al oeste, se llega a esas montañas, a cuya pie se halla la laguna Getalaik (quizás corrupción de Fetalafquen, que en araucano significa Laguna Grande), que es alimentada por las nieves de los cerros que llegan a ella por un arroyuelo situado poco más al norte. La naturaleza parece que ha prodigado a esas montañas los favores que ha negado a la meseta: allí, según los indios y por las muestras que ellos han traído, abundan los metales.

Pero en medio de esa fertilidad, hay planicies engañosas situadas en valles, en los que la actividad volcánica continúa en acción. Ese "país del diablo", como me lo han señalado algunos indios, lo ha visitado Musters; su suelo es caliente, haciendo un agujero, la tierra parece estar encendida y el calor quema el pelo de las patas de los caballos. Al perforar éstas, la costra amarillenta de la superficie, muestran un subsuelo negro, en el que, aunque en combustión, no se ven llamas, pero de donde se eleva un vapor suave. Las fuentes calientes abundan; hay grandes pozos hasta de seis pies de diámetro donde hierve el agua, y sé de parajes donde el agua surgente lanza chorros a cuatro metros de altura, que son probablemente Geysers en el centro de Patagonia. Gran parte de esa región es aún misterio no desvelado por europeos; los indios, poseídos por un terror supersticioso, no se atreven a penetrar en ella, y quizás contenga riquezas explotables con provecho, en las substancias que la acción de los volcanes produce.

Al día siguiente, veintinueve, emprendimos, apurados por la necesidad, el regreso a la colonia, siguiendo el bajo hacia el sur. Caminamos por un bañado salitroso, surcado por pequeños zanjones, sumamente pantanosos, donde, entre los grandes claros sin vegetación, se veían de cuando en cuando algunas matas de incienso y muchos guanacos que, por la refracción atmosférica, aparecían gigantes, como elevadas jirafas, recordando involuntariamente a los rumiantes de las épocas perdidas. Concluído el bajo, ascendimos la meseta, donde esperábamos cazar algunas liebres para nuestro alimento. Este animal tan lindo como el europeo, pero menos ligero, sólo se encuentra bien en ese desierto, que su mayor enemigo, el indio, poco frecuenta. Veíamoslas en tropas de veinte o más, unos momentos atentas, sobrecogidas de terror, paradas todas al mismo tiempo, para escuchar el ruido sospechoso que su timidez y su fino oído les revelan desde lejos, y luego corriendo veloces a grandes saltos en línea recta, para escapar de nuestros caballos cansados. No sé si por lo mismo que para el zorro de la fábula, las uvas estaban verdes, las liebres nos parecieron flacas y nos contentamos con verlas desaparecer entre los matorrales y esconderse en sus cuevas.

A la caída de la tarde, bajamos entre cañadones, cuyas pendientes desnudas de vegetación mostraban escrita la formación geológica del terreno. Recogí algunos fósiles marinos. Ya avanzada la noche, llegamos a una de las casas de Gaiman, donde pedimos hospitalidad; al día siguiente cruzamos el río en la angostura que divide ambos valles, y tres horas más tarde entraba en la comisaría, contento de la corta, pero provechosa excursión, con las maletas cargadas de cráneos, rocas y fósiles y con un vivo deseo de emprender otra.

El aviso de Piedrabuena de que estuviera pronto a embarcarme a la primera señal, me obligó a completar lo más ligero posible, las colecciones sobre todo, las de antropología, que figuraban en primera línea en mi programa, y que hasta entonces sólo se componían de los objetos recogidos en los albardones del valle ya mencionado, en otros puntos y en el cerro del Cairo, y que dejaban mucho que desear en cuanto a restos de los indios que de cuando en cuando visitan el Chubut.

Cerca de la comisaría está situado el cementerio de la colonia y en él había sido inhumado mi amigo Sam Slick, buen tehuelche, hijo del cacique Casimiro Biguá. Conocí a ese indio en mi viaje anterior a Santa Cruz; había sido herido en uno de los frecuentes combates que tienen los patagones cuando el aguardiente los excita y le encontré refugiado en los galpones de la colonia Roucaud, donde había sido socorrido por Lacalaca, a quien tanto estiman los indígenas. Nuestra llegada en el "Rosales" a ese punto, fué motivo de gozo para el buen Sam, por los regalos y los ponches con que lo obsequiábamos y que realizaba uno de sus mayores deseos, al probar esa bebida que había oído ponderar en Malvinas, paraje que conocía por haber sido llevado a él por Piedrabuena. Su contento rayaba en entusiasmo cuando le embarcábamos de vez en cuando en el bote, le dejábamos manejar el timón, y escuchar el tambor y el pífano a bordo del bergantín.

Consintió en que hiciéramos su fotografía, pero de ninguna manera quiso que midiera su cuerpo y sobre todo su cabeza. No sé por qué rara preocución hacía esto, pues más tarde, al volver a encontrarle en Patagones, aún cuando continuamos siendo amigos, no me permitió acercarme a él mientras permanecía borracho, y un año después, cuando llegué a ese punto, para emprender viaje a Nahuel-Huapí, le propuse me acompañara, y rehusó diciendo que yo quería su cabeza. Su destino era ese. Días después de mi partida, dirigióse al Chubut, y allí fué muerto alevosamente por otros dos indios, en una noche de orgía. A mi llegada, supe su desgracia, averigüé el paraje en que había sido inhumado y en una noche de luna, exhumé su cadáver, cuyo esqueleto se conserva en el Museo Antropológico de Buenos Aires; sacrilegio cometido en provecho del estudio osteológico de los tehuelches.

Lo mismo hice con los del cacique Sapo y su mujer, que habían fallecido en ese punto, en años anteriores, en una de las estadías de las tolderías. Ambos habían sido enterrados en cementerio cristiano, conservando, sin embargo, las prácticas indígenas en la colocación sentada de los cadáveres. Al lado del cacique encontramos un hacha de hierro, de construcción inglesa, quizás la prenda más estimada del pobre jefe y de quien ni la muerte le separaba; al costado de la mujer, mezclados con algunas de sus alhajas, recogimos huesos de un pelado, infeliz sacrificado al cariño casi maternal que las tehuelches tienen por esa clase de perros. Con estos objetos y los anteriores quedé satisfecho sobre este punto importante de mi viaje.

El 10 de diciembre, concluído todos los arreglos, me embarqué en la goleta con las colecciones.