XXV

Salió con un niño en brazos...

Salió con un niño en brazos. Sólo diciéndolo más de una vez se expresa la tardanza del observador en darse cuenta de aquel caso natural, tan natural que ya en los últimos nimbos de su pensamiento lo había previsto. Pero tardaba en creerlo, y mirándolo, viendo a la madre, como nunca hermosa; viendo al chiquillo, que parecía robusto, alegre, deseoso de vivir, hubo de añadir a la evidencia la confirmación de la palabra, y dijo: «Es ella con su niño, con su niño... porque suyo es... Se le ve que es suyo».

Venía Doña Aura mal vestida, y un tanto despechugada, señal de haber dado la teta poco antes. No hacía más que saltar al chiquillo, que al sentirse bañado del aire y del sol empezó a echar unas carcajadas graciosísimas, elevando sus manos rojas. Saltaba en los brazos, y ella le decía mil ternuras, y a estas seguían tantos, tantos besos, que el chico protestaba, prefiriendo los saltitos al refregón pegajoso de los labios de su madre. Avanzó hacia el lavadero; pudo verla D. Fernando a una distancia como de seis varas, y reconocer su hermosura, no disminuida, sino antes bien realzada por nuevas bellezas... El color era más moreno; pero en su tez resplandecía la salud; su seno, más abultado, hacía resaltar la flexibilidad de su talle. El chiquitín parecía de cinco o seis meses, de notable desarrollo y viveza... Por un momento se vio D. Fernando sorprendido por la idea de que el niño se le parecía... ¡Qué disparate! Era su pena, que al desgajarse en aquella inmensa emoción, fluctuaba entre lo inconsolable y los consuelos comunes, impropios de un criterio sano. Observándole bien, vio que el niño era el retrato de Zoilo; tenía los ojos de su padre, y en ellos la chispa del querer fuerte.

Dio Aura la vuelta por entre las coles, y mostraba a su hijo el gallo y las gallinas, queriendo que entrara en conversación con ellas por el lenguaje de pipís... «¡Y esta es la mujer que hace un año andaba loca por los caminos -pensó D. Fernando-, corriendo tras el problema de su vida! ¡Y al fin la Naturaleza se lo ha resuelto de un modo muy contrario a sus deseos de entonces! ¡Oh Dios, oh grandeza del tiempo y de la realidad! Pensé encontrar una lunática, y me encuentro la razón misma. Creí encontrar una enferma, y me encuentro una madre. Se ha curado dando vida a otro ser. Este caballero de meses, este nuevo Arratia, nos ha conquistado a todos, nos ha devuelto a todos la vida, la calma, la salud, quitándonos de los puestos que habíamos tomado en el terreno antiguo, para ponernos en nuevo terreno. ¡Oh vida, oh naturaleza!... ¡Y nosotros, enfatuados con la idea de buscar la solución en nuestras pasiones, en el juicio nuestro, cuando nuestro juicio no es más que un pobre ciego sin lazarillo!... Debo hacerme justicia, diciendo que yo había previsto este caso; sí, lo había previsto...».

Fuera por lo que fuese, ello es que D. Fernando, lastimado por lo mismo que admiraba, apartose del ventanucho y se sentó, sosteniéndose en las manos la cabeza, que por la gran pesadumbre de sus ideas difícilmente se conservaba erguida. Largo rato permaneció en aquella postura, viendo pasar por la obscuridad de su pensamiento una triste procesión de imágenes, el maravilloso hallazgo de Aurora Negretti en casa de la diamantista; el rostro de esta, trasunto de María Antonieta guillotinada; las figuras burlescas de Milagro y Maturana, y por fin la persona de Aura en distintos aspectos, siempre hermosa, interesante, espiritual, resplandeciente de ingenio y hechicera gracia... Vio la escena de Bilbao, la horrible decepción, que parecía desenlace trágico-tonto y no lo era, pues el verdadero desenlace lo había traído aquel lindo mocoso, que acababa de tomar el pecho y pronto a tomarlo volvería. Las rebeldías de ella, sus dudas horrorosas causantes de locura, ya no eran más que el recuerdo de una dolencia curada, sin dejar ningún rastro. Nada de aquel trastorno podía volver. El chiquillo era el médico, era también el amo, y su existencia a todos imponía vida nueva y nueva conducta.

Al asomarse de nuevo, Aura estaba sentadita en un banco de piedra frente a la casa, dando de mamar a la criatura. Veíala de espaldas, frente a Prudencia, que en pie exhibía su figura procerosa a la admiración del observador. Este la encontró vulgar, antipática. No podía menos de odiarla; a todos perdonaba D. Fernando menos a la tarasca intrigante, autora de tantas desdichas. Y al fin no había manera de negarle el triunfo... ¿Habría sido aquella mujer instrumento de la Providencia?... También se hizo el caballero esta pregunta, y por cierto que no supo qué contestarse. ¡Estaría bueno que la obra de Prudencia fuera la mejor, la más lógica, y que los equivocados fuesen los demás y no ella. ¡Oh tiempo, juez y maestro, definidor augusto, eternamente sabio!...

Ocurrió después que asomadas a su balcón las niñas de Morentín, Aura las vio, y ya tapado el pecho y el chico harto, se vino hacia esta parte saludándolas con mucho afecto. «¡Rey!... mira, mira las nenas...». Y las nenas le decían mil ternezas, y a ella otras tantas. «¡Qué guapa está usted!... ¡Ay!, cada día más hermosa, rebosando salud... Y el cachorro como una bola de manteca... ¡Hija, qué bien lo cría usted... da gusto verle, qué guapín!... vaya unos ojos asustadicos. Parece que quiere decirnos algo...». Y Aura repetía: «Es un pillo: no saben ustedes lo tunante que es... Pero malo, malo de verdad». Luego los besos restallaban como cohetes. Fernando se retiró otra vez con el corazón traspasado. Tanto besuqueo le lastimaba.

No tardaron en entrar en el aposento Don Eustaquio y Doña Marta. «¿Pero qué le pasa a usted? -le dijo esta-. Parece que ha llorado».

Sí, señora. Padezco una enfermedad muy rara: ello es cosa antigua en mí. Empiezo con dolor de corazón, y acabo echando un poco de agua por los ojos. Agua, nada más que agua.

Le compadeció la señora, asegurando que para males de tal naturaleza no había mejor remedio que el comer. Pronta estaba ya la comida, que era de las más elementales: tortilla y un plato hecho al horno por Pertusa, con pan, huevos, tocino, alubias, queso y castañas. Era D. Eustaquio un gran cocinero, que sabía improvisar manjares exquisitos con las provisiones de la despensa más pobre. A comer, y a dejarse de penas y de echar agua por los ojos.

Comiendo en modestísima mesa, con pobre y muy blanco mantel, vajilla desportillada y cubiertos desiguales, pero todo limpio como el oro, charlaron de diferentes cosas. La conversación se inició con el tema de la familia de Arratia, diciendo las señoras que trataban a Doña Prudencia y su sobrina sin otro motivo que el de la vecindad. De Aura sabían que a poco de casarse padeció una endiablada enfermedad nerviosa, a consecuencia de un susto; se le trastornó el sentido tan gravemente que no podían sujetarla, y se lanzó a los caminos, buscando a un príncipe imaginario, héroe de los cuentos infantiles. Recogida por la familia, siguió a su locura una temporada de sosiego y de armonía matrimonial; y al fin, ya estaba la guapa moza curada del modo más feliz, sólo por la virtud de su alumbramiento, que le hizo revolución en la naturaleza, y por el gozo que le daba el verse madre de tan precioso niño. Mas como nunca hay dicha completa, la familia lloraba la ausencia del hijo, sobrino, esposo y padre, el cual era un valentón a lo D. Quijote y una cabeza desclavijada. Quince meses o más iban transcurridos desde que se lanzó con otro loco bilbaíno en busca de aventuras, y a la fecha no se tenían de él noticias directas. Sabían que estuvo preso en la cárcel de Miranda; que luego le cogieron y embaucaron los cristinos, afiliándole en sus infames ejércitos, infortunio grande, ¡ay!, pues más vale la muerte que el pecado y desdoro de pelear contra Dios. Añadieron que las últimas noticias, recogidas de la misma Aura la tarde anterior, eran que el Zoilo vivía y andaba con ese Zurbano, luciendo su bravura, y que D. Sabino había salido nuevamente en su busca, para rescatarle del cautiverio cristino y traerle a su familia y a las dulzuras de su hogar. La tal Aurora era una madraza, sin más demencia que el amor de la criatura, y como esta viviera, no había que temer nuevos arrechuchos. Así lo aseguraba la sabia Prudencia, cuya cabeza reunía la ciencia de veinte doctores. Todo su afán era recobrar a Zoilo, quitándole de la cabeza las locuras guerreras, y cuidándole para padre, pues convenía traer al mundo tres o cuatro criaturas más, con lo que se aseguraba la conformidad y curación de la mujer. El matrimonio viviría pacífico y dichoso, y mientras más fecunda fuese Doña Aura, más y más felicidades vendrían sobre la familia.

Oyó estas cosas Calpena cuidando de ocultar el interés que en él despertaban. Por no infundir sospechas no preguntó nada referente a Ildefonso Negretti, y siguió a las niñas en el sesgo político que dieron a la conversación. «No puedo creer -dijo Doña Marta-, lo que ayer oímos: ese fantasmón de Maroto ha separado a trescientos oficiales sólo porque pertenecen a la divina intransigencia, que es el partido de S. M.».

-Pues créanlo -dijo el Epístola-, que del D. Rafael no hay que esperar cosa buena.

-Y mientras no le quiten de en medio -añadió D. Fernando-, no se enderezará la Causa, que está bastante torcida, como una torre que se quiere caer.

-¡Caer no, Jesús! -exclamó Doña Rita echando lumbre por los ojos-, que aún tiene el Rey a su lado muy firmes puntales. El señor Arias Teijeiro, que en cuanto habla parece inspirado por el Espíritu Santo, ha dicho: «Señor, los brutos llevarán a V. M. a Madrid».

-Y los brutos -agregó Doña Marta-, son los limpios de corazón y al propio tiempo valientes y arrojados; que el arte de las armas es por naturaleza rudo y se da de cachetes con las letras; y el heroísmo no casa con esas matemáticas que traen acá los militronches de planitos y anteojo.

-Ello es que la Causa, señoras -dijo Calpena suspirando-, anda revuelta, y los que adoramos al Rey vivimos con el alma en un hilo. Y ahora, para afligirnos más, nos salen con que la sacra y católica Reina también se tuerce, queriendo transacción, que es decir ¡viva Maroto!

-Eso sí que no lo creo aunque me lo aseguren frailes capuchinos -dijo Doña Marta palideciendo-. ¡La Reina, la señora Reina... transacción...!

-Es que anda por ahí una nube de pillos -afirmó Pertusa-, pagados por Muñagorri o por Espartero, que sirven al demonio echando a volar mentiras. A mí me han dicho ayer que Maroto aseguró a Su Majestad que le aceptarán los liberales si les concede una chispita de Constitución y unas miajas de libertad de la imprenta.

-Sí, sí: con eso y con que se declarara que no hay Dios, ya estábamos todos iguales. Una de dos: o Maroto dimite, o le arrancarán de las manos el bastón. Para esto se necesita un hombre.

-Un faccioso de ley.

-¿Qué hombre hay aquí capaz de colgarle el cascabel al gato?

-Hay uno, sí: Guergué.

-Pues Guergué -dijo Pertusa dándole mucha importancia-, y otros dos espadones de mucho brío que no quiero nombrar... en fin, los nombro, pero bueno es que guardemos reserva...; pues Guergué y los generales D. Francisco García y D. Pablo Sanz le tienen armado el cepo a D. Rafael, y ustedes han de verle pronto cogido por una pata, ya que por la cabeza...

Como el que despierta de un sueño, Don Fernando recayó de súbito en la realidad de sus obligaciones, diciendo: «El tiempo vuela... ¿Qué tenemos que hacer aquí?».

Miráronle con asombro las niñas, pues más le creían perezoso que impaciente, y una de las dos (no consta cuál) le preguntó si había de distribuir en el propio Durango más partijas del donativo de su señor. Con el tumulto que en su mente habían levantado las recientes emociones, se le fue de la memoria el embuste urdido para justificar su entrada en la casa; y al caer en la cuenta de la torpeza con que contestó a la niña, no se cuidó de enmendarla.

«Muy agradecidos estamos a la hospitalidad de las señoras -dijo-; pero tenemos mucho que hacer, y nos retiramos».

Mirábale Pertusa, queriendo penetrar el motivo de aquella súbita retirada; y por no aparecer desacorde con su compañero, repitió: «Tenemos, sí, mucho que hacer. Es mediodía». Y las niñas desconfiadas, alzando manteles y recogiendo loza, dijeron: «Entendimos que en casa permanecerían hasta la noche... La verdad, pensábamos que querían ocultarse, y ni sabíamos ni pretendemos saber el motivo... Pero, pues no hay ocultación, más vale así».


-Bien podemos -dijo D. Eustaquio-, andar por todo el pueblo con nuestras frentes muy altas, pues aquí, que yo sepa, no ha tendido sus redes el marotismo... Y si las señoras no lo llevan a mal, volveremos, y nos darán la satisfacción de leernos algunas de las composiciones poéticas, producto del ingenio de mi señora Doña Marta.

-¡Ay, no, no, D. Eustaquio, por Jesús vivo! -exclamó ruborizada la señora, en la puerta de la cocina, secando un plato que acababa de fregar-. El pobre ingenio mío no merece tales honores. Si me entretengo a ratos perdidos en jugar con las musas, hágolo para mí misma, para nosotras, o para personas sencillas, no para que se rían de mí los ilustrados, porque usted, Pertusa, tiene estudios, y el señor, por bien que lo disimule, no es lo que parece.

-Sea yo lo que fuere -declaró D. Fernando sonriendo-, tendré mucho gusto en oír los versos de la señora. Se me ocurre que si quiere usted dar las gracias a D. Beltrán, lo haga en una linda décima, como es uso y costumbre en las personas agradecidas que saben metrificar.

-¡Oh!... ¡qué compromiso! ¡Por Dios, Blas!... Pues no es floja encomienda la que usted me da.

-Y ello, la verdad, no puede ser más razonable -agregó la otra, ruborizándose también por cuenta de las dotes poéticas de su hermana-. Sí, Marta: compón la decimita, que ha de ser muy grata al Sr. de Urdaneta.


-Y esta tarde -afirmó D. Fernando-, volveremos nosotros a recogerla. Ea, que no perdono la décima. No valen modestias aquí. Y si quiere usted componer otra a la Majestad del augusto Monarca, será miel sobre hojuelas.

-Tema -dijo Pertusa-: Carlos el Grande corta las cabezas de la hidra marotista para fundar sobre ellas su trono.

-¡Ay, ay, ay, qué magno asunto!... Eso no es para mí. Señores, no, no... Mi lira es un guitarrillo humilde... Para eso se necesita trompa... y lo que es trompa... no, eso no me ha dado Dios.

-Pues con trompa o con guitarra -dijo Fernando, ansioso de salir-, las décimas estarán listas para cuando volvamos. Señoras, dispénsennos... Hacemos falta en otra parte.

Aún quiso D. Eustaquio, bromeando, entretener algunos minutos; pero a Calpena se le caía la casa encima; quería salir pronto, huir, ponerse lejos. Cogió por un brazo a su compañero, y repitiendo las cortesanías se despidió de las señoras, que hasta la salida les acompañaron, insistiendo Doña Marta en empequeñecer sus facultades poéticas, y en ponderar la magnitud del literario compromiso en que sus huéspedes la ponían. Cuando se cerró el portalón dejando dentro las dos caras de gatitas blancas y relamidas, D. Eustaquio preguntó a su compañero si volverían, y la respuesta fue: «Como el humo. Cumplido el objeto que aquí nos trajo, doblemos esta hoja; y adiós para siempre las niñas de Morentín, adiós su casa... y su vecindad. Historia pasada... mundo concluido».