IX

De D. Beltrán de Urdaneta a Fernando Calpena


Villarcayo, Enero.

Joven ilustre: En estos regalados ocios, mi ancianidad se repara de sus quebrantos, y heme aquí menos vejestorio, no te rías, de lo que a primera vista represento. Hasta la facultad de ver, que era entre todas las mías la más averiada, parece recobrarse, y aquí me tienes escribiéndote sin auxilio de Nicolasita. Esta y su hermana me encargan que no deje para lo último el ponerte sus memorias; insisten en que las eche por delante, en los comienzos de la carta. Así lo hago, y relámete, ingratuelo, con los dulces afectos que te envían mis nietas. Toda la descendencia de mis queridos hijos está vendiendo vidas, lo que me regocija en extremo, porque dice Valvanera que yo he traído la salud a su casa. ¡Qué orgullo para mí...! Entre paréntesis, me hiciste mucha falta para las magnas obras del nacimiento que armé a los chiquillos, y para la venida de los Reyes, que representamos en el salón con desusada solemnidad, sin que faltaran camellos corpóreos, negros de carne, y la estrella refulgente. ¡Y tú en Vitoria, detenido por la enfermedad del eximio capellán! Gracias sean dadas a Dios por la mejoría de tu amigo. Sólo falta que decrete pronto el restablecimiento y os traiga a los dos para acá.

Ya sé que presenciaste en Miranda un suceso histórico. Fea y horripilante página te tocó, joven ilustre. Pero así se aprende. En mi campaña del Maestrazgo hube de familiarizarme de tal modo con los fusilamientos y el continuo sacrificio de seres humanos, que ya ni un ligero temblor me producían espectáculos tan terribles. ¡Bonita Historia de España están escribiendo unos y otros, mi querido Fernando! En parangón con esos trágicos anales, debemos presentar nosotros los del género festivo, de que te mandé algunos capítulos matritenses, que guardarás como oro en paño. La Providencia se encarga de encariñarme con esta para mi fácil tarea, proporcionándome activos corresponsales, que me envían, sin yo pedirlos, preciosos datos. Dime tú: ¿tienes noticia de la toma de Morella por los carlistas? ¿Sabes cómo fue? ¿A que no? Pues yo he recibido hoy mismo carta de un amigo que dejé por allá, Nicasio Pulpis, el cual, como autor principalísimo en aquel lance, me lo describe puntualmente. Antes de referírtelo, déjame filosofar un poco, déjame que sea también algo profeta, que el profetizar es propio de ancianos alumbrados por la experiencia. Pues digo que ahora, con la posesión de aquella plaza en el riñón del Maestrazgo, centro de una imponente masa de baluartes construidos por la Naturaleza, Cabrera, cuyo militar instinto y ciega bravura conozco de visu, será dueño de toda la región española que derrama sus aguas en el Mediterráneo. Pronto le verás dominando la plaza de Castellón. Ambas riberas del Ebro, desde Caspe a los Alfaques, serán suyas, y, por fin, Valencia prolífica, con sus codiciados frutos y sus lindas muchachas, caerán en la garra del fiero leopardo. Este se ha de crecer, no sólo por la importancia colosal de las posiciones que posee, sino porque su ejército y territorio se mantienen libres de la discordia y corrupción que reinan en el Norte. Lo que creó Zumalacárregui en Navarra y Guipúzcoa se desmorona por la imbecilidad del partido eclesiástico; en cambio, lo creado por Cabrera en Oriente adquiere cada día más vigor, porque allí no hay partidos, allí no hay más que la voluntad férrea de un gran soldado. El dualismo destruye la facción en el Norte; la unidad la fortifica en el Este. Verás muy pronto a Cabrera emancipándose de la autoridad de su menguado Rey, y combatiendo por un absolutismo acéfalo, que llamaremos protectorado, dictadura. He aquí, Fernandito, que lo que no han podido las realezas con el apoyo clerical y las defecciones del ejército, lo puede un pelanduscas con algunos puñados de barro popular. Apunta todo esto que te digo, para que si cierro el ojo antes de lo que deseo, veas confirmada en los hechos la profecía del humorístico D. Beltrán. Cuando la realeza falla, cuando la milicia es impotente, inepto el cleriguicio, incapaz la aristocracia, veamos, hombre, veamos si aparece algo grande y fuerte en medio del surco abierto en la tierra, allí por donde anda la reja del arado. ¿En dónde crees tú que está la energía? ¿En los señoritos, en la nube de palaciegos y empleados, en los de pluma en la oreja, en los de espada al cinto, en los asentistas y contratantes, en los que comen de fonda, en los que andan muy huecos porque han bebido algunas gotas de lo que llaman el espíritu del siglo? No sabes contestarme. Miras en derredor tuyo, y no ves la energía. Yo tampoco la veo; pero sé dónde está y me lo callo, porque no crean que chocheo, que desvarío. Y como te veo arrugar el ceño, corto aquí mi vena profética y te contaré cómo ganaron los carlistas la plaza de Morella, y el ingente castillo enclavado en risco inexpugnable. Pues salió de la plaza un aprovechado artillero cristino, más traidor que Judas, y propuso a Cabrera construir una escalerita, cuyas medidas bien tomadas dio, con la cual podían subir al castillo veinte hombres, favorecidos de la obscura y tempestuosa noche. Ello fue un asalto de teatro; vieras allí trepar a los baluartes, franqueando ásperas rocas talladas a pico, a la vil comparsa con el traidor a la cabeza. Sorprenden al centinela y le dejan seco. Apodéranse del depósito de granadas de mano, y la emprenden contra la guarnición, que acude a una defensa tardía. El Gobernador trata de forzar la puerta del castillo, ya en poder del audaz asaltante, y resbala y cae, y se disloca ambos tobillos. La guarnición desmaya, recoge del suelo a su jefe, y adiós Morella. Se largan de la plaza, viendo la imposibilidad de defenderla, una vez perdida la cúspide del fortísimo mogote, que es como un gigante con cabeza de hierro, manos de fuego y patas de granito.

¿Qué te parece de este hecho de armas? Dirás que es vulgar, villano. No, hijo: es la guerra elemental y primitiva. Ahí tienes cómo sin paralelas, ni planos, ni artillería, ni minas, ni nada de ciencia militar, se toma una formidable plaza. ¿Pero qué digo? Fundamento de la militar ciencia es la astucia. Añádele el arrojo, y tienes el perfecto soldado. Ahora irán los sabios a recobrar a Morella, y verás lo que sacan... Te lo repito, sé dónde está la energía; pero me lo callo. Quiero llevarme a la tumba ese supremo conocimiento.

Y hablemos de otra cosa, ea. Al pobre Don José M. de Navarridas le tenemos loco, de la grande perplejidad en que le ha puesto Doña Urraca, pintándote como un monstruo de vilipendio. ¡Horror de los horrores! ¡Vaya, que tú monstruo! ¿Y yo, qué seré...? Lo menos el Anticristo. Nuestra generala Pilar, que ya se dispone a venir a regocijarnos con su presencia divina, nos manda suspender las hostilidades, y a mí me recomienda la prudencia, pues opina, con muy buen juicio, que si tomo partido por vosotros con demasiado coraje, el furor de la hidra de Cintruénigo puede precipitar las cosas de un modo desfavorable para ti. No hay duda que el benditísimo Navarridas, a quien tiene trincado por los cabezones la implacable Tirgo, negaría el consentimiento si fuésemos tan simples que pidiéramos a deshora la mano de la niña. No haremos tal. Nos consta que las últimas embestidas para que apechugue con Rodriguito han sido tan infructuosas como las de marras. Se mantiene en sus trece, ¡vaya una hembra!, guardando en su alma, con piadoso recogimiento, la devoción del monstruo.

Adiós, hijo mío. Recibe los dulces afectos de esta familia y la bendición de tu anciano amigo y maestro -D. Beltrán