XXVII

Al pasar por Irache, ya próximos a la ciudad, supieron que Maroto había entrado algunas horas antes, y que alborotados pueblo y milicia, se esperaba una colisión sangrienta entre los dos bandos que se disputaban la opinión y el imperio. Llegados al puente que da ingreso a la ciudad frente a San Pedro, vieron mucha tropa en las inmediaciones del castillo. Hallando cortado el paso para el parador, hubieron de dar un gran rodeo por la ciudad para dirigirse a los Llanos, y al pasar por la plaza vieron muchedumbre de soldados que a paso de carga traían a un clérigo amarrado codo con codo, entre vociferaciones brutales y despiadadas. No tardaron en saber que el tal no era sacerdote, sino el General D. Francisco García, que se había disfrazado con sotana y manteo para escapar. Minutos después vieron conducido entre bayonetas a un hombre pequeño y rechoncho, de fiera catadura, cabello hirsuto, ojos sanguinolentos, la boca espumante. «Es Guergué -dijo Echaide en voz baja-. ¡Mal día para los impostólicos!...». Con no poca dificultad, por causa del gentío que azorado corría de una parte a otra, lograron ganar el parador, y allí supieron que los cabecillas apostólicos, ayudados de paisanos y clérigos, tenían preparada una sublevación contra Maroto, habiendo seducido previamente a dos batallones navarros que al aproximarse aquel salieron a tomar posiciones. En la entrada de Estella por los Llanos y por el camino de Puente la Reina, habían comenzado a levantar barricadas; pero D. Rafael anduvo más listo, presentose como llovido del cielo, y tomó medidas perentorias y radicales en el momento mismo de poner el pie en la ciudad.

¿En qué se fundaron los netos para proceder así contra el General? Se habían interceptado papeles en que Maroto y Espartero concertaban la paz, transigiendo el uno en el reconocimiento de grados, el otro en aceptar un poquito de Constitución con algo de libertad de conciencia. Estos papeles existían y se mostraban de mano en mano; mas eran falsos, obra de los calígrafos del absolutismo, o de los fueristas de Muñagorri. Ello es que Maroto puso corto espacio entre su llegada y el acto audacísimo de meter mano a sus enemigos, cogiéndoles en sus domicilios, en la calle, o donde quiera que se les encontraba. No les dio tiempo a nada, y en un instante se les cambió la festiva tramoya en trágico desenlace, las burlas en veras. Pasando el General por la calle Mayor para dirigirse a la Merced, desde un balcón fue saludado con risas y chacota. Media hora después, en aquella misma casa era preso el intendente D. Javier de Uriz, rabioso apostólico. A las cuatro horas de la entrada de D. Rafael, ya estaban en el castillo los Generales Guergué, García y Sanz, el Brigadier Carmona, el Intendente Uriz y el oficial de la Secretaría de Guerra, D. Luis Ibáñez. Cogidas las seis cabezas del motín, no se entretuvo Maroto en futesas de procedimientos jurídicos y militares. Sin consejo de guerra, sin auxilio religioso, sin otro trámite que cargar los fusiles y formar el cuadro, fueron pasados por las armas de dos en dos. Allí quedaron las seis cabezas de la hidra hechas pedazos. El estupor no les dio tiempo ni aun para protestar del bárbaro suplicio. Se enteraron cuando se les mandó ponerse de rodillas. Nadie se cuidó de vendarles los ojos. Guergué gritó: viva el Rey, viva la religión; en el rostro del intendente se mezclaron las lágrimas con la sangre. Los demás gritaron: «¡canallas, traidores!», y todo acabó.

Retenes de tropa recorrían las calles, y aquí y allí continuaban haciendo prisioneros. Mudo, paralizado de terror, el vecindario se refugiaba en sus casas atrancando las puertas. Cerráronse los comercios; no se veía un clérigo en las calles, y algunas iglesias se incomunicaron con los fieles devotos. Ordenó Echaide a los suyos que no saliesen, y en las cuadras del parador, en el despacho de bebidas y en los comedores próximos, los parroquianos habituales no volvían aún del susto, ni osaban expresarse con la libertad de otros días. Llegada la noche, la ciudad ofrecía un aspecto terrorífico: con sus tinieblas y su silencio parecería una ciudad muerta si los ruidos de tropa no dieran señales de vida, semejantes a una palpitación febril.

Mientras llegaba la ocasión de acudir a la cita que se le había dado en Vergara, Don Fernando no perdía ripio para buscar el rastro al padre de Zoilo, suponiéndole en Estella, y a cuantos guipuzcoanos o vizcaínos vio en el parador interrogaba, añadiendo que traía un encargo para dicho sujeto. Por fin, después de mil indagaciones inútiles, dio con un vizcainote inválido, buen bebedor y atrozmente sedentario, por obligarle a ello su obesidad y su pierna izquierda, que era de acebuche. Resultó que el tal había visto el día anterior al D. Sabino Arratia, con quien tuvo algún conocimiento en Bermeo y Elorrio, y hablaron un rato breve, lo bastante para enterarse de que venía en seguimiento de uno de sus hijos, prisionero. «Mas ahora caigo -añadió el cojo-, en que no será fácil que le encuentres. Era, según me dijo, amigo y compadre de Guergué, de quien esperaba la salvación del mozo, y muerto el General de este modo trígico, el pobre señor se habrá metido siete estados bajo tierra, o habrá echado a correr huyendo de la chamusquina. Yo me le encontré saliendo de la parroquia de San Miguel, a punto de que él entraba. ¿Sabes?, es la iglesia que está en un alto, en el centro del pueblo. Nos conocimos; el hombre se echó a llorar, porque es muy lagrimero. Me dijo que si el hijo, que si Guergué, que si tal, y nos despedimos: él entró a rezar... Es aquella la iglesia que más le gusta, por ser la más recogida... Allí se pasa todo el tiempo que le dejan libre sus diligencias. Como no le cojas en San Miguel, en Estella no le busques».

Tempranito se fue Calpena a la mencionada iglesia, y el toque de misa que oía, cuando a ella se aproximó, alegraba su corazón. Entró, admirando la severa puerta románica y el interior sombrío, que impresionaban por su riqueza arqueológica y por su ambiente sepulcral, con olor de tierra húmeda y de ataúdes podridos. Sólo dos ancianas oían misa: no había más varones que el cura y monaguillo... Salió D. Fernando, y por aprovechar la mañana dirigiose al Santuario del Puy, al que por larga cuesta se asciende desde el hospital próximo a San Miguel. También en el Puy tocaban a misa; vio que algunas viejas y un mendigo entraban delante de él. Cobró esperanzas, deseó con viveza encontrar lo que buscaba, imitando el querer ardiente de Zoilo, y por aquella vez no fue ineficaz la efusión grande de su espíritu, porque a poco de entrar en la iglesia, y cuando sus ojos se habituaron a la obscuridad que en ella reinaba, distinguió un bulto, un hombre de rodillas, al cual sin mayor examen tuvo por el propio D. Sabino Arratia. No se movía el pobre señor, que más bien parecía fúnebre estatua, y a ratos se llevaba el pañuelo a los ojos como para limpiarlos de la humedad luctuosa que de ellos afluía. Oyó la misa con suma devoción; oyéronla Calpena y los demás en corto número asistentes al acto, y cuando este terminó y hubo visitado tres altares el señor desconocido, se le acercó D. Fernando, y a boca de jarro le dijo: «¿Es usted D. Sabino Arratia?».

-Yo no... no, señor -replicó muy asustado el tal-. ¿Qué quiere usted?... ¿qué se le ocurre?

-No se me ocurre más sino que es usted D. Sabino Arratia -añadió Calpena, que en el parecido con Luchu le reconocía-, y hace usted mal en negármelo, porque soy su amigo y no le causaré daño alguno.

-Pues sí... yo soy... Ya ve usted... Con estas cosas... ¡Ay de mí! -dijo el bilbaíno sollozando y acudiendo a sus ojos con el pañuelo-. ¿Puedo saber quién eres?... ¿quién es usted?... porque aquí estamos todos con el alma en un hilo... y aun dudamos si somos vivos o muertos.

-Estamos vivos. ¿Y Zoilo...?

-Vivo también.


-¿Dónde?

-Aquí, en el Santo Hospital... ¿Es usted su amigo?... ¿Conoces a Luchu?... Salgamos si le parece.

-Salgamos, sí señor.

-Somos amigos. Ya comprendo la terrible situación de usted. Vino aquí fiado en la amistad de Guergué, que era su compadre, padrino de Zoilo, y allí donde creía encontrar usted un protector... encuentra un cadáver...

-¡Pero has visto qué crueldad, qué salvajismo! ¡Ay!, no comentemos. ¿Puedo saber quién es usted?

-Un amigo de Zoilo, que le sacará del hospital, de la prisión, o de dondequiera que se halle.

-¡Oh, señor...! -exclamó D. Sabino, que con sus ojos llorantes se quería comer el rostro del caballero-. Prisionero y enfermo está, ¡qué dolor de hijo! Todo por su temeridad... ¡Qué cabeza, señor!

-¿Le ha visto usted?

-¡Si no me ha dado tiempo ese condenado Maroto fusilándome!... a mí no... a Guergué, el mejor de los hombres, el amigo más cariñoso... Pero dime tú, diga usted, ¿es este el mundo criado por Dios, o es otro que nos han traído del infierno? Yo digo que están condenados cuantos sostienen esta guerra, reyes y reinas, archipámpanos y ministriles... ¡Qué dolor! Y todo por un papelito, la Pragmática Sanción... ¿Estamos todos locos, o somos tontos de remate? En ello pensaba yo mientras oía la santa misa... ¿Acaso sabes tú, sabe usted, en qué vendrá a parar esto? Aquí tienes a un hombre que se aguantó todo el sitio de Bilbao a pie firme, padeciendo aquellas terribles hambres, hijo, y el continuo caer de bombas. Pues terminado el sitio, y cuando en el pueblo entró la felicidad, para mí y para mi familia empezaron las mayores desdichas que es posible imaginar. No puedo recordarlo sin que se me llenen los ojos de lágrimas.

-Volvamos a lo presente. ¿Desde cuándo no ve usted a Zoilo?

-Desde que sin mi permiso, y contra la voluntad de toda la familia, se lanzó a quijotear, en Octubre del 37, siendo en sus aventuras tan desgraciado, que al intentar la primera se ganó cinco mesecitos de cárcel... Después se me mete con los cristinos. Siempre fue el chico muy guerrero, con grandísima disposición para las armas, y una valentía y una terquedad que más parecen divinas que humanas... Pues, como digo, me le cogen los cristinos, y ya está loco el hombre... Tan pronto acudo a consolar a la familia, como a perseguir y a rescatar a mi caballero, y en este trajín se me van meses y meses... Parezco yo también un Tío Quijote, buscando lo que no hallo, y recibiendo en todas partes sofiones y descalabraduras... Si a usted le parece, sentémonos en esta piedra, que estoy desfallecido. Pues verás, verá usted... Hasta Julio del año pasado no supimos que estuvo mi hijo en la acción de Peñacerrada. Yo me hallaba entonces en Vitoria aguardando una ocasión de abocarme con el pobre Guergué... También le digo que si mi Zoilo es más guerrero que el propio Marte, a mí no me ha llamado Dios por ese camino, y nada me turba y descompone tanto como los espectáculos de lucha y muertes. Tiemblo al oír tiros, y si me aproximo a un campo de batalla, éntrame sudor de agonía... Ni con cien salvoconductos me atrevía yo a penetrar entre las hordas de Zurbano... Me acercaba, y retrocedía... Mejor me acomodaba entre carlistas, porque siempre me tiró de ese lado mi fervor religioso... la verdad, te digo la verdad... Si mi Zoilo se hubiera metido a guerrear por la Fe, fácil me habría sido cogerle y retirarle de la milicia; pero entre cristinos no me hallo... no respiro... El aire que anda entre ellos me huele a libertad de cultos, libertad de la imprenta y pueblo soberano... No, no... Mil veces pensé abandonar al chico, dándole por perdido para siempre; mil veces me llamó el amor que le tengo, y volví a rondarle, siempre medroso, siempre desconfiado... Dios me decía: «ve por él y sácale de la sentina»... y yo iba a la sentina y me acercaba, y tenía miedo... y... Por fin, desesperado, me aboqué con el General Van-Halen, el cual me agregó a un convoy que llevaba socorros a Zurbano. Vi a este en Dicastillo; me echó muchos ajos, me trató con desprecio, ensalzando a mi hijo, y llamándome obscurantista y retro... no sé qué. Pero, en fin, diome las noticias que deseaba, y a Estella me vine. Por llegar, mira tú qué suerte, me entero de que Zoilo está en el hospital... «Esta es la mía», dije para mí; y me fui en busca de Antonio Guergué... De chicos jugábamos en los Cantones de Bilbao... Encontrele muy inquieto... ¡Toma, como que estaba urdiendo el golpe para hundir a Maroto! Con mal cariz me dijo: «mañana»... ¡Mañana! Aquel mañana de Guergué fue ayer, hijo, y ¡pum!, fusilado... y yo muerto de ansiedad, de miedo... lo diré todo, muerto también de hambre... ¡ay dolor!... Si eres caritativo, como parece, y no temes andar por la ciudad, llévame a donde yo tome algún alimento, pues desde ayer por la mañana no ha entrado en mi cuerpo cosa caliente ni fría.

Compadecido del infortunio, así como de la flojedad de ánimo del pobre señor, D. Fernando le agarró el brazo para llevársele a su posada. Por el camino, a pesar del tranquilo continente del que ya se había constituido en su protector, no se recobraba de su horrible susto el buen Arratia, receloso de cuanto veía, temiendo engaños y traiciones. «Bien comprendo -decía-, que eres, que es usted marotista, y no me pesa. Si me apuran, no creo lo que ayer se decía de tratos nefandos para que D. Carlos nos dé la libertad de conciencia. Y pues Maroto ha venido a ser el amo, tráiganos una paz decente, con la religión sobre todo, y debajo de la religión el rey o reina que nos quieran poner... ¿A dónde me llevas? ¿A tu casa? Si eres militar, ¿por qué vistes de carbonero, y si eres carbonero, dónde demonios has conocido a Zoilo, y por qué te interesas por él?... Párate un poco, que me canso horriblemente... Ya estamos en la plaza... Por aquí llevaron al pobre Guergué como se lleva un cerdo a la matanza, ¡ay!, y al General García vestido de sacerdote... Al verles, creía que de terror me moría... Otra cosa: ¿cómo te llamas?... ¿Cuál es la gracia de usted?... Perdona: con el hambre que tengo, hasta se me olvida la buena educación... Sigamos otro poco. ¿Falta mucho todavía? Ya no puedo tenerme... Pues sí, hijo mío: venga pronto la paz, sea como quiera, con tal que no toquen a la religión sacratísima, ni al clero, ni a sus bienes raíces, ni nos metan en casa la libertad de pensar... ¡Ay, qué ganas de llorar! Deja que me seque los ojos... Pues tan extenuado me encuentro, que ahora daría yo todos los dogmas por unas sopas de ajo bien calientes, con chorizo... ¿Falta mucho?

Pronto llegaron, y lo primero que hizo D. Fernando fue ponerle delante cuanta comida encontró, y bebida sin tasa. Gozaba viéndole comer, y el hombre se mostró muy agradecido, y con mayor luz en la mollera para dar a sus pensamientos claridad y fácil expresión... «¡Oh, qué bueno es Dios -exclamaba mirando al techo, por no haber allí cielo que mirar-, y qué excelente cordero es este!... Cuando más desconsolados vivimos, se nos aparecen las buenas almas. Es usted un ángel, Aquilino, un ángel sin alas. Repito que no me asusta Maroto, y que bendeciré la paz que nos traiga, si no vienen con ella libertades de pensar... El dogma sobre todo... Vino de ley es este, ¿verdad?».

Satisfecha el hambre, se caía de sueño, como quien pasara la noche anterior al raso, sin atreverse a entrar en su vivienda, que era la misma donde el pobre General García se había disfrazado de cura. Llevole Calpena a un camastro, donde le dejó bien arropadito, sin cuidarse más de él, porque otras graves obligaciones le llamaban. Echaide y el mozo se miraron, añadiendo pocas palabras a lo que con los ojos se decían. Había llegado la hora. Fuéronse los dos a la residencia de Maroto sin rodeos ni precauciones, que en tal ocasión no se necesitaban; quedose a la puerta Echaide, y entró Quilino con una caja de puros, abierta, dentro de la cual había puesto un papel que en gordos caracteres decía: Inquisivi.