IV

De D. Pedro Hillo a los Sres. de Maltrana


La Puebla de Arganzón, Noviembre.

Aprovecho, mis caros amigos, un corto descanso en esta villa para darles referencia de nuestra feliz salida de Miranda, ambos con triste impresión de la tragedia que muy a pesar nuestro presenciamos. Si Fernando goza de perfecta salud, no puedo decir lo propio de su acompañante, el cual, por el camino, ha sentido que le rondan achaques antiguos. Hállase el tal, es decir, yo, un tanto febril, y no veo las santas horas de llegar a Vitoria para descansar a mis anchas. Creo que el susto de Miranda, que considero el más terrorífico de mi vida, me ha revuelto toda la naturaleza, sacando de los últimos fondos de esta males viejos, que yo creí dormidos o arrumbados para siempre. No se asusten, porque ello no será nada, y con reponerme de aquel terror, y con alimentarme y coger un largo sueño, pienso que he de tornar a mi habitual temple.

El tal Zoilo Arratia y sus dos compañeros entraron en Miranda, según mis noticias, el mismo día que nosotros, habiendo hallado alojamiento con rara prontitud, aunque la vivienda que se les dispuso no fuera muy de su agrado. A poco de llegar, se abrieron para los tres las puertas de la cárcel, donde gimen por los graves delitos de deserción y espionaje. De esto se les acusa; falta que sea verdad su delincuencia, y me guardo muy mucho de sentenciar a nadie sin conocimiento, que yo también, ¡ay!, he sido enchiquerado por conspirador, hallándome tan inocente y puro como los ángeles del cielo. Sean o no criminales los antedichos sujetos, tienen mi compasión por la pérdida de su libertad, y les deseo un buen juez, rara avis, que les redima o les condene según su merecido. Creí yo que el bilbaíno, tan oportunamente puesto a la sombra, no nos molestaría; pero no ha sido así. Poco antes de partirnos de Miranda, y cuando nuestro caballero se despedía de sus amigos en el parador cercano, llegó al nuestro una esquela escrita en la prisión por el Arratia, y a Fernando dirigida, en la cual manifiesta sentimientos contradictorios, extraña confusión de arrogancia y miedo, de amenaza y súplica, bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda desesperación y delirio tienen su asiento. No viendo que por ahí nos pueda venir peligro, y atento a evitar a Fernando hasta el más leve motivo de disgusto, guardé la carta y nada le dije. Informo a ustedes del suceso, porque es mi deber procurar que nada ignoren; mas no vean en él motivo alguno de intranquilidad, pues para mí no lo hay. Sólo me inquieta mi endeble salud y el deseo de llegar pronto a la gran Vitoria, donde nos alojara mi amigo el Canónigo patrimonial, D. Vicente de Socobio y Zuazo, a quien daríamos el gran berrinche si nos fuéramos a la posada. Cualquiera que sea nuestro albergue, el Sr. de Socobio recibirá las cartas que de Villarcayo, de Madrid o de otra parte del globo terráqueo se nos dirijan... Ya viene Fernando; ya nos avisan que todo está dispuesto. Oigo el piafar de los briosos corceles. Partamos... Dios nos acompañe. Reciban los vivos afectos del caballero y los dos mozos, así como de este humilde capellán -Pedro Hillo.