XXVI

No menos entrometido que curioso, ardía el aragonés en impaciencia por conocer las intenciones de su amigo y el estado de la que juzgó aventura de amor. «¿Pero qué, señor D. Fernando, no entramos en la casa de Arratia? ¿No hemos venido a sorprender y llevarnos a la hermosa mujer con niño y todo?

-Cállate la boca, simple. Da por terminada la aventura, y no hagas preguntas a que no he de responder. Alejémonos pronto de este barrio, al cual no he de volver en todos los días de mi vida.

-¿De modo que...?

-Chitón.

-¿Y ahora?

-Ahora, yo haré lo que me acomode, y tú callarás. ¿Cómo quieres que te tape la boca: con dos onzas para que acabes de pagar tus deudas, o con una morrada de las mejores?

-Prefiero la primera de las dos mordazas presupuestas; y aunque en todo caso mi silencio ha de ser profundísimo, mi felicidad será mayor si a las dos onzas agrega vuestra señoría una media más.


-Bueno... Ya sabes que ahora nos separamos, que no has de pensar en seguirme, ni en buscarme, ni menos en hablar a nadie de mí.

-Conforme. No necesita encargarme la discreción, pues soy agradecido, y aunque a veces no lo parezca, caballero también soy, como dijo el otro... Si estas razones no bastaran para garantizar mi fidelidad, hay otra, señor, y es que los dos trabajamos por la misma causa.

-¿Tú qué sabes? Mi causa nada tiene que ver con la cosa pública.

-Es deber de usted afirmarlo así, y nada contesto; pero si D. Fernando cumple reservándose, yo cumplo callando lo que mi finísimo olfato me enseña.

-¿Qué?

-Que andamos en hociqueos con Maroto.

-¿Quién, tú?

-Usted... Mis papeles son inferiores; pero a un mismo fin vamos todos. Con que...

-Estás en un error grave.

-Separándonos ahora, yo apostaría... que nos encontraremos en Vergara.

-¿A que no? Yo me voy en busca de Zoilo Arratia, y hasta el fin del mundo no pararé mientras no le encuentre.

-Pues no irá usted al fin del mundo, sino a Campezu, que por allí anda Zurbano.

-Abreviemos, que tengo prisa. ¿En dónde te entrego las dos onzas y media?

-Lleguémonos a la tienda de Zubiri, cuatro pasos de aquí.


Pasado un rato, alejándose de la tienda, repitió D. Fernando sus amonestaciones acompañadas de una despedida terminante. «Si quieres ser mi amigo, demuéstrame con hechos que mereces serlo. No me sigas; no me busques; no hables de mí».

-Ni sigo, ni hablo, ni busco; pero sí veo... y callo.

-Es que si no callaras, no habría de faltar quien te cerrara la boca para siempre.

-Comprendido.

-Y vete a donde quieras.

-No hago misterio de ello. Voy a Vergara, donde encontraré no pocos amigos, oficiales de Maroto.

-Ándate con tiento.

-Cuide usted de su pelleja.

Y con un adiós afectuoso y apretones de manos se despidieron, corriendo D. Fernando hacia el parador de Pinondo, en cuya puerta le aguardaba Urrea, loco ya de impaciencia y zozobra, después de pasarse la noche y el día recorriendo las calles del pueblo y todos sus arrabales. No tenía por qué darle el caballero explicaciones de su ausencia, y entrando en busca de Echaide, que también estaba con el alma en un hilo, hubo de soportar resignado la reprimenda que el digno jefe de la cuadrilla se permitió echarle, valido de la confianza y llaneza que con él gastar solía en la dura vida de caminantes. El estupor del buen arriero subió de punto cuando Quilino le manifestó severamente su propósito de trasladarse al territorio donde operaba Martín Zurbano. Halló por fin el otro fácil modo de conciliar todas las obligaciones, pues despachado primero el asunto capital en Vergara o Tolosa, tomarían la vuelta de Salvatierra, para franquear los montes de Andía y bajar a Campezu, que no era mal camino para Logroño. De acuerdo en esta transacción, preparáronse para la madrugada siguiente. Pasó D. Fernando muy mala noche, con ardores de fiebre, atormentado por la persistencia de las emociones de aquel día. Con más intenso colorido y acentuación más viva que en la realidad, se le reprodujeron las escenas y figuras observadas desde la atalaya; de tal modo se poseían de ello su espíritu y su naturaleza toda, que le dolía la mano derecha de tanto apretar el barrote que partía en cuatro la luz del ventanucho. Y ya de camino, al romper el día, sacando fuerzas de flaqueza para seguir a sus compañeros, continuaba el horroroso dolor de la mano... empuñando la cruz de hierro.

Vergara, donde entraron a media tarde, rebosaba de gente, así militar como paisana. No sólo había llegado Maroto con su ejército, sino D. Carlos con todo el matalotaje de su corte vagabunda. Clérigos y frailes discurrían en grupos, reforzados con señorones administrativos, que vivían sobre el país, justificando su existencia con el consumo de tinta y papel en inútiles escritos. Corrillos de oficiales obstruían los lugares de mayor tránsito: en unos se advertía la intranquilidad, en otros la tristeza. Cualquier observador que conociese el personal habría podido advertir que los amigos de toda la vida no se hablaban ya, y se dirigían miradas recelosas. Quilino y Santo Barato anduvieron por calles y plazas, respirando los aires de discordia que por todas partes corrían. Gran tumulto de gente les atrajo hacia la iglesia de San Pedro. El Rey con su rebaño apostólico salía de Palacio para ofrecer al Cristo sus soberanos respetos, y la multitud a su paso se agolpaba. Bien pudo apreciar Calpena la diferencia entre los entusiasmos cariñosos que había visto en Oñate y la frialdad de Vergara. Aún le respetaban; ya no le querían; y por entre la doble fila de sus vasallos, a quienes congregaba la curiosidad antes que el amor, pasó Carlos V saludando más severo que amable; que así creía representar mejor la majestad del derecho divino. Su rostro no ofrecía ninguna alteración: era un rostro de efigie inexpresiva, de esas que no dicen nada al devoto que las adora. Su mirada resbalaba en la superficie de las cosas, y los vasallos no veían en ella más que un convencimiento tenaz y un fatalismo irreductible. Ni alegría ni tristeza pusieron nunca sus resplandores en aquel rostro apagado, semejante a los rayos de luz fingidos con madera y estofa en los retablos churriguerescos. No iba con él la Reina, que se había quedado en Azpeitia, un tanto aburrida y descorazonada por el mal giro que tomaban las cosas. Arias Teijeiro miraba al suelo, Valdespina parecía distraído, y el Padre Echevarría desafiaba a la multitud con miradas altaneras. Mediano rato duró el acto piadoso del Presidiente en la capilla del Cristo, y de allí se fue a visitar a las monjas clarisas, cuya priora le fascinaba por el optimismo de sus juicios y por la gravedad de sus sentencias. Esta ilustre señora fue la que le dijo que confiara en los brutos, que así como los Apóstoles, sin saber leer ni escribir, habían sacado triunfante la Iglesia de Cristo, D. Basilio y Balmaseda y todos los lerdos de la Causa pondrían en el trono de Madrid al legítimo Rey.

De vuelta a Palacio, ya cerrada la noche, fue a visitarle Maroto, que entró con su Estado Mayor, apretando los dientes y atusándose los bigotes, movimientos en él habituales. Algunos días después fue del dominio público lo que hablaron D. Carlos y el Caudillo. Pretendía este que el Rey separase de su lado a los más rabiosos intransigentes; que cambiara sus ministros por otros menos furibundos y destemplados; que llamase al orden a los militares y altos funcionarios que abiertamente conspiraban contra el general jefe de Estado Mayor (que este era el título de Maroto), y amenazó con sentar la mano a los rebeldes si el Rey no lo hacía. Como siempre, D. Carlos contestó lo que le inspiraban su indecisión y pusilanimidad, que sí y que no, y que ya se proveería. Odiaba cordialmente a Maroto, no por mal militar, que no lo era, ni por desafecto a su causa, sino porque en cierta ocasión de apuro, atravesando la frontera de Portugal, había soltado D. Rafael en los regios oídos la interjección más común en bocas españolas, desacato que el meticuloso Rey no perdonó nunca; pero como le temía tanto como le detestaba, ni tuvo corazón para quitarle el mando, ni agallas para entregarle su camarilla.

Esperó Echaide la hora que le pareció más conveniente para mandar a Quilino con el encargo de un barrilito de aceitunas consignado a la señora Doña Tiburcia Esnaola. Las nueve y media serían cuando partió el mozo al desempeño de su comisión; como la primera vez, se le franqueó la puerta, y una criada le introdujo en la estancia donde encontró a la misma señora, sentadita en el propio canapé. No había puesto aún el hombre sobre la mesa, al pie del velón, lo que llevaba, cuando la señora le mostró un papel no más grande que el de un cigarrillo. Con tinta vio escrita la palabra que servía de contraseña: Inquisivi; y debajo, con lápiz: Aquí no puede ser. Váyase a Estella.

«¿Se ha enterado usted?» dijo la señora; y ante la respuesta afirmativa del mozo, rompió el papel en pedazos muy chiquitos.

Con lo dicho queda explicada la salida presurosa de la expedición arrieril camino de Oñate, para pasar a Salvatierra. Daba prisa D. Fernando, a pesar de sentir muy quebrantada su salud, y era el más diligente en arrear por aquellos caminos, pues se le había metido en la cabeza que siguiendo la ruta de Campezu o de Contrasta le sería fácil encontrar la brigada de Zurbano, objeto por entonces de su más ansioso interés. El tiempo se les puso frío y seco, y en Salvatierra hallaron las aguas cubiertas de hielo durísimo, y los caminos pulimentados por la humedad cristalizada. Con esto se le agravó al pobre Calpena el quebranto de huesos que desde Durango traía, viéndose obligado a pedir fuerzas a su animoso espíritu para continuar el viaje. Faldeando la sierra de Andía, en dirección de Rióstegui, Urrea le llevó a cuestas por un empinado sendero, y al fin determinó Echaide desocupar de carga a uno de los mulos, para transportar al enfermo con relativa comodidad de todos. Renegaba D. Fernando de su naturaleza, que había creído más resistente y a prueba de trabajos, y a Dios pedía las ágiles patas del lobo, o el vuelo de las águilas, franquear sin cansancio aquellos vericuetos. En los descansos nocturnos, la fiebre le acometía con furia, y a fuerza de abrigo, verdaderos montes de lana que acumulaban sobre él sus compañeros, se iba defendiendo. Por fin, en Ulibarri se sintió mejorado, y la blandura que sobrevino, derritiendo los hielos, fue un bien para todos, hombres y animales.

Al bajar a Orbizo tuvieron las primeras noticias de Zurbano: días antes, la helada crudísima le obligó a retirarse a la Solana, y por allí andaba, entre los Arcos y Dicastillo, aguardando que abonanzara el tiempo para reanudar las operaciones. Siguieron los cuatro en el rumbo indicado, y al llegar a Espronceda encontraron una columna de la brigada de D. Martín, que salió poco después de entrar ellos en el pueblo, sin que pudieran adquirir las noticias que deseaban. Para dar reposo a D. Fernando y evacuar con la debida prontitud la diligencia que les desviaba de su itinerario, determinó Echaide dejar al caballero en Espronceda con Urrea, bien acomodados en casa de un amigo, y adelantarse él con Santo Barato hasta Muez o los Arcos, para indagar si Arratia continuaba en la división o se le habían llevado los demonios. Poco afortunado el primer día, tropezó al segundo con Ibero, por quien supo que en una acción cerca de Nazar había caído prisionero el Capitán bilbaíno con otros diez. Conducidos a Estella, Zurbano había propuesto un canje, sin resultado. Se ignoraba la suerte de los once cautivos, héroes y mártires. Cuando volvió Echaide con nuevas tan tristes, la pesadumbre del caballero fue extremada. Creyó a Zoilo perdido para siempre; vio frustrado el soberbio plan moral que era su ilusión más risueña: devolver a Luchu a su familia, y reconstruir esta sobre bases inconmovibles. La pasmosa suerte del bilbaíno le había hecho al fin traición, y sus teorías del querer firme fallaban por primera vez. Algún dato más, recogido de los labios de Ibero, añadió Echaide, a saber: que dos días antes se presentó el padre de Arratia en la brigada, con salvoconducto en regla y cartas de recomendación de Van-Halen y Buerens, y que sabedor del desgraciado caso, había partido para Estella en busca de su amigo Guergué, por cuya mediación esperaba libertar al pobre chico si no le habían quitado la vida. Desorientado en sus ideas, lleno de acerbas dudas, mandó D. Fernando picar hacia Estella sin dilación. Tres nombres giraban en su mente describiendo círculos de fuego: Maroto, Zoilo, D. Sabino.