Vergara/XXIV
XXIV
-No soy de Cintruénigo, sino de Ablitas -replicó D. Fernando muy cortés, olvidado del lenguaje baturro que en aquella tierra fingía, y adoptando su natural dicción-, y traigo para las señoras un encargo del señor D. Beltrán de Urdaneta, mi amo.
Mudas de asombro, las dos damas hicieron intención de santiguarse, y después cruzaron las manos. Entretanto, Calpena pensaba que era muy conveniente abordar sin circunloquios el asunto, para ganar tiempo, para inspirar confianza.
«¡Jesús mío... Beltrán...! ¿Pero es cierto? ¡Acordarse de nosotras Beltrán!» -exclamó la una mirando a la otra.
-¡Beltrán, ay!... ¡Si no le hemos visto desde el año 5, cuando...! ¡Qué confusión en mi cabeza!
-Sí, mujer: ¿no te acuerdas? En Noviembre del año 5. Estando nosotras en Tudela, fue a comunicarnos, por encargo de padre, la triste noticia de la muerte de nuestro hermano D. Luis en Trafalgar.
-¡Oh, Beltrán, Beltrán!... Hace cinco años, a la muerte de Fernando llamado VII, supimos que vivía el primer noble de Aragón, y que andaba un tanto decaído de intereses.
-Pues aún vive y está bueno -dijo Pertusa, conforme a la lección que su amigo y él llevaban bien aprendida.
-Y su decaimiento de fortuna -añadió Calpena, aceptando el asiento que las señoras le señalaron- se ha trocado ahora en grandeza y abundancia, porque, verán ustedes... ¡qué suerte de hombre!, un tal Francisco Luco, que en la guerra del Maestrazgo perdió a sus hijos, dejó a D. Beltrán por heredero de todas su riquezas, consistentes en cincuenta o sesenta ollas de dinero... no recuerdo el número... sepultadas en diferentes puntos. Desenterradas lleva ya como unas cuarenta y pico, y el dinero lo vamos transportando a Cintruénigo, donde hay una estancia no más chica que esta llena de sacos de onzas y medias onzas...
Las dos niñas se miraban absortas, y luego se pasaban la mano por la cara como dos gatitos que se relamen limpiándose los hocicos. No acababan de creer lo que oían, maravillas de cuentos infantiles.
-Y como es D. Beltrán caballero muy hidalgo y generoso, hecho a mirar por las desgracias ajenas antes que por las propias, decidió repartir la mitad de aquellos caudales entre familias de su conocimiento que se hallan faltas de recursos. Cuatro criados del Sr. D. Beltrán andamos en este trajín del reparto, y a mí me ha tocado la tierra de Vizcaya, y todo el señorío pobre que traigo en esta lista...
Diciendo esto, sacó el papel en que trazado habían una luenga cáfila de nombres y pueblos, y después de mostrarlo a las señoras, que en su aturdimiento y estupor apenas pudieron enterarse de lo que veían, echó mano al cinto y dio a luz una onza. Momentos antes había pensado, generoso, duplicar la cantidad presupuesta, por la profundísima lástima con algo de respeto que la digna pobreza de las nenas de Morentín le infundía.
«Esto es lo que corresponde a las señoras, según mi lista. Pero podrá tocarles mayor cantidad, pues el amo me encargó que lo resultante de las partidas fallidas lo repartiese a la vuelta entre los existentes. A muchos no les hallo; otros han muerto, dejando algún acomodo a sus familias...».
Cogió Doña Marta la onza no sin cierto recelo; pasó después la hermosa pelucona a las manos de Doña Rita; la miraron y remiraron por un lado y otro. De una mano que la sobaba pasaba a otra que la movía para ver el reflejo. ¿Creyeron las señoras la burda historia tramada por los dos hombres? Si estos no la inventaron mejor y más fina, fue porque no lo creían necesario. Una de las niñas, la que, según los informes de Pertusa, hipaba por la poesía y el latinismo, se tragó sin esfuerzo el voluminoso embuste; la otra, más práctica y reflexiva, debió de ponerlo en cuarentena; pero esta divergencia de impresiones no impidió la unanimidad de aceptar y guardar la onza, expresando gratitud al mensajero y pidiéndole noticias de la familia de Idiáquez. Diolas cumplidísimas D. Fernando, y agregaron las señoras que habían tenido cuatro años antes carta de Doña Juana Teresa, mandándoles regalitos y un delicado socorro metálico, que agradecieron con toda su alma; escribieron ellas, y hasta la fecha no habían vuelto a tener noticia. Amplió Calpena sus informes con pormenores mil de las familias de Cintruénigo y Villarcayo, edad y referencias de los nietos; y después de oírle atentas y gustosas las dos nenas, dijéronle que observaban cierta discordancia entre su traje y su manera de producirse, la cual más bien parecía de caballero bien educado. A esto acudió Pertusa con la manifestación de que el mensajero de D. Beltrán había cursado estudios mayores en Tarazona, continuando, no obstante su mediana ilustración, al servicio de casa y familia tan alcurniada.
Tomó luego la palabra D. Fernando para contar cómo el Sr. de Urdaneta, que había recorrido media España con la expedición Real, al absolutismo pertenecía en cuerpo y alma, y ya se le indicaba para Ministro universal de Carlos V el día no lejano del triunfo y salvación del Reino. Profesando él las mismas ideas que su amo, podía correr libremente por el señorío de Vizcaya, sin más precaución que la de alterar un poco su facha, y hacerla más grosera y tosca, con el fin de que nadie le supusiera portador de cantidades relativamente cuantiosas. Al llegar a este punto, parecieron ambas más tocadas de credulidad: a Pertusa le conocían por sectario furibundo de la realeza carlista; el otro, que entonces veían por primera vez, parecióles más fino y apersonado que su compañero, a pesar del pelaje humilde. Recayó suavemente la conversación en los negocios de la facción, mostrándose Calpena tan entusiasta, que su fanatismo daba quince y raya al de los más feroces. Tronó contra Maroto, viendo en su doblez el origen de las desdichas del Reino; ensalzó hasta las nubes a D. Pedro Abarca, Obispo de León, que debía ser canonizado por valiente apóstol de la causa de Dios; igualmente encareció los sublimes talentos de Echevarría, Padre Lárraga y Arias Teijeiro, y terminó sosteniendo que San Fernando, San Luis y San qué sé yo qué eran soberanos de alfeñique en parangón de la extraordinaria majestad y grandeza de Carlos V.
Por fin, viendo a las dos nenas tan complacidas, amansadas ya y bien dispuestas para la última suerte, acometieron esta, tomando la iniciativa el ladino Pertusa. Uno y otro amigo se hallaban fatigadísimos de la caminata que habían hecho a pie desde Elorrio, y pedían a las señoras hospitalidad sólo por el día, ofreciendo marcharse a la noche, pues les era forzoso continuar su viaje hacia Bilbao, llevado el uno por comisiones graves de la real Superintendencia, el otro por los encargos que de Cintruénigo traía. Al pronto, las dos nenas se mostraron recelosas, balbuciendo excusas; pero tan expresivo lenguaje usó el Epístola para convencerlas, y con tanta nobleza y franca cordialidad apoyó el otro las demostraciones de su compañero, que hubieron de ceder, siempre con un poquito de escama. Agregada por Pertusa la indicación de que pagarían con largueza el gasto de una modesta comida, dijeron Doña Marta y Doña Rita que muy frugal tenía que ser, pues en su despensa no había más que huevos, algo de pan y alubias. ¡Magnífico! Pedir más era gollería.
«Mi compañero Blas -dijo D. Eustaquio, percatándose de la necesidad de bautizar a su amigo-, está más cansado que yo, y agradecería mucho a las señoras que le permitieran tumbarse en cualquier aposento de los que en la casa tienen para guardar trastos inútiles».
Tanta labia y metimiento desplegó en ello el astuto aragonés, que pasado un rato se hallaba D. Fernando en un cuarto próximo a la sala, con ventanucho que dominaba la huerta de la cercana finca. Era una pieza de techo bajo, atestada de rotos muebles y cachivaches, vestigios luctuosos del antiguo esplendor de las de Morentín, y no fue difícil improvisar en ella sobre un arcón vacío, al que se agregó una silla, cubriéndolo todo con mantas, un camastro de relativa comodidad. Encerrado el caballero en aquel cuchitril, pudo disfrutar a sus anchas del beneficio de la ventana, principal objetivo de aquella improvisada comedia. El hueco de piedra, como de una vara en cuadro, se dividía en cuatro vanos por gruesos barrotes en cruz. Excelente era el miradero, segura la atalaya, pues desde allí no sólo se veía todo el huerto vecino, sino algo del interior de la casa por las abiertas ventanas de esta. Ávido se asomó el caballero, y un rato permaneció sin ver a nadie.
Siglos le parecieron los minutos: apoyado su pecho en el muro, su corazón rebotaba contra este, marcando las ansias que transcurrían antes que la curiosidad fuese satisfecha. Por fin vio una criada, que al parecer se ocupaba en la limpieza de habitaciones. Un anciano con almadreñas atravesó la descuidada huerta, en cuyo suelo crecían hierbas lozanas. Entretuvo el caballero su angustiosa expectativa examinando los frutales sin hoja, los añosos perales de rugosos troncos arrimados a la tapia en forma de espaldera, los manzanos escuetos, las higueras derrengadas, la vieja parra de torcida y áspera cepa, agarrándose a la pared de la casa, y enganchando en el balcón sus sarmientos más altos. Junto al muro medianero, entre el corral de Morentín y la huerta de Arratia, debía de existir un pozo que D. Fernando desde su atalaya no podía ver; y junto al pozo había sin duda pila de lavar, porque a los oídos del vigía llegaba rumor de chapoteos en el agua, el golpetazo de la ropa sobre la piedra, y una voz de mujer canturreando bajito. En estas observaciones le cogió una súbita sorpresa, que fue como un rayo... En la ventana de la izquierda apareció Aura... D. Fernando, ¡caso inaudito!, tardó algunos segundos en conocerla, en cerciorarse de que era ella, y más que por el rostro y figura, la reconoció por la voz, cuando dijo a la mujer que lavaba: «María, por Dios, ¡qué calma!... Ven pronto». Desapareció de la ventana, mientras la mujer hacia la casa corría.
Dudó el caballero si lo que había visto era realidad o visión engañosa. Y de tal modo quedó estampada en su mente la imagen, que continuaba fijando los ojos en la ventana, no convencido aún de que estaba el marco vacío. ¿Había ganado o perdido en hermosura la romántica moza? Imposible discernirlo. Sólo era indudable para él que había engrosado sin perder su esbeltez y gallardía. El color había cambiado: era más morena; hasta llegó a parecerle negra. La impresión recibida fue como una serie de impresiones muy rápidas, de centésimas de segundo; la luz vibrante cambiaba el color y las líneas. ¿Había visto una imagen temblorosa en ráfagas del aire?... Pasó algún tiempo, durante el cual introducía el caballero su mirada por las ventanas, como el ladrón que prueba las ganzúas en ojos de llaves. Creyó sentir la incomparable voz; mas no pudo entender si reñía o lanzaba notas de júbilo... El sol despejó las neblinas, y se presentaba un hermoso día de invierno. Abrigada por sus altas tapias, la huerta debía de tener un temple muy grato, y la faja meridional, bien asoleada, ofrecía en las callejuelas que separaban los bancales un piso firme y seco. Apareció un gallo pintado con dos gallinas, y escarbaba descubriendo bichos que entre sus damas repartía. Un gato vino después, que se paseó con parsimonia inglesa entre las coles respigadas, buscando ratoncillos campestres; un perro de cuatro ojos, negro y con las patas amarillas, se dirigió hacia el pozo, después hacia la casa, grave y meditabundo, y se tendió al sol junto a la cepa. Pensó Calpena que todas aquellas apariciones de animales anunciaban nueva sorpresa. La primera que sobrevino no fue muy agradable, pues consistió en una mujerona alta y bigotuda, que no podía ser otra que Prudencia, la cual surgió por la derecha dando voces a otra mujer, en tono displicente. Era cosa de tendederos de ropa, de cuerdas quitadas de su sitio para amarrar un burro en la pradera, de palitroques caídos y que debían ser repuestos. Retirose por el forillo derecho encargando que no faltase leña para la tarde. Su voz desentonada continuó largo rato sonando a la otra parte de la casa, donde sin duda estaban la cocina, el corral y leñera. A poco de esto abriose la puerta central de la fachada que observaba Calpena, la que a un lado tenía la parra y encima el balcón. Abriola una mujer que barrió las baldosas del umbral y el empedradillo delantero. El corazón del galán, golpeando furioso contra la piedra del ventanucho en que se apoyaba, le decía que por aquella puerta saldría pronto la mayor belleza del mundo...
Pasó un siglo... En las medias horas veía el caballero piezas enormes, tiras sin fin de una eternidad que se desarrollaba ante su espíritu. Oyó rumor de cháchara, risas que indudablemente eran de ella. Ningún reír humano podía confundirse con el reír de Aura, y pensándolo así, el caballero apretaba con ira el barrote cruzado de su atalaya, porque era en verdad muy inconveniente que ella estuviese tan regocijada, mientras él se estremecía de dolor, amargado por los recuerdos. ¿Qué motivos tenía para tales esparcimientos del ánimo gozoso? ¿No estaba su marido ausente?... ¿Acaso habían llegado noticias de él? Era muy probable que nada se supiese, y que continuaran en la familia los temores y sobresaltos por la suerte del atrevido mozo. No estaba de más que la esposa, que bien podía ser viuda ya, mostrase un poquito de gravedad y compostura. En estas ideas le cogió un estupor, una emoción inexplicable. No veía nada, y veía un mundo salir por aquella puerta. Más bien temía, sospechaba, por misterioso aviso de su corazón, la presencia de un caso, de un hecho monstruoso y al propio tiempo bello, sublime quizás. «Ya viene», se dijo; y diciéndolo vio que Aura salía con un niño en brazos.