VIII

De Pilar de Loaysa a D. Fernando


Madrid, Enero de 1838.

Hijo mío, niño, sí, sí, cuando pasen los fríos... Pero estos fríos, ¿qué hacen que no pasan? Por mí no los temo, a pesar de mi delicada salud; pero me han fijado ese plazo, y es forzoso que yo me someta a la voluntad de quien puede y debe dirigirme... Ya han pasado los Santos Reyes, tan guapos con sus trajes de púrpura, su lucido séquito, sus camellos arroganes... Ahora estoy esperando al venerable San Antón, con la barba hasta la cintura, su tosco sayal, y el cerdito tan mono; le oigo ya los pasos... Tras él, muy cerquita, viene San Sebastián, y poco falta ya para estar a las puertas de febrerillo loco. Pronto, niño mío, sí, prontito... ¡qué gusto!

¡Ay, ay, cuánto he llorado con tu última carta! Tu anhelo de justicia, tu sublime rasgo de caridad, salvando al enemigo injustamente condenado, te enaltece a mis ojos; me siento orgullosa de ti. Ríanse otros de la caballería, de ese ideal del bien y la justicia tan arraigado en almas españolas; yo no me río, no puedo reírme de eso. Lo llevo en la masa de la sangre. Caballeros mil tengo entre mis antepasados. En ti se reproduce mi raza generosa, cristiana, grande por el valor, por la abnegación y el heroísmo. Tienes a quién salir.

Te diré con entera franqueza lo que pienso sobre el particular. La catástrofe de tus amores en Bilbao me obligó a imponerte una sumisión absoluta, y con ella te salvé de mayores desastres; pero no he querido, no, decapitar tu voluntad ni matar tu iniciativa. No puedo menos de considerar, al propio tiempo, que al revelarme a ti y descorrer el velo de tu origen, si te he dado el consuelo dulcísimo de poseer una madre, he quitado a tu personalidad en el mundo aquel brillo, aquella dignidad ¿por qué no decirlo?, que ostentan personas nacidas de padres menos ilustres, pero en condiciones normales y regulares. Esto es tan delicado que no sé cómo decirlo. Pero tú lo entiendes, mi bien, y me basta. Bueno: pues el conocimiento de tu origen nos trajo, creo yo, la abdicación de tu voluntad. Mi amado hijo me resulta un muñequito, ¡ay, sí!, un lindo juguete sin vida para recrear la mía. No, no: esta condición muñequil no puede satisfacerte, ni a mí tampoco me satisface. El vacío de que antes hablé, producido por la irregularidad del origen, no se llena sino con la rehabilitación de la voluntad, para que con ella emprendas altas y nobles acciones. Lo que te falta, aprecio de ti mismo, conciencia robusta de tu valer, créalo tú con potente audacia, fundando un hombre nuevo sobre las ruinas del pobrecito chasqueado en la Villa heroica; lo que de menos tienes en dignidad por tu origen, búscalo ahora y agrégatelo y complétate... ¿Me entiendes? Creo que sí... Pues bien: tus impulsos de caballería me saben a gloria... Soy muy caballeresca. Te reconozco. Apruebo plenamente que quieras ganar lo perdido. Tus ideas cristianas de suprema hidalguía y virtud son la grandeza que yo quiero para mi hijo. Sí, da libertad a ese hombre.

Pero ¡ay!... aguarda... no... Me dejo arrastrar de mi imaginación... ¿Y si te pasa algo? Ya sale aquí la madre. ¡Oh, sí!, la madre tiene que mirar por tu vida, por tu felicidad. ¿Y si todas esas grandezas morales y caballerescas me privan de tu felicidad, de tu vida...? No, Fernando, no hagas caso de ajenas desdichas. Deja a ese hombre que se arregle como pueda... Retiro lo que habrás leído. Habló antes la ricahembra; ahora habla la madre. Súbitamente me vuelvo muy ñoña. No me resigno a que el amor de mi vida afronte los peligros de la ingratitud, de la brutalidad de un hombre que es quizás un malvado... No, no: consérvateme muñequito; desechemos las aventuras, el quijotismo, las sublimidades peligrosas... Ya soy vieja, y quiero mi paz, tu felicidad. Seamos clásicos, muy clásicos...

Permíteme que suspenda esto y que aguarde algunas horas para pensarlo mejor...

He pensado, y me decido al fin por que no tomes ninguna resolución, al menos hasta que yo vaya y hablemos. El otro podrá aguardar en la cárcel. ¿Qué le importa un mes más o menos? Seamos egoístas... digo, clásicos.

No estoy conforme, no. Me tomaré un plazo más largo, toda esta tarde y toda la noche. Mañana, con mi cabeza despejadita y fresca, pronunciaré sentencia definitiva. En tanto, no habiendo para mí otra alegría que escribirte (pues mientras vacío en el papel mis pensamientos, me figuro, como tú, que por encima de mi hombro miras lo que escribo), déjame que garabatee un poco más, hablándote de otros asuntos. Pues sí: le cuento los pasos al buen San Antón, y preparo mis bártulos minuciosamente, apuntando todo lo que he de llevar para que no se me olvide nada. A mi muñequito le llevo mil juguetes. Otros muñequitos como él, que se llaman Víctor Hugo, Dumas, Byron, Walter Scott, a los que he provisto de elegantísima ropa, encuadernación lujosa, con cantos dorados. Esto de los cantos dorados es objeto de mis mayores ansias, y a propósito del brillo y pureza del oro, he tenido terribles agarradas con el sastre de libros, vulgo encuadernador. Para tu romántica persona llevo también tapas lujosas, abrigos de pieles, pues me temo que aun después de mi llegada persistan los fríos enojosos. Y para nuestro buen Capellán no faltará provisión de magnífica ropa de invierno. Vigilo el arreglo de mi silla de postas y la proveo de todas las comodidades. Y no quiero ocultarte que iré bien preparada también de recursos morales, de hábiles defensas contra las intrigas de Juana Teresa. Por Valvanera he sabido que fue a La Guardia con el único objeto de denigrarme, revelando a los Navarridas secretos que descubrió revolviendo los papeles de D. Beltrán. La impresión producida en aquella gente sencilla y timorata ha sido de recelo y disgusto, pues Doña Urraca supo presentar las cosas por el lado que le favorecía, y llenar de escrúpulos el cerebro de las muchachas y de sus apreciables tíos. La situación, hoy por hoy, es la que a renglón seguido te expreso: Doña María Tirgo, resueltamente en contra nuestra, con terquedad irreductible; D. José María, vacilante, sufre grandes angustias y bascas, pues queriéndote de veras y admirándote, se siente bajo la presión y horrible dominio de los de Cintruénigo. Su mansedumbre y debilidad son un gran peligro, pues me temo que al fin su hermana le arrastre, y le veamos en una actitud marcadamente hostil. Fíjate bien en que D. José María es tutor de las niñas, y que Demetria se halla bajo la autoridad tutelar hasta los veintitrés años, que cumplirá en Mayo del 39. ¿Te vas enterando? Demetria no podrá contraer matrimonio sin licencia de su tutor, y este, según la ley, no está obligado a dar ninguna explicación de su negativa. Por todo lo expuesto, mi querido hijo, en conciencia debo aconsejarte que suspendas por ahora tu viaje a La Guardia. Conviene que nos demos un poquito de tono. Nuestra dignidad nos exige no mostrar un interés excesivo, ni las prisas del solicitante importuno. Ello ha de venir por su propia madurez: no nos precipitemos. ¿Estás conforme? Aseguro que sí.

Y va de noticias. Ha llegado a Madrid mi excelso sobrino el Marqués de Sariñán, con la investidura de diputado por Tudela. Pásmate: no ha ido a buscar alojamiento apropiado a su categoría en Genieys ni en las otras dos medianas fondas que aquí tenemos, y se ha metido en casa del amigo Mendizábal, sujetándose a un modesto pupilaje. Viste regularmente; pero sus camisas, obra de la tijera y aguja de Doña Urraca, ofrecen un corte de cuellos de extraordinaria novedad. A poco de jurar su cargo, se ha lanzado a la oratoria, haciendo su estreno en la marimorena de los diezmos con un discursito pálido, aprendido de memoria, que ha pasado como un rumor, sin dejar eco más que en el Diario de las Sesiones. Forma en las filas del más furioso retroceso, con Alejandro Mon, y Castro y Orozco. Dícenme que gestiona la compra de bienes monacales a bajo precio, entendiéndose con los que liquidan y tasan. De esto no respondo. Lo verosímil no siempre es verdadero.

Domingo.- He pensado, he meditado anoche... Vuelvo de misa: en mi espíritu se confirma esta resolución, que sin duda me inspira Dios. Hijo mío, haz lo que te dicte tu gran corazón. No me determino a limitar tu libertad, la preciosa iniciativa de quien lleva en sus venas sangre de tantos héroes antiguos y modernos. Sé lo que digo, y lo escrito, escrito está. Llena mi alma la convicción de que Dios ha de protegerte, y a mí no me negará el consuelo de verte triunfante. Ansío que tu alma se fortalezca de dignidad, que tu conciencia se recree contemplando la nobleza de tus acciones. Dios está contigo. ¿Cómo no, si yo soy buena, si te idolatro, si eres mi vida? No temo nada. Que a ti y a mí nos gobierne tu magnánimo corazón. Mil besos de tu madre amorosa - Pilar.